No es el dedo de Sheinbaum, es lo que señala

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Cuando un amigo no te invita a su fiesta de cumpleaños es que algo sucede. Un acto de desdén que, salvando las distancias, bien podría aplicarse al ámbito de las relaciones diplomáticas. La decisión de la presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, de excluir de la celebración de su toma de posesión al jefe de Estado español, el rey Felipe VI, no es sino la consecuencia de un malestar creciente. Pero, al igual que sucede con el cumpleaños, podemos mirar hacia otro lado, y decirnos que nuestro amigo pasa por una mala racha o, por el contrario, preguntarnos por el porqué de su enojo. 

A juzgar por la reacción, el Gobierno español parece optar por la primera opción. La lectura fácil, en ese sentido, podría ser: México se ha adentrado en un periodo de populismo que comenzó con el presidente Andrés Manuel López Obrador y que parece continuar ahora Sheinbaum. La secuencia tiene así poco recorrido: México incurre en una descortesía interesada, como cortina de humo a sus problemas internos, apelando a un pasado remoto, y España responde de forma sensata e institucional. El rey es, según la Constitución de 1978, la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales y, en consecuencia, si el Rey no va, tampoco lo hará –por seguir con el símil festivo– nadie de la familia (para el caso, el Gobierno). 

La segunda posibilidad, sin duda la más autocrítica y compleja en todo tipo de relación, obliga a encarar el problema de fondo: ¿por qué está enojado el Gobierno mexicano? Los orígenes del malestar tienen un hito claro: la famosa carta que López Obrador envía en 2019 al rey de España en la que le solicita que presente sus disculpas por los agravios cometidos contra los pueblos indígenas durante la época colonial. Petición que tuvo entonces la callada por respuesta, y cuyo silencio resultó más atronador cuando, tiempo después, el papa Francisco respondió a una misiva similar del mandatario mexicano pidiendo perdón por los “pecados” cometidos por la Iglesia Católica durante la conquista. 

Dice el refrán que no ofende quien quiere sino quien puede, y España –guste o no– tiene todavía esa capacidad sobre México, precisamente por su pasado común. La falta de respuesta evocó en la parte mexicana el imaginario de metrópoli arrogante, mientras que para España se trataba tan solo de un acto –de nuevo el marco– populista. A pesar de ser esta última la interpretación más extendida en el espectro político español, como hemos analizado junto a Daniel Martínez-Lamas en una investigación sobre el discurso de López Obrador hacia España, la propuesta del mandatario iba más allá de un mero ejercicio de manipulación emocional. Se trataba, por el contrario, de una invitación genuina a España a participar conjuntamente en un proceso de memoria histórica abierto en el país, y que pasaba antes de nada por disculparse con los pueblos indígenas. Disculpas que presentó el propio López Obrador en nombre del periodo republicano y también, como se ha señalado, el Papa por los desmanes de la Iglesia. De esa forma, para cerrar el círculo, solo faltaban las disculpas españolas. Algo que no sucedió. 

A la luz de este análisis, España perdió una excelente oportunidad no solo para cerrar heridas históricas, sino también para ser parte del proceso de construcción de la memoria mexicana. Al no hacerlo, provocó una sensación de menosprecio que avivó, junto a la memoria colonial, otras dos dimensiones de memoria: la republicana y la neoliberal. La primera, referida al papel clave jugado por México durante la presidencia de Lázaro Cárdenas –gran inspirador, por cierto, de López Obrador– con el exilio republicano, acogiendo a miles de españoles que huían de la dictadura franquista. La segunda, a la llegada de empresas españolas durante los años ochenta y noventa al país y su importancia creciente en el control de recursos estratégicos. 

La conjunción de estas tres memorias generó una sensación de extrañeza que, cuanto menos, ha removido el terreno emocional mexicano, con una mezcla de imágenes que incluye desde el sometimiento y la imposición cultural (memoria colonial) hasta el saqueo de recursos (memoria neoliberal), pasando por la intransigencia de una élite conservadora y arrogante (memoria republicana). Desde este punto de vista, no ha de extrañar la decisión de Claudia Sheinbaum (quien, además, ha crecido y compartido momentos relevantes de su vida junto a exiliados e hijos de exiliados republicanos). Entender o no ya su decisión depende de si optamos por quedarnos mirando su dedo o, por el contrario, aquello a lo que señala.