Patronal, salarios e ilusiones financieras
Hace unas semanas levantó bastante polvareda la propuesta del señor Antonio Garamendi de que los trabajadores percibieran no sólo el que se denomina salario neto, sino también el importe de la retención de IRPF y todas las cotizaciones sociales, tanto las correspondientes al trabajador como las que se pagan por cuenta de la empresa, para que luego fuese el mismo trabajador quien se encargara de efectuar los ingresos en el Tesoro Público. El objetivo sería, dijo, que los trabajadores adquiriesen conciencia del coste real de su salario.
El verdadero propósito de la sugerencia se encuadra dentro del persistente ataque a los sistemas tributarios que venimos presenciando de unos años a esta parte, dentro de una guerra más general de derribo de los restos del Estado social. Ni siquiera creo que se proponga en serio. Es improbable que la patronal ignore que la ejecución técnica de suprimir las retenciones fiscales en la fuente ocasionaría tal elevación de costes de gestión y menoscabaría de tal modo la eficiencia del sistema, que llevaría al Estado a la quiebra, lo que en nada aprovecharía a las empresas, desde luego.
Se están invirtiendo millones en campañas mediáticas y publicitarias que presentan los impuestos como una losa asfixiante para la ciudadanía. El deterioro creciente de los servicios públicos desde luego les ayuda, y la izquierda y el movimiento obrero deberían entender que o son capaces de reconstruir un robusto tejido de servicios comunitarios esenciales o estarán derrotados. Lo mismo cabría decir de la erosión de la progresividad. No se puede pedir que la gente desembolse cerca del 30 por ciento de sus ingresos de manera permanente si el retorno que viene del sector público se reduce a modestas transferencias para evitar que los muy pobres mueran de hambre y a alguna que otra regulación o subvención de precios, en tanto la sanidad, la educación o los transportes públicos se caen literalmente a pedazos, o mientras resulta bien visible la facilidad con que las grandes fortunas eluden el fisco.
Pero habría, a mi juicio, otras dos lecturas de la idea sobre las que quizá ni su autor haya reparado.
Para empezar, la propuesta patronal solamente es concebible, de manera tácita o explícita, si se parte de la noción marxista de salario. Concretamente, de aquella que se expone en la sección sexta del libro primero de 'El Capital'. El presidente de la CEOE habló de la totalidad de los costes salariales y, unos días después, un análisis de abierto apoyo a la iniciativa firmado por Ricardo T. Lucas para Expansión llevaba por título 'El Estado no quiere que el trabajador sepa todo lo que se queda de su sueldo'. Afirmación que carecería de sentido si se refiriese en exclusiva al que se tiene por salario bruto (lo que percibe el trabajador más la retención de IRPF y su cotización social). Primero porque todas las cantidades retenidas e ingresadas en el Tesoro por cuenta del trabajador se consignan en su nómina. Segundo, porque el mismo Garamendi incluye en la propuesta las que se consideran cotizaciones por cuenta de la empresa.
Así pues, todo es salario, que de esta forma vendría a definirse, de acuerdo con Karl Marx, como el nombre especial dado al precio de la fuerza de trabajo que usual, y erróneamente, se llama precio del trabajo. Cuando un empresario contrata a un trabajador por el salario mínimo sabe que ha de pagar en torno a 1.700 euros mensuales, (el que se tiene por salario en sentido estricto más el tercio aproximado de cotizaciones sociales empresariales). Al empresario le da lo mismo entregar todo el dinero al trabajador que una parte al trabajador y otra a Hacienda, a la Seguridad Social o a una mutualidad. Para él todo es precio, para él todo es salario. En otras palabras, es parte del capital que destina a comprar la disposición temporal de la capacidad de trabajo de sus empleados, denominada por Marx capital variable, por contraposición al capital constante, porque tras el proceso de producción reproduce su equivalente y un excedente por encima de él al que se conoce como plusvalía.
Entendido esto así, la diferencia entre cotización empresarial y cotización del trabajador supone en gran medida una ficción jurídica sin contenido económico y la totalidad del coste de las pensiones resultaría estar financiándose con una parte del salario de los trabajadores. Aún más, cada rebaja de las cotizaciones empresariales supondría una rebaja encubierta y fraudulenta de salarios, salvo que los ingresos del trabajador se incrementaran en el importe exacto de la rebaja. ¿O el señor Garamendi quiere, caso de que se entregara todo el coste laboral al trabajador, que las rebajas de cotizaciones sociales menguaran sus ingresos? Uno ha de ser coherente con lo que propone.
