“Hay algo que va mal, ya sé que a ti te da igual, pero hay algo aquí que no va.
Tu imagen ya a nadie asusta y piensas que todo va bien“
Kortatu.
Todos los catálogos ideológicos esconden siempre una vocación escolástica de cosificación. En la operación de desvalorización de las múltiples y creativas experiencias de lucha de las izquierdas rupturistas y antisistémicas de nuestro país se puede observar la necesidad de la arrogante casta política (surgida en el interregno del tardo-franquismo reformista y conciliador) de trazar una memoria colectiva a medida de sus mediocres biografías personales. Borrar sus huellas es una obsesión compartida por los advenedizos y oportunistas con aspiraciones políticas.
Tras esta operación de borrado del historial, la memoria de las luchas populares y de los sujetos políticos que combatieron, cuerpo a cuerpo, el fascismo convertido en Estado durante casi cuarenta años aparece, en esta “revisión de los hechos”, como un residuo, como un apunte marginal al lado de las figuras políticas oficiales de la “ejemplar transición”: Suárez, Carrillo, González, Fraga... (y los “padres de la Constitución”, por supuesto). El inefable cuarteto es invocado –cual imagen simbólica del consenso entre antagonistas– cada vez que los mismos de siempre pretenden obtener lo mismo de siempre: el control de la situación sin tener que pasar por las comprometedoras e impredecibles urnas democráticas.
Así, la jibarización de lo político reduce nuestra historia colectiva y social a la memoria sentimental de un puñado de lugartenientes obedientes al Leviatán, y cuya recompensa es el aplauso del significante Amo y el desprecio de la plebe inconsciente. ¿Queremos de verdad figurar en ese catálogo de renuncias históricas?
Algunos defendemos que de esa herencia genética no puede surgir un proyecto de emancipación popular. El ADN de Podemos se compone de otros referentes. Nuestra memoria, además, es mucho más amplia. Por ello habría que incluir en el inventario a “los que faltan” y a los que realmente echamos en falta. Entre otros muchos, a los miles de activistas antifascistas y patrióticos que pelearon contra el imperio de la defectuosa y oportunista interpretación lógica que decretaba lo posible y lo realmente posible, el siempre maldito “horizonte de posibilidad” que ellos marcaron como única posibilidad.
La historia oficial la fija el BOE y, evidentemente, no todos los militantes ni todas las activistas pueden convertirse en secretarios de Estado de la Restauración. Y lo más importante: la mayoría no lo queremos. Porque lo que realmente queremos –lo repetimos una vez más– es romper con las lógicas de subordinación y negociación de miserias con un sistema criminal; porque nos queremos libres y no domesticados; porque de nuestros afectos aun disponemos nosotras y no estamos dispuestas a regalar nuestra potencia a sus carreras de “hombres de Estado”. Nosotros no colaboraremos con quienes pretenden domesticar a Podemos.
Nacimos en la calle, fuera de cualquier cálculo estadístico; nacimos para existir como un sujeto político autónomo dentro de un marco que pretendía negar nuestra existencia. Pero no salimos a las calles para acabar acurrucados en el hueco calentito de las instituciones. No llegamos para que el poder de mando nos acaricie, ni para ronronear cual gatos domésticos ante su caprichosa voluntad. No vinimos a adornar sus instituciones vacías de pueblo como si fuésemos un exótico objeto decorativo. Somos una anomalía, somos un “problema” que ha dislocado los ejes de lo políticamente correcto. Y lo más grave para la vieja guardia del establishment es que estamos orgullosas de ello. Nunca nos lo perdonarán las viejas élites. Podemos es un problema para algunos y una esperanza para muchos más.
Nos unimos para cambiar el país y construir un pueblo rebelde y una patria orgullosa. No vinimos a “recambiar y rejuvenecer las élites” con nuevos maniquíes que se adapten a la coyuntura y nos vendan una “segunda transición” en la que, con un poco de maquillaje, todo siga igual. No queremos recorrer el camino de reforma pragmática pretendida por nuestros adversarios, ni terminar defendiendo lo que vinimos a impugnar. Nosotros y nosotras hemos aprendido, por la fuerza, a decir NO. Y hay que hacer pedagogía de esa negación. Hay que aprender a decir NO para ganar y afirmar un SÍ que merezca la pena. Como decía Baltasar Gracián: “No todo se ha de conceder, ni a todos. (…): más se estima un no de algunos que el sí de otros, porque un no dorado satisface más que un sí a secas”.
La mayoría, los que estamos y los que vendrán, no tenemos “curriculum”. Tenemos, en el mejor de los casos, “vida laboral” y, en el peor, desempleo y miseria. Nos guiamos por un impulso primario de repulsa ante la injusticia social y no por el cálculo estratégico de bolsas electorales flotantes. Nosotras nos arraigamos a los núcleos afectivos que nos enseñan dignidad, a un “centro de gravedad permanente” que nos recuerda quiénes y cómo somos, dónde estamos, porqué y hacia dónde caminamos, siempre juntos. Somos y seremos quienes día a día, con nuestros cuerpos y nuestra palabras, con acciones pequeñas, discretas y directas, resignificamos la realidad. Esa es la micropolítica de proximidad sin la que la macropolítica de los medios de masas no perforaría, no calaría, no impregnaría la realidad. Compartimos y combatimos porque respiramos juntas, porque somos compañeras y vecinos, vivimos juntos y peleamos juntas, lo llevamos haciendo décadas… quizás siglos. En esta política nunca sobra nadie, venga de donde venga. Ya han llegado muchos y muchos más vendrán para ganar el presente y gobernar el futuro.
“Nosotros el pueblo”, no reconocemos lideres, reconocemos y recompensamos a los luchadores por la libertad, a quienes nos representan y no se doblegan ante las amenazas del IBEX-35 o se asustan ante los pronósticos del CIS. El pueblo no se equivoca, distingue instintivamente a los Fouché de los Napoleón, a los Joffrey Baratheon de los Jon Nieve, porque sabemos que siempre habrá aspirantes a ocupar el lugar del razonable y pragmático general Casado y partisanos que luchen y se nieguen a entregar Madrid al fascismo.
Hoy estamos ante la encrucijada de elegir entre la normalización-domesticación, la regularización institucionalizada, o persistir en la impugnación democrática y popular del Régimen. Carl Schmitt afirmaba que: “A la larga, lo irregular tiene que legitimarse con lo regular. Para esto no hay más que dos posibilidades: el reconocimiento de una fuerza regular que ya exista o la conquista de una nueva regularidad por la propia fuerza. Es una alternativa dura”. La conquista de “una nueva regularidad” precisa de ser valientes y confrontar con los poderosos. La otra opción sería buscar el “reconocimiento de una fuerza ya existente” y, por tanto, cumplir su deseo de recuperar “la normalidad” añorada por sus beneficiados. Su normalidad es nuestra crisis, su tranquilidad nuestra derrota, su miedo nuestra oportunidad.
Matar un pollo para asustar al mono tiene como objetivo inocular el miedo entre los eslabones más débiles de la cadena de fuerzas del adversario político. Es una operación recurrente y con efectos en la correlación de fuerzas interna de toda organización. Entre los mediocres funcionarios del partido siempre habrá voluntarios para conspirar y apoyar esa estrategia del miedo fundada en el rencor. La mediocridad, a la sombra de la ambición, construye facciones e intrigas para alcanzar posiciones de poder en los circuitos internos. La excusa teórica suele venir después de la traición práctica. El verdadero problema no son “los que faltan”, son los que sobran dentro de toda organización: los que matarán, con un cuchillo prestado, un pollo para asustar al mono.