Hubo un día, no tan lejano, en que, cuando una mujer era agredida sexualmente, no denunciaba el hecho ante la Policía y raramente se lo contaba a nadie. Sucedía que cuando iba a las autoridades y contaba los hechos, o nadie la creía, o bien la humillaban riéndose de ella o diciéndole que por qué se había vestido así de provocativa, o por qué razón había ido a esa fiesta o en qué estaba pensando cuando fue con aquel hombre que no era de su condición social, raza, etc. Cualquier excusa era buena para no creerla, o bien culpabilizarla de los hechos si eran evidentes. Sólo si la violación iba acompañada de lesiones físicas salvajes, decidía el sistema moverse por fin. Y entonces empezaba —aún empieza— el calvario de interrogatorios reviviendo lo sucedido, debiendo además la mujer convivir con el miedo a las represalias del denunciado.
Este patrón de inhibiciones de la autoridad que debe protegernos se produce cada vez que, en el fondo, esa autoridad no comparte las razones de la persecución delictiva. Se banalizan los hechos, se culpabiliza a la víctima y se cae en la pereza administrativa producto de la falta de convicción de que aquello sea un hecho tan grave como para ser delito. Han hecho falta muchísimo tiempo, esfuerzos, incomprensiones y aguantar malas caras para que recientemente hayan empezado a cambiar las cosas de manera decidida.
Pues bien, hay otro ámbito delictivo en que está sucediendo exactamente lo mismo que antaño —aún hoy a veces— que con las agresiones sexuales: el acoso escolar. Existe una conciencia demasiado extendida y tradicionalista de que son cosas de críos que tienen que gestionar entre ellos porque forman parte de su aprendizaje. Se considera que tienen que “aprender a defenderse”, y se ve que la mejor manera, en la opinión de tantas personas, es que actúen como chimpancés rivalizando por la jerarquía del grupo, o como soldados a los que, preparándoles para las penalidades de una guerra, se les instruye con humillaciones y malos tratos para “curtirles”.
A estas alturas de la historia, reproducir esos esquemas en los colegios, a veces por acción y la mayoría por omisión, no solamente es que ya no tenga la más mínima razón de ser, si es que alguna vez la tuvo, sino que consentir denigraciones entre estudiantes menores que serían delito entre adultos no es más que una vulgar complicidad del personal de los centros educativos que se inhibe ante estos hechos, o bien no hace absolutamente nada para evitar que sucedan. Parece mentira que después de las masacres acaecidas en EEUU derivadas de casos de acoso, así como de las lesiones físicas y psíquicas que a veces conducen a los suicidios, todavía haya quien se resista a ver en todo ello un problema en el que se puede y se debe intervenir.
De ese modo, los niños pasan por traumas que les producirán inseguridades que les durarán toda la vida. Los que tuvieron la fortuna de no ser acosados, pero vieron en su niñez casos de acoso participando en ellos o mirando hacia otro lado, probablemente querrán quitarle importancia para no tener que recordar aquellos años en que les faltó valentía, o bien se comportaron como psicópatas con simples finalidades lúdicas o de autorreafirmación.
Sin embargo, los acosados no podrán olvidar aquellos años en que sentían miedo al ir a la escuela y tener que convivir con aquellos acosadores que les humillaban, les agredían, les rompían o robaban sus cosas o hasta abusaron de ellos sexualmente. Recordarán aquello y sentirán temor cada vez que conozcan a un grupo nuevo de personas. Creerán que se van a reír de ellos, sentirán inseguridad al tomar la palabra y pensarán que no es interesante nada de lo que tengan que decir, o que no sabrán expresarlo de la manera adecuada porque, tal y como les hacían ver falsariamente aquellos antiguos compañeros, son unos inútiles. Y así, de un modo u otro, hasta el fin de sus días, por más refuerzos positivos que reciban.
Los colegios no pueden seguir inhibiéndose. Deben crear protocolos antiacoso parecidos a los programas de prevención de delitos que ya tienen muchas empresas para evitar que se produzcan en su seno hechos punibles no tan fáciles de detectar. Por otra parte, los tribunales deben activarse de una vez en la lucha contra este fenómeno ancestral, declarando la responsabilidad, al menos económica, de los colegios cuando se produzcan casos de acoso que pudieron haberse evitado. Pueden y deben hacerlo.
Sólo así se acabará de una vez esta lacra. Los colegios deben establecer sistemas de información, control y vigilancia, también actualmente en las redes. Y no se diga que es difícil. Cualquier acosado, antiguo o actual, sabe, o recordará, que hay y había profesores en cuya presencia o simple cercanía jamás se producían los acosos. Era solamente la cobarde o indolente inhibición de demasiados docentes la que favorecía las humillaciones y la impunidad, o incluso popularidad, de los acosadores.