Si no soportáramos al parásito del Estado, le vendría a decir la patronal a los trabajadores, ambos nos beneficiaríamos: vosotros cobraríais salarios más altos y nosotros incrementaríamos nuestros beneficios. No dice, naturalmente, que se reducirían los fondos destinados a la educación y la sanidad que de otra manera los trabajadores no podrían permitirse, o directamente al pago de pensiones que garantizan una vejez digna; ni que el aumento del beneficio empresarial se detraería de esa pérdida de derechos de los trabajadores sin que éstos ni mucho menos recuperasen en forma de salario líquido cuanto en salud y educación perdieran.
Y hay aún otra derivación importante.
La propuesta presume que la forma en que se recaudan algunos impuestos oculta al contribuyente la carga fiscal que soporta. Y esto es cierto como hecho general. Lo denunció hace más de un siglo el economista italiano Amilcare Puviani en su obra 'Teoría de la ilusión financiera', de la que en 1972 el Instituto de Estudios Fiscales sacó a la luz la única edición en castellano que conozco.
Pero el señor Garamendi se equivoca al apuntar a los tributos en los que esto sucede; ni el IRPF ni las cotizaciones sociales adolecen de opacidad alguna; serán más o menos justos, escasos o excesivos, pero diáfanos: representan un porcentaje de nuestros ingresos. Lo contrario sucede con los impuestos indirectos. Y no ya porque para la inmensa mayoría de nuestras compras cotidianas no se nos expida factura. Aunque dispusiéramos de factura de todos nuestros gastos, ¿quién sabe qué porcentaje de sus ingresos mensuales representa el IVA de la totalidad de sus compras?
Si la propuesta del señor Garamendi se aplicara al IVA y, en lugar de sernos repercutida la cuota del tributo por el peluquero o por el ferretero, Hacienda anotara todas y cada una de nuestras compras y nos cobrara el total de IVA a final de mes, saltaría a la vista que no sólo no es un tributo progresivo, sino que ni siquiera es proporcional. Su impacto es radicalmente regresivo. Un ejemplo extremo lo probará. Una persona que gane 1.000 euros al mes precisará de sus ingresos íntegros sencillamente para sobrevivir. Si supusiéramos un tipo único de IVA del 21% para simplificar el supuesto, estaría aportando al fisco más del 17% de todo lo que gana. Otra persona que ganase un millón mensual, no llevaría mal tren de vida si gastara 50.000 euros al mes. Ésta pagaría por IVA poco más del 0,8% de sus ingresos (el 17,35% de sus 50.000 euros de consumo). Así pues, ganando mil veces más que el primero y consumiendo 50 veces más pagará 20 veces menos impuesto. A lo que habrá que añadir que, dado que el IRPF privilegia las rentas de capital sobre las de trabajo, también tributará mucho menos por el rendimiento adicional que obtenga de su ahorro.
En esto consiste la ilusión financiera. Hemos admitido todos pacíficamente que el sistema tributario es más o menos progresivo, o al menos proporcional, porque en conjunto hay un peso similar de impuestos directos e indirectos, porque el tributo directo que más ingresos públicos aporta es también el más progresivo y porque tomamos a los indirectos por tributos aproximadamente proporcionales. Pero lo son sólo respecto a su base, que es la renta consumida, no respecto a la renta ganada, que es la que de verdad refleja nuestra capacidad económica.
Se trata de una ficción que conviene a la clase dominante y que articula el Estado, según nos avisó Puviani tan temprano como en 1903.
De lo que podríamos deducir que sí cabría aliviar la carga fiscal de la clase trabajadora y de las capas más modestas de la población sin, además, reducir los fondos destinados a bienes y servicios públicos. Bastaría con la nivelación completa en tributación directa de rentas de capital y de trabajo, la rebaja sustancial de impuestos indirectos y un aumento equivalente de los directos, amén de un gran incremento en la tributación de grandes patrimonios y rentas.
Si el señor Garamendi está dispuesto, ¿por qué no?
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