Estamos asistiendo, desde algunos meses, a un incremento de la presión política –y en ocasiones mediática–para que los países europeos aumenten su gasto en defensa. En principio, hasta un 2% de su Producto Interior Bruto, como se acordó en la cumbre de Gales de la OTAN, en 2014, aunque ahora se habla ya de que ese sería un punto de partida, y habría que ir más lejos. Lo que en principio era una exigencia de Washington para repartir las cargas de la Alianza, se ha convertido –a partir de la invasión rusa de Ucrania– en un mantra que repiten y dan por cierto asiduamente la mayoría de las autoridades europeas, y que tiene ya un impacto real en los presupuestos de muchos países, incluida España.
Desmontando el relato belicista
Este planteamiento se basa en dos falacias, igualmente burdas. La primera es que existe una amenaza de que Rusia ataque a países de la UE o de la OTAN. El presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, esgrime esta amenaza continuamente para animar el apoyo occidental a su país, y es comprensible. Más sorprendente es que lo repitan y difundan como algo posible, incluso probable si Rusia no pierde la guerra en Ucrania, otras autoridades europeas, nacionales o comunitarias. O no saben lo que dicen o están utilizando conscientemente el alarmismo para respaldar sus políticas de rearme. Pero es una posición gravemente irresponsable, porque en estos casos existe la posibilidad de que se genere una psicosis de guerra que dé lugar a una profecía autocumplida.
Nadie que analice objetivamente la situación –desde luego nadie en los Estados Mayores– cree que los dirigentes rusos, encabezados por el presidente, Vladimir Putin, estén tan locos como para emprender una aventura que sería letal para su país y, por supuesto, significaría su propio final. El ataque a un país de la OTAN sería un ataque a toda la organización e implicaría el inicio de la III Guerra Mundial. ¿Cómo iba a enfrentarse Rusia a la potencia de la OTAN si no puede con Ucrania? Desde luego, una guerra de esa magnitud implicaría la utilización de armas nucleares provocando una destrucción mundial inimaginable, pero eso sería también un suicidio para Rusia, ya que si Moscú diera el primer paso nada podría evitar la respuesta de EEUU por su propia supervivencia.
Los dirigentes rusos no lo harán a no ser a la desesperada, si se invadiera territorio ruso y el Kremlin viese un peligro existencial para su país. Y eso no va a pasar porque los dirigentes occidentales tampoco están tan locos, aunque a veces desvaríen. De todas formas, si hubiera un ataque nuclear ruso, ningún aumento de los presupuestos europeos en defensa serviría para evitarlo o neutralizarlo, y si se trata de fuerzas convencionales, ya estamos viendo en Ucrania hasta dónde llega la debilidad militar rusa. En definitiva, el miedo a un ataque ruso a Europa no tiene fundamento. La realidad es que se está utilizando el impacto sobre la opinión pública de la guerra en Ucrania para aumentar el gasto en defensa, venciendo así la reticencia habitual de la ciudadanía.
La segunda falsedad es que la inversión en defensa de los países europeos es insuficiente, y sin el apoyo de Washington estamos indefensos, lo que obligaría a aumentar rápida y sustancialmente nuestro gasto en armamento, sobre todo ante la eventualidad de que un posible cambio en la presidencia de EEUU impida o debilite ese apoyo, si no gastamos más. Cuando el expresidente de EEUU Donald Trump amenaza con que, en caso de ser elegido, no defendería a los miembros de la OTAN que no inviertan más en defensa, lo que está haciendo en realidad es tratar de presionar a los países europeos para que compren más armas en su país, es decir, quiere condicionar su protección a los beneficios que aporten los protegidos, en la mejor tradición de la mafia siciliana o calabresa. Pero, en todo caso, hay pocas dudas de que EEUU ayudaría a Europa si fuera necesario, por su propio interés, como hizo en la I y la II Guerra Mundial, sin que hubiera ningún tratado que les obligara a ello.
Se supone que la amenaza contra la que no podríamos defendernos sin gastar más sería Rusia. Pues bien, el presupuesto de defensa de Rusia el último año ha sido de 108.500 millones de dólares (según 'The Military Balance 2024'), después de casi haberlo duplicado en los dos últimos años a causa de la guerra en Ucrania, una cantidad que difícilmente podrá sostener la economía rusa en el futuro. El gasto de Alemania fue en ese año de 63.700 millones y el de Francia 60.000. O sea, solo entre estos dos países superan ampliamente el gasto ruso. Si sumamos el de los 27, lo multiplican por más de dos veces y media. Y si añadimos los del Reino Unido y Noruega, que siguen siendo europeos (sin contar el de Turquía), nos vamos a casi tres veces y media.
