“El rey emérito, don Juan Carlos, abandona España voluntariamente”. Esta frase, desde hace unas horas, ha corrido dentro y fuera de nuestras fronteras —será por las fechas en las que estamos— como el relámpago de una gran tormenta de verano.
El antiguo monarca, como todos los mortales, tiene la libertad plena de circular y residir donde desee, siempre que, lógicamente, cumpla con los requisitos exigidos legalmente en el lugar de destino. Sin embargo, esta libertad puede verse comprometida por la investigación a la que el Rey emérito está sometido, en este momento, por la Fiscalía del Tribunal Supremo.
Estas diligencias en las que está trabajando el Ministerio Público pueden desembocar en el archivo de las mismas o en la interposición, por parte de aquél, de una denuncia o querella si el fruto de esa investigación arroja, inicialmente, la posible comisión de hechos con relevancia penal por parte del rey.
El rey Juan Carlos goza, al igual que todos los justiciables que son sometidos a la acción de la justicia ante los tribunales españoles, de todos los derechos fundamentales y de todas y cada una las garantías que le brinda nuestra Constitución y la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Uno de esos derechos es el de la presunción de inocencia, que hay que respetar durante todo el procedimiento de investigación de la fiscalía y, en su caso, de los órganos judiciales.
En el primer escenario, archivo por el Ministerio Fiscal de las diligencias de investigación, el problema se acaba y el rey emérito podrá disfrutar de su estancia lejos de nuestras fronteras. Por el contrario, si, como consecuencia de la denuncia o querella del Ministerio Fiscal o, incluso, de un tercero, los jueces incoaran un procedimiento penal contra él, su situación personal —y aunque finalmente se decretase el sobreseimiento o se dictara sentencia absolutoria— podría inicialmente cambiar sustancialmente. Desde ese momento, el monarca emérito pasaría a ostentar la condición de investigado y estaría sometido y sujeto a las limitaciones personales que el tribunal penal le impusiera.
A partir de ahí, en este segundo escenario, el interés de la investigación judicial primaría sobre el derecho a la libertad de circulación y de residencia del rey emérito, que ya ha ejercido. Así, el juez instructor deberá ponderar todos los elementos en juego, especialmente la intensidad de los elementos incriminatorios —que, en su caso, evidenciará la investigación judicial— frente a los riesgos de que la ausencia física del investigado de nuestro país pudiera atisbar su elusión de la acción de la justicia o la obstaculización de la misma. Su abogado ya ha adelantado, con indudable acierto, para evitar a su cliente males mayores, que éste, residente ya fuera de España, está y estará a disposición del Ministerio Fiscal para la práctica de las diligencias que sean necesarias. Lógicamente, se supone y se entiende que esa disposición se extiende a los jueces, para el caso de que el rey emérito alcance la condición procesal de investigado.
Por ello, en el marco de una posible investigación judicial, el derecho a la libertad deambulatoria que unilateralmente ha ejercido el monarca emérito, tendría que autorizarlo el correspondiente juez instructor. Sea cual sea la pretensión del rey Juan Carlos, la última palabra sobre su residencia le corresponderá al juez. Éste decidirá, aplicando criterios de proporcionalidad, desde la vigencia de la presunción de inocencia y todas las garantías del juicio justo, si la instrucción judicial aconseja que el investigado permanezca en territorio español o pueda residir, con las cautelas pertinentes, fuera de nuestro país.
Cada caso judicial es un mundo y cada caso obedece a circunstancias concretas y específicas. Pero no hay que olvidar que la casuística judicial —sólo hay que leer, ver y escuchar diariamente los medios de comunicación— permite afirmar que muchas personas acusadas ante nuestros tribunales de hechos de semejante naturaleza y entidad se han visto sometidas a importantes medidas cautelares personales, como la de prohibición de abandonar nuestro territorio u otras de mayor gravedad.
También es cierto que la cooperación judicial penal entre los Estados de la comunidad internacional y, especialmente, entre los Estados miembros de la Unión Europea, ha cambiado considerablemente. En los últimos tiempos, aunque con ciertas limitaciones, se permite el control judicial, en terceros países, de los investigados y acusados ante nuestros tribunales nacionales. Pero también es una realidad que aquellos justiciables que se han sustraído a la acción de la justicia han sido objeto de procedimientos de extradición o de órdenes europeas de detención y entrega.
Confiemos en que el Estado de destino del rey Juan Carlos —que se ignora cuál es en el momento de escribir estas líneas de urgencia—, mantenga con España tratados de cooperación penal que permitan, si se abre el procedimiento judicial, culminar con eficacia la investigación. Por encima de voluntades unilaterales, el imperio de la ley aplicado por los jueces será el que prevalezca.