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En otro país

Una granada es una cosa pequeña y, si no estalla, su desactivación es apenas un incidente. Al menos si la granada cae desde ninguna parte y en abstracto, como una fruta de un árbol pintado. Pero si cae en España, en Madrid, en el año 2019, en un centro de menores, con 52 diputados de Vox en el Parlamento y además se minimiza en general en nuestros medios de comunicación, se puede decir sin exagerar -sin exagerar un pelo- que es lo más grave que ha ocurrido en este país en los últimos diez años. No estoy hablando de sus consecuencias materiales, felizmente nulas, si se las compara con -por ejemplo- el atentado yihadista de Barcelona en 2017; ni de su relevancia directamente política, incomparable con -por ejemplo- la sentencia del Supremo sobre Catalunya. Pero es lo más grave que ha ocurrido porque lo más grave que puede ocurrirle a un país es cambiar de consistencia moral y de personalidad cultural. Parafraseando una frase famosa en otro umbral, la granada en el centro de menores de Hortaleza ha sido un pequeño paso para un hijo de puta y un gran salto para todos los españoles.

Analizando los resultados del 10N decía en un reciente artículo que lo de menos era tener o no tener gobierno e incluso cuál fuera este gobierno; que lo más importante es que, con sus resultados, habíamos cruzado un umbral sin retorno. Desde hace un mes vivimos, en efecto, en otro país, uno nuevo que voltea el que parecía estar fraguándose a partir del 15M y que convierte la España tolerante, solidaria, anti racista, feminista, fresca y olvidadiza en la que creíamos vivir en una España de otro tiempo, muy en línea con la Europa destropopulista, pero con rasgos propia y trágicamente “españoles”. Se dirá que ese país negro existía ya reprimido bajo las luces y que no ha hecho otra cosa que salir a la superficie. Es posible. Pero es que hay una diferencia política mayúscula entre un discurso reprimido y un discurso expandido; esa diferencia, de hecho, es lo que llamamos “política”. Si la política ha cambiado, si España se ha transformado radicalmente en pocas horas es justamente por eso: porque lo reprimido ha tomado el Parlamento y, a poco que nos descuidemos, tomará las calles. No hay que olvidar que los votantes “reprimidos” que han votado a Vox antes votaban otra cosa o se abstenían; y en las encuestas sentían vergüenza de mostrarse machistas o racistas; y hasta se sentían buenos y orgullosos de creerse tolerantes y modernos En esa “des-represión” o desinhibición hay mucho de construcción. No hay tres millones y medio de “fascistas” en España y conviene repetirlo muchas veces si no queremos caer en el juego de Vox. Pero puede haber muchos más votantes no fascistas de Vox si caemos en él, reforzando el victimismo rebelde de sus simpatizantes.

¿Cómo ha ocurrido? Del modo más sencillo. En una sociedad en la que la gente no sabe qué pensar ni qué significan las cosas ni quién tiene realmente el poder ni cuánto tiempo nos queda, y en el que por tanto es fácil anclar las certidumbres en viejos atavismos (nacionales o excluyentes), un partido político nos dice desde una tribuna pública “sin complejos” lo que todos pensábamos sin saberlo. Lo decisivo aquí es el carácter “público” de la tribuna; que ese discurso estuviese acantonado en Foro Coches o en las costuras de internet era más irritante que preocupante; pero que saliera de ahí, y se extendiera a mucha buena gente (que defiende valores y no violencias), tiene que ver con su naturalización política. Eso ha pasado muchas veces antes y con iguales resultados. En condiciones de inseguridad vital (y nacional) un friki fantasioso encuentra un hueco y revierte el “sentido común” a tanta más velocidad cuanto más “autorizado” se siente y más errores cometen sus oponentes. Lo he dicho muchas veces: las instituciones tienen que ser políticamente correctas y el arte, la literatura y el sexo políticamente incorrectos; cuando se confunden estos niveles o se invierte su relación tanto la vida pública como la privada corren peligro.

En nuestro caso -como en todos- los errores han sido también decisiones políticas. La derecha (que se reprimía democráticamente, pues eso es la democracia: represión no policial) abrió el campo a Vox sumándose, por razones electoralistas y contra la amenaza izquierdista, a su discurso incendiario; y en él sigue, incapaz incluso de condenar en la Asamblea de Madrid el virtual infanticidio de Hortaleza. Los medios de comunicación, por motivos comerciales o partidistas (nuestro país es el único en el que los medios sólo hacen periodismo si es compatible con los intereses de los partidos que defienden), abrieron el campo a Vox como una opción razonable mientras demonizaban CDRs y estigmatizaban a Maduro o a Evo Morales. En cuanto a la izquierda, mitad por irresponsabilidad mitad por enconamiento endogámico, abrió el Parlamento a Vox repitiendo una elecciones que, al mismo tiempo, la han debilitado. En definitiva, cuando muchos confiábamos en tener una tregua nos encontramos con un combate. No estoy muy seguro de que ninguna de las fuerzas nombradas (derecha, izquierda y medios de comunicación) estén capacitadas, suponiendo que todas quieran hacerlo, para frenar a la ultraderecha. El “gobierno de coalición”, si se materializa, es un “alivio”, pero tanto como lo es el hecho de rascarse después de haberse metido desnudo en un campo de ortigas por propia voluntad.