Puede que Europa no tenga las capacidades militares adecuadas –aunque a la vista de lo que pasa en Ucrania parece que no serían peores que las rusas, si descontamos las nucleares a las que antes nos referimos–, pero desde luego no será por falta de dinero en relación con el que invierte la amenaza que se esgrime. Lo que tiene que hacer la Unión Europea no es gastar más, sino poner en común sus recursos para utilizarlos mejor y aprovechar las sinergias derivadas de la unión, además de crear su propia estructura de mando y fuerzas para no depender necesariamente de su poderoso aliado trasatlántico, salvo en casos excepcionales.
Más gasto no equivale a más seguridad
No soy de los que piensan que hay que prescindir de los ejércitos, y que así reinaría la paz. Eso me parece pensamiento mágico. La humanidad está aún lejos de la madurez necesaria para llegar a una concordia global que haga imposible la violencia, aunque ese deba ser nuestro objetivo irrenunciable. Para que la violencia entre naciones o grupos organizados desapareciera, habría que suprimir antes las fronteras, la acumulación de riqueza, el odio al diferente, el miedo, la avaricia, la ambición de poder. Porque esas son las causas de las guerras, no la existencia de los ejércitos; si no los hubiera nos pelearíamos con palos y piedras. Los ejércitos no empiezan las guerras, solo las llevan a cabo bajo las órdenes del poder político.
Ni Hitler o Mussolini, ni Roosevelt, Churchill o Stalin eran militares, ni Putin ni Netanyahu lo son. Mientras existan agresiones de un pueblo contra otro, y es evidente que siguen existiendo –Ucrania, Gaza–, será necesario disponer de medios organizados para disuadir, si se puede, y si no, detener, a cualquier agresor, sin dejar de hacer todo lo posible -y más- para no tener que utilizarlos nunca. Los ejércitos solo desaparecerán cuando el grado de civilización humana los haga innecesarios, como desaparecieron la Inquisición o la esclavitud.
Tampoco creo que se pueda improvisar un ejército. Las armas modernas necesitan mucho tiempo para ser diseñadas, producidas y puestas en servicio. Un batallón de tanques o una escuadrilla de cazas con sus tripulaciones no se compran en el supermercado. Hasta un país aparentemente poco amenazado y con un ejército semipermanente como Suiza gasta en defensa 668 euros per cápita frente a los 415 que gasta España. Mientras existan riesgos, es necesario tener un mínimo de fuerzas permanentes, suficientes para garantizar la seguridad y soberanía de un país o una organización, que puedan aumentarse en caso necesario. Entonces, ¿necesitamos las armas o no? Tal vez la cuestión no es si necesitamos las armas, sino si estamos haciendo algo para no necesitarlas en el futuro, y cuántas necesitamos en el presente.
Los conceptos clave son proporcionalidad, sensatez, y rigor. Hay que estudiar cuidadosamente a qué amenazas podríamos enfrentarnos en un futuro previsible, bien individualmente o con nuestros socios europeos. Es ridículo intentar comparar a la UE, que se pretende una potencia pacífica y normativa, con EEUU, que tiene fuerzas, bases y flotas en todo el mundo, y desde luego no todo lo que Washington considera una amenaza, es una amenaza para Europa. Una vez definidas la amenazas que nos afectan, es obligado insistir en que lo primero que hay que hacer es ver de qué manera se pueden desactivar por medios pacíficos: políticos, económicos, diplomáticos, culturales.
Cómo se puede distender, transformar el enfrentamiento en cooperación. Si, a pesar de ello, el riesgo subsiste, debemos estudiar qué es lo mínimo que necesitamos para hacerle frente con garantías de éxito en el caso de que se produzca una agresión. Y solo entonces podremos determinar lo que es imprescindible y no tenemos, o no es suficiente, o hay que renovar y, en consecuencia, acordar el gasto necesario para superar nuestras vulnerabilidades, siempre considerando las que podrían ser subsanadas eventualmente por nuestros socios.
