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May y la inmigración: crónica de una xenofobia anunciada

Berta Barbet

Politóloga y editora de Politikon —

Las alarmas sobre la emergencia del populismo saltan cada vez de forma más frecuente en Europa. Esta vez, con las propuestas y tono de la conferencia del partido conservador británico celebrada en Birmingham. La primera ministra británica, Theresa May, y su sucesora en el cargo de interior, Amber Rudd, sorprendieron con un tono muy duro contra la inmigración. Y, quizá más aún, con una batería de propuestas que presentaban demasiados paralelismos con tiempos muy oscuros del continente europeo. El partido conservador, descolocado por el resultado del Brexit y asustado por la fuerza que parece tener el UKIP (aún con un 15% de intención de voto a pesar de no tener líder ni programa claro una vez conseguido su gran objetivo), ha decidido dejar atrás el perfil moderadamente liberal que mostró Cameron durante su mandato con tan poco éxito, y opta por abrazar el espacio y discurso del populismo de derechas. Después de todo, los defensores de la segunda opción acaban de ganar un referéndum y, con un partido laborista en guerra civil y un partido liberal demócrata absolutamente fuera de juego, el flanco liberal no parece en peligro.

Es verdad que el proceso quizá ha sido más rápido, abrupto y desacomplejado de lo que la mayoría esperábamos. Pero el giro de May y su gobierno no es inesperado ni sorprendente. De hecho, no es más que una continuación de un discurso y una forma de hablar que, a los que habíamos seguido la política británica en los últimos años, nos suenan muy familiares.

Pequeños detalles: ese argumento liberal de decir que no es posible controlar la inmigración en vez de defender que la inmigración puede ser un reto pero no es un fenómeno negativo ni a abortar. Esa aceptación acrítica del partido laborista a las propuestas de limitar el acceso a los servicios sociales de los inmigrantes durante una temporada; como si los inmigrantes no necesitaran que se les protegiera de la pobreza, como si el gran movilizador de la inmigración fueran las ayudas a la vivienda y no el hecho de tener trabajo y oportunidades laborales en el país. Esa repetición incansable durante los debates del Brexit, de lo injusto que era que jueces españoles, portugueses y húngaros (Siempre nos quedará la duda de si el tono hubiera sido el mismo con jueces alemanes, suecos o daneses) pudieran imponer sus decisiones a los británicos. Ese uso de la palabra “expat” para no tener que asumir que lo suyo también es inmigración, por más queridos, bienvenidos y privilegiados que se puedan sentir dónde llegan.

El discurso político británico lleva años cargado de detalles así. Lleva tantos años cargado de estos detalles, que muchos británicos han dejado de ser conscientes de ello. Hacen rodar los ojos cuando les comentas que te parece que su discurso es muy duro contra los inmigrantes. No, te preocupes, te dicen, no es nada que vaya contra ti. Nos caen bien los españoles, mandáis a gente joven y preparada y nos cuidáis a nuestros ancianos, te dicen. Y, así, con esa condescendencia han ido cayendo mitos y grupos, derechos y propuestas. Siempre había una excusa, o una pequeña justificación. Eran los prejuicios contra los países del este, era la competición por los trabajos no cualificados, era la recuperación de la soberanía. Nunca iba contra la inmigración en general, nunca era odio al diferente, nunca era una deshumanización de los inmigrantes, nunca nos teníamos que preocupar.

Pero sí iba contra nosotros y sí nos teníamos que preocupar. Porque al final, cuando aceptas que es normal darles derechos a los extranjeros en función de los intereses de los locales, todos los extranjeros están en peligro, por más españoles, jóvenes y formados que estén. Porque resulta que ahora no es buena idea que los ciudadanos no británicos puedan aconsejar en temas que afectan a la seguridad, como si ser extranjero te hiciera menos profesional o menos consciente de lo delicado de tu trabajo. Porque han decidido que las universidades británicas deberían tener menos estudiantes extranjeros, limitando la posibilidad que las futuras generaciones puedan disfrutar de la experiencia de vivir ahí, y aprender todo lo que se puede aprender en su fantástico sistema universitario. Porque a partir de ahora a los españoles y extranjeros nos va a ser más complicado encontrar trabajo en un país en el que las empresas tendrán que asumir el coste de la mala publicidad de tener un % mayor de extranjeros si nos quieren contratar. Porque al final, cuando una sociedad es incapaz de empatizar con los inmigrantes y verlos como uno más, es inevitable que el discurso contrario a ellos avance sin encontrar oposición.

El discurso y tono de esta semana en la convención conservadora no es más que un reflejo de un discurso y tono amplia y transversalmente aceptado en el Reino Unido. Un discurso que se ha ido imponiendo sin encontrar resistencia discursiva fuerte a sus bases y principios. Nos podemos preguntar de dónde viene, nos podemos preocupar, pero a estas alturas ya no nos puede resultar sorprendente. El conflicto del nacionalismo- cosmopolitanismo es cada vez más evidente, y que el nacionalismo lo está ganando también.