Miguel de Unamuno se hacía esta pregunta: “¿Dios es macho o hembra?”. Hasta una niña pequeña puede responderla sin dudarlo un instante. Así, de un modo tan meridiano que parece invisible, el templo del machismo sienta sus bases en la roca madre de la religión. Permítanme que ilustremos muy someramente cómo la primacía testosterónica quedó inscrita con letra clara y varonil en numerosas perlas de sus libros y actas sagradas. El propio Pitágoras, fundador de la religión pitagórica en el siglo V a.n.e., dejó claro que “Hay un principio bueno, que ha creado el orden, la luz y el hombre, y un principio malo, que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer”.
¿Qué tendría la opinión femenina para la religión que a Orígenes, el filósofo de los albores del cristianismo, lo sacaban de sus casillas? “Es en efecto, impropio de la mujer hablar en una asamblea, sin que importe lo que diga, aun en el caso de que pronuncie cosas admirables o incluso santas, pues nada de eso tiene mayor importancia por el hecho de proceder de la boca de una mujer”. Una acusación semejante podría llevar hoy al autor de las declaraciones a visitar los juzgados. Consideren que esta no es una idea aislada de un personaje secundario de la Institución Eclesiástica, Pablo de Tarso se mostraba igual de tajante: “Hagan como se hace en todas las Iglesias de los santos: que las mujeres estén calladas en las asambleas. No les corresponde tomar la palabra. Que estén sometidas como lo dice la Ley, y si desean saber más, que se lo pregunten en casa a su marido. Es feo que la mujer hable en la asamblea”. Tendrían y tienen una razón poderosa que desconocemos, ellos, los santos, su “Ley”, y su particular necesidad de preservar esa belleza del diálogo machista.
Mujeres mártires sí aceptaron, la sorprendente entereza del “sexo débil” en esos momentos clímax fue una de las mejores vallas publicitarias sobre el poderío que el cristianismo obraba en sus creyentes. Unos superpoderes que fuera de ese ámbito sacrificial quedaban en nada, como Pablo advierte a los Corintios: “El varón no debe cubrirse la cabeza porque es imagen y reflejo de Dios, mientras que la mujer es reflejo del hombre. El varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón; tampoco fue creado el varón con miras a la mujer, sino la mujer con miras al varón. La mujer, pues, debe llevar sobre la cabeza el signo de su dependencia; de lo contrario, ¿qué pensarían los ángeles?”. Quizá una parte de este discurso les recuerde a otros predicadores macho, eso sí, seguidores de un idealismo ultraconservador infiel.
Ya lo sabéis, chicas, vosotras no sois imagen ni reflejo de dios, sois dependientes de los hombres y, en la medida en que las sentencias de Pablo siguen vigentes, de la opinión de los ángeles. Me pregunto cómo esperan que yo (y la escuela) justifique ante mis hijos la tan publicitada igualdad entre los sexos, desde el momento en que dios obtiene y crea a la mujer de una parte misérrima de Adán. Parece bastante ridículo, pero el común de los creyentes aún cree a pies juntillas que, por este motivo genesíaco, los hombres disponen de una costilla menos que las mujeres en su caja torácica. En carta a los Efesios, Pablo incide de nuevo en las diferencias anatómicas: “El hombre es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, del cual es asimismo salvador. Que la esposa, pues, se someta en todo a su marido, como la Iglesia se somete a Cristo”. También en Túnez, claro: Samira tiene 27 años, 12 días después de su boda, su marido la violó: “Eres mi esposa y tengo derecho a hacer contigo lo que quiera”.
Si ya el Génesis dicta “Hacia tu marido irá tu deseo, y él te dominará”, ¿No les parece que el hombre, llamado a tomar posesión de ese bello presente que le otorgó dios, llamado mujer, pueda considerar lícito mantener el estereotipo de dominancia y fortaleza, e incluso justificado, despreciarla, maltratarla o, incluso, si viene al caso, asesinarla? Abran los ojos. Se lo enseñan en el colegio, pagamos impuestos para que lo hagan. ¿Cómo persuado a mi hija de que ese cuento hereditario, que además sube la nota media, no supera la versión biológica científicamente probada en la que un gran óvulo recibe magnánimo el escueto núcleo de un espermatozoide?
Para que la mujer ose poner en duda por primera vez este precepto, que refrendan de una manera u otra todas las religiones, habrá que esperar 25 siglos. En 1895, Elizabeth Cady Stanton publica La Biblia de la mujer, en la cual participaron con comentarios e interpretaciones muchas de las mujeres firmantes de la Declaración de Seneca Falls de 1848. En ella se hace observación al lector de que los tipos femeninos del Viejo Testamento no son ningún ejemplo de heroicidad, sino anónimas “madres de...” o “hijas de...” y se señala por primera vez la incuestionable patriarquía eclesiástica. Cady se queja, pacíficamente, de que a menudo se habla de las mujeres en calidad de bienes, bienes inferiores y sometidos, en desventaja para todas las situaciones de la vida. El lamento de aquellas pioneras no podía ser airado y exigente. No era nada fácil en esos tiempos contraponer una versión diferente a ese concepto arraigado de la inferioridad innata de la mujer, y aun así lo hicieron. Hoy, casi siete de cada diez madres en nuestro país le compran el catecismo a su hija para que se lo aprendan de memoria.
El reconocimiento por la sociedad de unos derechos a la mujer que secularmente se le habían negado ha proporcionado una riqueza y una novedosa complejidad a las relaciones entre sexos que la religión no se quiere replantear. Desde Eva, las mujeres son la puerta del infierno y no han dispuesto de un lugar en la Iglesia sino junto a la fregona del solado del altar o como asexuado y virginal icono sin biografía propia. Mantener esta esquizofrenia, desear una sociedad igualitaria ceñida por una religión teomachista, es como querer detener los conflictos bélicos sin neutralizar a los traficantes de armas: una amnesia que convierte las campañas de violencia de género en una forma infructuosa de bombardeo indiscriminado.