Lo que no tiene sentido es señalar arbitrariamente un porcentaje de gasto sobre el PIB para defensa como el 2%, que ha fijado la OTAN. ¿Por qué no el 2,4 o el 1,8? Tampoco vale decir que hay que aumentar el gasto, porque es insuficiente. ¿Insuficiente para qué? ¿En qué se basan estos planteamientos? Cualquier gasto público debe ser justificado exhaustivamente, y más cuando se trata de un gasto no productivo, que detrae recursos de otros gastos sociales más acuciantes para la población. No sirve decir que crea puestos de trabajo, la misma inversión en otros sectores crearía los mismos trabajos o más. Es imprescindible que sepamos exactamente qué es lo que se necesita y cuánto cuesta. Por supuesto, es imposible que esa necesidad sea igual en todos los países, ni tampoco en el tiempo.
En un país puede ser necesario renovar sus aviones de combate, y su gasto en defensa subirá consecuentemente durante el tiempo que dure esa renovación para volver después a las cifras anteriores, y en otro no hará falta porque ha sido renovada recientemente, pero puede que dentro de dos años haga falta un aumento puntual para renovar parte de la flota de vehículos. Establecer el mismo suelo de gasto para todos, durante todo el tiempo, es la mejor prueba de que esta propuesta no tiene fundamento técnico, es solo una forma de aumentar la inversión en defensa –que va fundamentalmente a la compra de armas– sin considerar seriamente las razones que llevan a ello. Tener más armas no significa estar más seguro, como se demostró con los ataques a las torres gemelas del 11 de septiembre de 2001, que asestaron un duro golpe a la primera potencia militar del mundo.
La paz es posible
Por supuesto, todo el mundo tiene derecho a defenderse si es agredido, pero la obligación de los responsables políticos no es trabajar para ser más fuerte que el vecino, o el posible oponente, ni para ser capaz de causar más destrucción que él. Esa es una carrera loca hacia ningún sitio, solo conduce a una escalada que no tiene ni puede tener fin. La dirección debe ser justamente la contraria: puedes dejar claro que te defenderás si eres agredido, pero estás obligado a hacer todo lo necesario para que el posible adversario adquiera progresivamente conciencia de que tú no le amenazas ni supones ningún peligro para él, y de que va a tener la posibilidad de desarrollarse en paz y prosperidad sin necesidad de pelear. Si ambos toman ese camino, nunca habrá guerra entre ellos. Y esto es posible, como demuestra la historia.
¿Alguien se imagina ahora una guerra entre Francia y Alemania? Porque en el siglo que terminó hace poco se enfrentaron en dos, extraordinariamente crueles. Lo que ha pasado es que ambos países no sienten ya que el otro les amenaza, y han perdido a su vez el interés en amenazar al otro. Han creado confianza entre ellos, y han descubierto que les va mejor cooperando que peleando. ¿Por qué no se puede hacer lo mismo entre EEUU y Rusia, o entre israelíes y árabes, o entre las dos Coreas, o en cualquier otro lugar donde la violencia pueda prosperar? Una cooperación amistosa y productiva entre Rusia y Ucrania, o entre la República Popular China y la República de China (Taiwán), haría probablemente irrelevantes las fronteras a medio plazo –como lo ha hecho en Europa–, y aumentaría el bienestar de ambas partes, rebajando la tensión y haciendo innecesario el rearme continuo.
La explicación de que hay dirigentes locos o megalómanos es demasiado simplista; un dirigente o un pequeño grupo poco pueden hacer si no tienen detrás a sus pueblos. Por supuesto, se puede manipular a la opinión pública, a poco que cooperen los medios de comunicación. El miedo es el sentimiento más fácil de despertar, y el egoísmo también. Es verdad que, a veces, hay intereses contrapuestos que pueden conducir al enfrentamiento. Pero siempre se puede intentar hacer compatibles o complementarios esos intereses, antes de llevarlos al límite. ¿Hay algún interés más importante que la paz? Tal vez lo haya para ciertas minorías que tienen algo que ganar –poder, dinero– con la guerra, pero no para la mayoría que ha de sufrir la muerte, el dolor y la destrucción que siempre trae consigo.
Es esa mayoría la que tiene que decir, en las urnas, en los medios, en las calles, que no queremos más guerras, que no queremos más armas. Que queremos definitivamente la paz.