Ha ocurrido lo esperable. El debate sobre la reforma de la malversación y la derogación de la sedición ha permitido a la derecha política y mediática desempolvar su viejo manual de soflamas incendiarias. Ciertos barones del PSOE e incluso el expresidente Felipe González o Alfonso Guerra se han sumado a las críticas. Como antes con los indultos, se ha hablado de “desprotección al orden constitucional”, de “amnistía encubierta”, de “atentado a la democracia”, de “intromisión al poder judicial” e incluso de “traición a España”, “autoritarismo” o “golpe de Estado”.
No hace falta ser un experto en Derecho para advertir la inconsistencia de esa forma exaltada de ver las cosas. En primer lugar, porque ni la malversación ni la sedición protegen “el orden constitucional”. El propio Tribunal Supremo descartó en su sentencia que lo ocurrido en el 2017 en Catalunya fuera un golpe al orden constitucional. Se trataba – según los jueces – de un problema de orden público.
En segundo lugar, porque adaptar el ordenamiento jurídico a los estándares de los países de nuestro entorno no es ningún “atentado a la democracia”. Por lo contrario, hacerlo es una cuestión de higiene democrática. La sedición se redactó en el primer Código Penal español de 1822. Se ha mantenido prácticamente inalterado desde entonces hasta nuestros días, totalmente ajeno a la realidad histórica actual. Hablamos de otro mundo. Un mundo muy lejano que sobrevivía, Borbones aparte, en nuestro ordenamiento jurídico con un delito utilizado por el franquismo para perseguir a sus opositores. Por eso, era una reliquia del pasado sin parangón en Europa. Con su derogación se siguen los pasos de países como Italia o Alemania. Con la reforma de la malversación, el ordenamiento español se pone también a la altura del derecho comparado. En concreto, se sigue el modelo de países como Italia, Francia o Portugal.
En tercer lugar, la reforma penal no implica una “amnistía encubierta” hacia el independentismo. La cuestión va más allá del conflicto catalán. La sedición era una espada de Damocles sobre el derecho de protesta. En el pasado se intentó aplicar sin éxito a ciertas movilizaciones, pero tras la sentencia el Supremo en el procés, una huelga general u otras movilizaciones de masas podían interpretarse como actos de sedición. Con la intención de condenar a los líderes independentistas, los jueces forzaron la ley hasta el punto de desfigurar el contenido esencial del derecho de manifestación.
Con la misma intención, el PP aprobó en el 2015 una reforma para desfigurar también el delito de malversación. Lo recordaba Ignacio Escolar en estas páginas. La norma se redactó ad hominem para perseguir a los líderes independentistas. Se hizo contra la oposición del resto de formaciones políticas. Incluso contra la opinión del propio Consejo de fiscales y el CGPJ, de mayoría conservadora. Se equiparaba fenómenos diferentes, con desigual desvalor social, con igual reproche penal. Eso generaba -decían jueces y fiscales - inseguridad jurídica. No es lo mismo robar dinero público que hacer un gasto público desviado, excesivo o no suficientemente justificado. Un ejemplo es el del alcalde que desvía una partida presupuestaria para hacer un polideportivo a pagar nóminas a los funcionarios. En un caso hay una apropiación indebida, con ánimo de lucro, de recursos públicos y en el otro no hay ánimo de lucro. Cuando se condena con la misma contundencia hechos de diferente gravedad se vulnera principios básicos que deben regir en el derecho penal como el de proporcionalidad o intervención mínima. De hecho, con el actual acuerdo del PSOE y ERC se rebaja de 8 a 4 años de cárcel lo que antes de la reforma del PP solo se hacia con una pena de multa.
Hay que recordarlo, una y otra vez, normalizar una injusticia abre las puertas a todas las injusticias que la siguen. Cuando se adoptan medidas excepcionales para neutralizar a los adversarios políticos, luego se normalizan los abusos y la pendiente resbaladiza de recortes de derechos queda expedita para el resto. El caso de la sedición es claro. Sin su derogación, en el futuro un grupo de sindicalistas o de la PAH podían ser considerados sediciosos. Por eso, derogarlo era una exigencia de colectivos de defensa del derecho a la vivienda, sindicatos como UGT y CCOO, entidades de derechos humanos como Amnistía Internacional pero también de organismos internacionales. El año pasado, el informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa pidió acabar con ese delito “obsoleto”. Lo mismo sucede con el delito de malversación. Con la reforma del PP, se abrió la puerta a que el lawfare contra los ayuntamientos progresistas pudieran tener consecuencias nefastas, con penas de cárcel de hasta 8 años incluidas. No es casualidad que sea una de las artimañas predilectas del activismo de derechas para judicializar políticas innovadoras de izquierdas. Buen ejemplo de ello son las diversas causas impulsadas por sectores ultras contra el gobierno de Ada Colau en Barcelona o de Manuela Carmena en Madrid.
En último lugar, aprobar esta reforma tampoco es una “intromisión al poder judicial”. Es un paso inevitable para abordar el conflicto abierto en Cataluña desde que la derecha política y judicial rompió de modo unilateral el pacto territorial de la transición con la anulación de la sentencia del Estatuto. Cualquier propuesta de desbloqueo de ese desaguisado político pasaba por deshacer el legado de judicialización del PP.
El Consejo de Europa lo recordó también en su informe sobre la condena a los líderes independentistas. En democracia los problemas políticos “deben resolverse por los medios políticos”. Lejos de ser una “intromisión al poder judicial”, recuperar el protagonismo de la política es una obligación democrática. En una democracia manda el imperio de la ley, no el imperio de los jueces. Es el Congreso de Diputados quién debe legislar y los jueces aplicar su voluntad. Esa es la base de la separación de poderes que la derecha parece ignorar.
Derogar la sedición, doscientos años después, era una obligación democrática. Las reliquias del pasado como esta son para los museos, no para las leyes de un país europeo. Lo mismo sucede con la reforma parcial de la malversación del PP. Cuando en la lucha contra el independentismo, se hacen interpretaciones sesgadas de la ley o se aprueban normas ad hoc de carácter excepcional, se consolida un “derecho penal de autor” inspirado en una antigua y nunca apagada tentación totalitaria: la idea de que debe castigarse no por lo que se ha hecho sino por lo que se es. Un Estado de derecho digno de ese nombre no puede permitirse esa renuncia. Mandar a la cárcel a quien, sin recurrir a la violencia, lidera un proceso político como el vivido en Catalunya durante el 2017 constituye una auténtica derrota del Estado de derecho. Con la actual reforma penal, se da un paso importante para desjudicializar el conflicto y volver a la normalidad política. Por eso, hoy la democracia española es más fuerte que ayer.