La Constitución española reconoce la autonomía de las universidades, pero estas no son enteramente libres para contratar su profesorado. Nuestra legislación universitaria establece que los profesores han de ser previamente acreditados por las agencias de calidad para poder optar a un contrato laboral o a una posición de funcionario docente. Este hecho es casi una singularidad española, ya que está presente solo en un reducido número de países del entorno europeo.
La introducción de esta acreditación previa se debió a una quiebra de la confianza en las universidades respecto a la selección de su profesorado. Ciertas prácticas poco rigurosas, que tendían a primar la relación del candidato con la institución por encima de sus méritos, desacreditaron el sistema. Para evitar ese fenómeno, origen de la conocida endogamia universitaria, se decidió encomendar la supervisión previa de los candidatos a un agente externo.
Veinte años después de esa decisión puede afirmarse que hoy es improbable que una persona mínimamente cualificada y sin experiencia progrese en la carrera académica. Pero de forma simultánea la acreditación ha originado una serie de efectos secundarios, de carácter sistémico, que no estaban en las intenciones del legislador.
En aras de la transparencia y la objetividad, las agencias han venido utilizando baremos cuantitativos e indicadores indirectos para estas evaluaciones. La actividad científica desarrollada se ha calificado en función del número de publicaciones y de determinados parámetros de las revistas en que han sido publicadas. Se ha obviado la emisión de juicios cualitativos por parte de los comités evaluadores, delegando estos su criterio en el del mercado editorial. La actividad docente se ha valorado atendiendo casi exclusivamente al volumen de clases impartidas, considerando que el tiempo en el aula contribuye automáticamente a aumentar la calidad de la docencia.
La combinación de un incentivo muy potente (la consecución de un empleo público, generalmente permanente) con un conjunto de requisitos indirectos (número de publicaciones, factores de impacto de las revistas en que se publican, número de horas de docencia acumulada) ha conducido a una considerable desnaturalización de la vida académica en la universidad española. El objetivo que el legislador perseguía, la calidad docente e investigadora de profesores y profesoras, ha sido sustituido por un coleccionismo de méritos en el ánimo de muchos aspirantes. Como la progresión en la carrera profesional y varios complementos salariales también se evalúan de similar manera, la vida académica ha devenido paulatinamente en una acumulación de elementos con los que rellenar el álbum personal. Y todo el sistema se ha acomodado a esa situación, que degrada progresivamente la función social de la universidad.
El mercado editorial internacional se ha adaptado muy eficientemente a esta demanda provocada por nuestro sistema, facilitando la publicación de artículos científicos que cumplan los requisitos de las agencias evaluadoras, aun cuando no supongan avances significativos en el conocimiento. Ciertos casos extremos de universitarios españoles hiperpublicadores han aparecido recientemente en los medios de comunicación. Son la punta del gran iceberg que nos amenaza.
No se trata de un problema exclusivamente español. La presión por publicar a cualquier precio existe en todo el mundo, derivada también de las políticas evaluadoras llevadas a cabo en otras latitudes. Pero nuestro problema en ese aspecto es especialmente serio, según concluyen destacados bibliómetras de nuestro país (véase por ejemplo el informe al respecto elaborado por E. Delgado y A Martín-Martín), y es probablemente el modelo de acreditación del profesorado universitario lo que explica por qué España es uno de los países con mayor exposición a las prácticas oportunistas del mercado editorial.
No se acaban aquí los efectos no deseados del sistema. Al valorar preferentemente un conjunto limitado de méritos, se ha impuesto un modelo rígido de carrera académica, como si existiese una única manera de ser buen profesor, lo que resta diversidad al ecosistema universitario y por tanto dificulta su adaptabilidad a las necesidades del entorno socioeconómico.
Por si fuera poco, la acreditación tampoco ha corregido la endogamia. La inmensa mayoría de las personas que obtienen posiciones docentes siguen estando vinculadas previamente con las universidades que las ofrecen. Son dignos candidatos de acuerdo a los criterios establecidos, pero muy mayoritariamente se han iniciado en la misma universidad que los contrata, lo que constituye una de las grandes anomalías de la universidad española.
La universidad está obligada a jugar un papel social clave en la formación, el avance del conocimiento y la innovación, y para ello necesita docentes vocacionales, científicamente audaces y profesionalmente diversos, no coleccionistas de méritos que reproduzcan un patrón uniforme. Acreditar esas cualidades no puede hacerse con el sistema que tenemos, ni puede conseguirse sustituyendo los baremos e indicadores cuantitativos actuales, desnaturalizados y desprestigiados, por otros alternativos. Sería cuestión de tiempo que el mercado proveyera de los productos necesarios para rellenar el nuevo álbum.
Necesitamos repensar el sistema de acreditación, y nada mejor para ello que alinearlo con las propuestas de CoARA, la Coalición para el Avance en la Evaluación de la Investigación. Esta iniciativa internacional, promovida por Science Europe y la European University Association, propone dar paso a sistemas cualitativos de evaluación que reconozcan los logros científicos y docentes conseguidos, más allá de su presentación concreta, con protagonismo para ello del criterio experto de evaluadores independientes, garantizando la ausencia de conflictos de interés, utilizando los indicadores cuantitativos de forma auxiliar, no central, y reconociendo una amplia diversidad de contribuciones académicas y perfiles. En definitiva, un sistema que reconozca el esfuerzo por profundizar en la ciencia y mejorar la docencia, por encima de la acumulación de ciertos ítems.
No es fácil realizar esa transición. Los candidatos y candidatas deberían aprender a exponer sus méritos de forma diferente, en currículos narrativos, argumentando la calidad de su trayectoria académica sobre la base de sus logros de fondo, no meramente formales. Las agencias de calidad universitaria necesitarían establecer protocolos nuevos en terreno inexplorado, lo que probablemente resultaría más costoso en tiempo y dinero, porque implicaría la participación de un número considerablemente mayor de personas expertas. Y habrían de desarrollarse sólidos sistemas de respuesta a las posibles apelaciones, que garantizasen que la discrecionalidad académica de los comités evaluadores no fuese utilizada en términos arbitrarios.
En último término deberíamos plantearnos si no ha llegado el momento de iniciar la sustitución paulatina de la actual acreditación individual por otra institucional, de los departamentos universitarios, sobre la base de sus prácticas de contratación y calidad en términos colectivos, ofreciendo así a las universidades una senda para recuperar su perdida autonomía en esta materia. El adecuado diseño de esa acreditación institucional sí permitiría, además, combatir la endogamia y potenciar la responsabilidad institucional.
Más de 500 universidades, agencias evaluadoras, sociedades científicas y otras instituciones de 42 países han suscrito ya el acuerdo de CoARA. La universidad europea circula en esa dirección. En algunos casos, como en las universidades de los Países Bajos, donde no existe nada parecido a un sistema previo de acreditación de profesorado, las evaluaciones al antiguo estilo han sido prácticamente eliminadas.
El habitual trasiego de intereses y resistencias que todo cambio provoca en un entorno institucional no debería impedir llevar a cabo esta profunda reforma. Está en juego la calidad de la universidad española.