Hoy, 28 de junio, se cumple el décimo aniversario de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya. Aquella sentencia supuso la ruptura del pacto constitucional entre Catalunya y el Estado. Pero no solo eso, también supuso una fractura emocional de una buena parte de catalanes y catalanas con el resto del Estado. Últimamente hablamos a menudo de lawfare, pero si nos fijamos bien, hace 10 años ya lo sufrimos. No es nuevo. Es recurrente la degradación democrática que practica la derecha a través de la judicialización de la política.
Hoy el país se enfrenta al reto de la crisis provocada por la COVID-19. La emergencia sanitaria sigue latente y ha llevado a una emergencia social que viene combinada con desafíos anteriores a la pandemia, como la crisis climática, el crecimiento de las desigualdades sociales, las violencias machistas o el agotamiento del modelo productivo basado en la precarización de las condiciones laborales.
Pero el conflicto político no ha desaparecido. La existencia de presos y presas, exiliados y exiliadas nos lo recuerda. La situación, sin embargo, es diferente a la de años atrás. En el Estado hay un gobierno con voluntad de diálogo, y el processisme ha fracasado.
El agotamiento de la fórmula de gobierno JXCat-ERC es ya una realidad reconocida por todo el mundo, consecuencia de la lucha sin fin por el liderazgo, pero también del agotamiento estratégico del independentismo que apostó por la vía unilateral. Antes de la pandemia ya era evidente que los planteamientos del president Torra de volver a repetir un referéndum unilateral no iban a ninguna parte y que su compromiso de hacer república durante esta legislatura ha quedado en nada.
Lejos de repetir fórmulas del pasado o quedarse anclados en la nostalgia, ahora se trata de afrontar el futuro y dar soluciones. Todo esto solo será posible con la construcción de un nuevo catalanismo que permita articular mayorías sociales anchas para hacer frente a los desafíos que tenemos como país en el corto y el medio plazo. Y también de contribuir a los avances sociales y democráticos en el Estado. Por eso, no necesitamos bloques ni confrontación. Necesitamos sentarnos a dialogar y a trabajar por unos objetivos compartidos.
El catalanismo que propongo está basado en los principios republicanos de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Un nuevo catalanismo con fuertes raíces populares en nuestro país, que tiene que liderar la reconstrucción con una nueva economía y trabajar por una solución federal plurinacional.
Un catalanismo basado en la mayoría social trabajadora, que tiene que poner en el centro la igualdad social y el feminismo y que tenga como gran objetivo blindar los derechos de la ciudadanía: unos servicios públicos sanitarios, educativos y de cuidados universales y de calidad, una vivienda digna y la erradicación de la pobreza. La pandemia ha generado un sentido común mayoritario en la sociedad contrario a los recortes y a la mercantilización de los servicios públicos, que hay que traducir en políticas públicas.
Todo esto solo será posible con una fiscalidad justa y progresiva, con un nuevo modelo productivo y con unas instituciones limpias de corrupción. No podemos volver a la vieja economía del suelo y del ladrillo, que lo fía todo a los regalos fiscales y a la desregulación del mercado de trabajo para atraer inversiones internacionales. Hace falta un fuerte liderazgo público para impulsar una reindustrialización basada en la digitalización y la transición ecológica, en las energías renovables, la economía circular, la eficiencia energética, la movilidad sostenible y la fiscalidad verde. Una nueva economía más democrática, con unas pymes y una economía social más fuertes, que no dependa de los oligopolios y que avance hacia una mayor soberanía energética, industrial y alimentaria. Una economía del bien común.
Un catalanismo que trabaje por el reconocimiento de la realidad plurinacional de España y de la singularidad nacional de Catalunya y su voluntad de mayor autogobierno, al tiempo que se avanza desde la modernización del Estado en un sentido federal. Es el momento de la fraternidad entre los pueblos, también para hacer frente a la crisis, y de las soberanías compartidas. Hace falta un catalanismo que se implique en la gobernabilidad del Estado, al construir mayorías progresistas y al buscar alianzas para lograr un Estado en red y equidad territorial ante el modelo centralista y neoliberal de las élites económicas ubicadas en Madrid.
Hace falta un catalanismo municipalista porque los ayuntamientos son un pilar fundamental del autogobierno y del desarrollo del país y requieren más competencias y una mejor financiación.
Y hace falta un catalanismo inclusivo, que pasa por la liberación de los presos y las presas, y por la definitiva desjudicialización del conflicto, el abandono definitivo de cualquier tentación unilateral y la apuesta decidida por soluciones políticas negociadas. También desde el reconocimiento que es la ciudadanía de Catalunya quien tiene la última palabra, con su voto, sobre las soluciones que se acuerden sobre el futuro de Catalunya. Siempre sin pedir que nadie abandone sus legítimos objetivos políticos.
Este nuevo catalanismo puede ser el pegamento de una nueva mayoría de izquierdas en Catalunya, que apueste nítidamente por el diálogo. Es evidente que los objetivos finales de las fuerzas políticas progresistas, sobre la relación Catalunya-España, son diferentes, pero pueden ser coincidentes las políticas para hacer frente a la crisis social, ecológica y sobre todo coincidimos en que el único camino para resolver el conflicto político es el diálogo y la negociación.
Durante los meses de la crisis sanitaria se han ido conformando varios consensos sociales que ahora tenemos que concretar en un nuevo contrato social, con el apoyo de grandes mayorías que nos permitan avanzar.