Los papeles de Pandora o los dos sistemas fiscales
Se hizo célebre hace unas décadas la frase atribuida por una empleada a la multimillonaria Leona Helmsley, propietaria de una cadena hotelera de lujo de Nueva York, en el curso del proceso que contra esta se siguió por fraude fiscal. “Los impuestos solo los paga la gente corriente”, habría dicho.
Lo más inquietante de la fanfarronada no era su cinismo, frecuente entre no pocos millonarios, sino que en gran medida describiera la realidad y que, aun peor, fuese premonitoria del incesante aumento de la injusticia de los sistemas tributarios en los países industrializados. La magna revelación de los que hace unas semanas se conocieron como Papeles de Pandora supone una nueva demostración –y ya van unas cuantas– de algo que es mucho más que un mal económico, de una enfermedad que desacredita la democracia entera.
Como imaginarán, después de más de 30 años de ejercicio profesional en la Hacienda Pública española, no espera uno grandes terremotos políticos y sociales por el hecho de que los datos vuelvan a constatar lo que todo el mundo como mínimo sospecha. Las reacciones, por otra parte, han venido siendo las ya acostumbradas en ocasiones similares. Tras el anuncio inicial, día tras día van desvelándose, en un goteo al que cada vez se presta menor atención, los nombres de las personas célebres que parecen haber recurrido a diferentes formas societarias y entramados para ahorrarse impuestos, y cada tribu se emplea a fondo en defender la honradez de los suyos y explotar la culpabilidad de los adversarios. Entre tanto, una ciudadanía mayoritariamente anestesiada o enfervorecida por otras pasiones menos prosaicas presencia con creciente indiferencia lo que es ni más ni menos que la exposición a plena luz del saqueo masivo y desvergonzado de la riqueza de toda la sociedad, perpetrado sin pudor ni arrepentimiento por algunos de nuestros más felices ídolos culturales e incluso por quienes cobran para proteger el bien común precisamente de los mismos impuestos que eluden.
Y todas las veces, sin excepción, rebrota una corriente de pensamiento infame que justifica el saqueo sobre la idea de que las sociedades modernas se han convertido en asfixiantes infiernos fiscales en los que el Estado estrangula la iniciativa de los individuos dotados de espíritu de empresa. Ya se dijo, hace bien poco tiempo, cuando afloró la huida frecuente de millonarios youtubers a Andorra y se alegó que podrían ser retenidos, lo que redundaría en beneficio de todos, si se les redujera la factura fiscal lo suficiente como para que les compensara quedarse.
En realidad, los youtubers se limitan a hacer lo que otros millonarios a los que se tiene por más respetables venían haciendo desde siempre. Y la pretensión de evitarlo reduciéndoles el pago de impuestos queda tan rotundamente desmentida por las cifras que cuesta creer que nadie informado lo proponga en serio.
Andorra cuenta con un marginal máximo de IRPF del 10%, más de cuatro veces inferior al español; dispone de un tipo general en el tributo equivalente al IVA del 4,5% frente al 21% de nuestro país y el gravamen del Impuesto sobre Sociedades es del 10%, con la particularidad de que están exentos de tributación los dividendos que en España pueden llegar a pagar hasta un 26%, algo muy apetecible para los acaudalados contribuyentes que aspira a atraer el país vecino y útil en el usual recurso a las sociedades interpuestas de sus asesores fiscales. Hablamos de los tres impuestos que aportaron cerca del 86% del total de ingresos tributarios a las arcas públicas españolas en 2019, el último ejercicio anterior a la pandemia, 182.163 millones de euros sobre 212.808 millones. Una fiscalidad como la andorrana es posible en un pequeño país con menos de cien mil habitantes que apenas ha de gastar en servicios e inversión pública, depende para buena parte de sus necesidades de la vecindad de países mayores y acoge a un elevado porcentaje de millonarios que aun con gravámenes muy reducidos contribuirán por cuantías muy altas al fisco. Sin embargo, a economías como la francesa o la española las conduciría a la quiebra en pocos meses.
Y nos referimos a un país que ya no está oficialmente considerado como paraíso fiscal y a opciones de tributación perfectamente legales. Nadie que sepa de lo que habla lo ignora. Si se propone la rebaja de impuestos como respuesta a la evasión fiscal es con el menos confesable propósito de aprovechar la sangría para reducir la contribución proporcional de los ricos al bien común también en el interior de nuestros países. El objetivo es que los millonarios puedan seguir evadiendo, como hasta ahora, y además paguen menos en sus países de origen. Si pueden conseguirlo todo, ¿por qué no tenerlo todo? Esa es la máxima en realidad.
La confusión, muy a conciencia alimentada, estriba en entender que cuando hablamos de paraísos fiscales o de sociedades interpuestas para escapar al fisco estamos refiriéndonos a hechos al margen del sistema. Y esa confusión favorece la solidaridad con los defraudadores de una buena porción de sus víctimas, de aquella gente corriente que, a pesar de padecer la pérdida de bienestar consecuencia inequívoca del fraude, soporta también un sistema tributario de una complejidad apabullante, que les abruma y del que no pueden zafarse. Razón por la cual admiran a quienes sí lo han hecho.
Lo cierto es que hablamos de dos caras de un mismo sistema, aunque de tan dispares efectos sobre los contribuyentes que aparentan ser dos sistemas distintos. Un sistema que de un lado ofrece vías de fuga a quien dispone de renta suficiente para aprovecharse de ellas y, sobre todo, para comprar los adecuados servicios de asesoría, y de otra parte puede ser implacable con la inmensa mayoría menos afortunada.
El mayor volumen con diferencia de pérdida de ingresos fiscales procede de operaciones que aprovechan huecos de la propia ley, o conducen a dilatados y complejos procedimientos de revisión administrativa y judicial de resultado incierto, o bien incurren en muy bajo riesgo de ser detectadas y liquidadas por la Hacienda Pública. Lo más triste de la realidad actual es que cuando alguno de los personajes aparecidos en los Papeles de Pandora asegura que sus acciones son legales no es improbable que lleve razón. Y en ello radica la quiebra democrática del sistema.
No es que haya propiamente diferencias de trato en la ley. Cualquiera puede constituir una sociedad patrimonial que administre sus bienes, pero si tu nivel de renta no es lo suficientemente alto acabarás perdiendo dinero. Todos podemos marcharnos a Andorra, aunque a muchos la decisión nos supondría perder nuestra fuente de ingresos en España. Y los grandes despachos de asesoría fiscal no desdeñan a ningún cliente siempre que pague sus cuantiosos honorarios. El conjunto lleva a una vulneración flagrante del principio de capacidad económica consagrado en la Constitución, porque en la realidad, aunque no sea así en la letra de la ley, las vías de elusión se encuentran al alcance de una minoría, la misma que para colmo posee mayor capacidad de determinar el sentido de los cambios legales. No solo porque entre los defraudadores haya destacados políticos, lo que de por sí es grave, sino por la fuerza que de hecho otorga el dinero para presionar a gobiernos y hasta a bloques de Estados.
He defendido en otros artículos, y es lo que creo, que esta realidad puede cambiarse, si bien el grado de podredumbre hace que las reformas deban ser de bastante más calado que quedarse en un tipo mínimo global en Impuesto sobre Sociedades. Ahora bien, el primer paso para la esperanza es que la inmensa mayoría de la ciudadanía, la gente corriente, muestre su más hondo desprecio por quienes impúdicamente la saquean y exija –exijamos– la justicia fiscal como condición ineludible de la democracia.
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