La granada del centro de menores de Hortaleza forma parte de este combate. Se ha cruzado un umbral. Es un gesto pequeño pero no insignificante. Significa que, por mediación de un discurso político homologado (y con representación parlamentaria), algunos frikis que decían locuras en las costuras de internet han decidido “pasar al acto”: han decidido convertirse en hijos de puta. Claro que ese objetivo concreto, y no hay que olvidarlo, había sido señalado por la propia campaña de Vox, pero lo preocupante es este “paso al acto”, y ello con independencia del blanco elegido y sus consecuencias. Porque este “paso al acto” revela ese “cambio de país” al que me refería y contribuye además, como ocurre con todo acto violento, a acelerar su transformación. Las palabras públicas acumulan la leña; los actos privados la incendian. Lo vimos en la Alemania nazi y lo hemos visto en la Italia de Salvini. Todo “paso al acto” tiene un efecto a un tiempo multiplicador y polarizante del que es muy difícil retroceder. Podemos estar seguros de que habrá más.

Si España ya no es una tregua, habrá que saber cómo librar el combate. De entrada habrá que tener mucho cuidado con lo que decimos en público. Se hubiera podido evitar la irrupción política de Vox y parlamentariamente habrá que utilizar todos los recursos y triquiñuelas legales para que ocupe el menor espacio posible (entre otros, materializando el alivio del gobierno de coalición). Los medios de comunicación, por su parte, deberían asociar su visibilidad inevitable al cuestionamiento y la discusión. Pero Vox está ya ahí, nos guste o no, respaldado por tres millones y medio de votantes que -insisto- no son ideológicamente “fascistas”, que -insisto- creen estar defendiendo a sus familias y a su país y que -si aceptamos el marco democrático- habrá que procurar que voten a otra cosa la próxima vez. Los votantes, por supuesto, son responsables de sus votos; no considerarlo así sería tratarlos con displicencia harto elitista. Pero el voto es una acción puntual en la que se vierten factores subjetivos muy diversos y volátiles; entre un votante y un partido político de ultraderechas hay la misma relación -permítaseme este símil extremo- que entre el hombre que dispara una vez una pistola y el fabricante de armas. Una persona acalorada puede disparar un revólver si lo encuentra encima de la mesa en plena discusión, pero quien lo ha puesto encima de la mesa, con cálculo e interés, es el fabricante de armas. No se puede convencer a un fabricante de armas de que renuncie a su negocio, pero sí a un hombre acalorado de que suelte un cuchillo o de que no compre un fusil.

Tener mucho cuidado con lo que decimos quiere decir básicamente tener en cuenta esta diferencia. No me gusta que se use el concepto de “cordón sanitario”, expresión clínica que considera al oponente político un virus o un proceso infeccioso. No me gusta que se use sin cuidado el término “fascista”, que no sabemos lo que quiere decir y que en España, por razones históricas, es más disuasivo que persuasivo en términos de movilización y alerta. Ese es el marco que busca Vox, el de la confrontación, en el que la izquierda tiene todas las del perder. El nuestro es el del debate: no dejar ningún dato falso sin desmentir, ningún argumento falso sin discutir, ningún acaloramiento sin enfriar. Ya sabemos que tenemos razón; ahora tenemos que convencer de ello a los que creen tenerla votando a Vox o a los que podrían votar a Vox en el futuro porque la izquierda les da miedo, tiene demasiada razón o desdeña explicar sus posiciones. No deberíamos renunciar a ningún gesto que silencie a Vox ni a ninguna palabra que llegue hasta sus votantes.

Lo grave de la granada lanzada en el recinto del centro de menores de Hortaleza es que no cae de un árbol ni cae en abstracto. Lo grave es que fue lanzada hace meses en un país y cae hoy en otro país distinto. Lo grave es que -como demuestran las reacciones de la derecha y de muchos de nuestros medios- hay mucha gente con poder que se siente más cómoda en él que en el tolerante, solidario, antirracista, feminista, fresco y olvidadizo que estamos dejando atrás.