La polémica que ha surgido en los últimos días alrededor de la ganadería, no por oportunista y electoralista, es menos pertinente. Quizá el momento político no sea el idóneo, ya que nos encontramos en un inicio de año electoral cargado de polaridad y crispación, de mensajes simplistas y falsos, de exabruptos en las redes sociales y consignas en los medios de comunicación que pueden hurtar de la sociedad una decisión colectiva fundamentada, en un tema clave como el modelo de alimentación.
La decisión de cómo producir y distribuir alimentos accesibles, sostenibles, seguros y sanos, y también cómo esta producción y consumo debe afectar a nuestra calidad de vida. La realidad del sistema alimentario y de los alimentos de origen animal es muy compleja en nuestro país y además de la alimentación afecta directamente a la gestión del territorio, la despoblación, el abandono, los usos del suelo y la conservación de la naturaleza. Sea el momento adecuado o no, se trata de un debate vital de cara al futuro, que se debe abordar de forma amplia y participada, escuchando atentamente a los ganaderos y ganaderas, empatizando con sus dificultades e intentando comprender sus reivindicaciones. También, entendiendo el escenario en el que se desarrolla la actividad ganadera y asumiendo la complejidad de una realidad que trasciende cualquier polémica que pretenda polarizar estrategias forzosamente flexibles y basadas en la participación del conjunto de la sociedad, y, en primer lugar, de las personas productoras.
Dicho esto, es importante recalcar que la ganadería extensiva per se, sin necesidad de compararse con otros modelos, constituye una actividad vital en nuestro sistema alimentario y territorial. A estas alturas ya se han difundido ampliamente las diferentes razones por las que es necesario contar con la presencia de ganado extensivo en la mayoría de la superficie de nuestro país. No obstante, hay ciertas prioridades que no están recibiendo la atención que merecen por parte de los poderes públicos, y esta desidia está empujando al cierre y al abandono a muchas explotaciones que aportan un gran valor añadido al conjunto de la sociedad. Abordar estos aspectos resulta imprescindible cuando se plantea una estrategia de futuro para las producciones alimentarias de origen animal, que demanda una presencia adecuada en nuestros campos tanto de animales domésticos como de las personas que los atienden.
Los diferentes paisajes ibéricos, desde los bosques más recónditos hasta los espacios periurbanos, incluso los cultivos o los humedales son, o han sido, territorios pastoreados, modelados a diente de cabras y ovejas. Muchos de ellos incluso dependen de esta actividad para mantenerse en buenas condiciones y, sobre todo, pueden conservarse y regenerarse a partir de la labor ecológica de un pastoreo bien planificado y bien ejecutado.
Además, la ganadería extensiva utiliza como alimento materiales vegetales que, de otra manera, no pueden aprovecharse y se acumulan en los ecosistemas. En nuestros veranos, cada vez más secos debido al cambio climático, esta acumulación eleva el riesgo y la intensidad de los incendios, incrementando la vulnerabilidad de los paisajes y sus habitantes. Una buena parte de esta materia vegetal debe ser retirada del ecosistema para mantenerlo en buen estado de salud. Esto solamente lo pueden hacer los herbívoros a través de la ganadería extensiva, porque no tenemos capacidad económica para hacerlo de otra manera, y porque los mecanismos que usa la naturaleza (los grandes herbívoros salvajes), no pueden funcionar de forma autónoma en paisajes tan intervenidos y fragmentados como los nuestros.
El abandono del pastoreo y otras labores tradicionales en una sociedad cada vez más urbanizada, conducen inexorablemente a la degradación paisajística. Un pastoreo mal dirigido también puede ser perjudicial, pero nada comparable con secuelas del abandono, la fragmentación y el cambio en los usos del territorio. La pena, y la esperanza, es que la combinación de las lecciones aprendidas de nuestros mayores y los avances en el conocimiento científico de las últimas décadas, hacen del pastoreo una herramienta óptima, aunque minusvalorada, de cara a frenar el deterioro de suelos y paisajes y facilitar su restauración. La rica cultura pastoralista nos muestra un camino hacia la sostenibilidad y la regeneración, tanto en la producción de alimentos de origen animal como en el manejo del territorio y en el propio futuro productivo del medio rural.
Hablando de este futuro productivo, tan importante como el papel territorial es el papel socioeconómico de la extensividad. El pastoreo produce alimentos básicos de gran calidad, reduciendo la necesidad de insumos externos y de grandes inversiones, sólo a partir de hierba, ramas, hojas y vegetales que el territorio produce de forma sostenible. Tiene, por tanto, un rendimiento económico claro e innegable. Pero la falta de rentabilidad se ha convertido en una barrera infranqueable, produciendo un goteo de pequeñas explotaciones que abandonan, cierres por jubilación sin relevo generacional, jóvenes emprendedoras que se rinden en brazos de un empleo por cuenta ajena, renunciando a su auténtica vocación. Esta aparente contradicción se debe a que el pastoreo se ve obligado a producir bajo unas reglas amañadas que no diferencian su producción, no tienen en consideración la calidad de sus productos, no aprecian los servicios que prestan al conjunto de la sociedad y les hunde en una maraña burocrática y sanitaria en la que solo aquellos negocios con tamaño suficiente para contratar gestores especializados pueden, eventualmente, sobrevivir. Y por si fuera poco, los sucesivos gobiernos han ido cerrando las oficinas de extensión agraria que prestaban un magro apoyo a los ganaderos y agricultores, sustituyéndolas por el consejo interesado de los agentes comerciales de las grandes casas de agroquímicos. Aun así, las pequeñas ganaderías de pasto constituyen uno de los pocos negocios todavía factibles en el medio rural y una de las pocas actividades ligadas al territorio que permite, y exige, vivir en él.
El pastoreo genera riqueza y calidad de vida y se mantiene en base a una elevada intensidad de mano de obra que genera más empleo y de mejor calidad que otros modelos productivos. Hay ejemplos de éxito en nuestro país que muestran cómo rebaños reducidos de 100 vacas o menos pueden sacar adelante a una familia, o incluso dos o tres si se le acopla una quesería artesanal o una iniciativa turística. Eso sí, en situaciones de saturación del mercado, como sucede en el caso de la leche, la apertura de grandes instalaciones hiperindustrializadas significa el cierre inmediato de muchas pequeñas, expulsadas del mercado, no por falta de rentabilidad sino por puro abuso, a menudo respaldado por un apoyo político insensible ante el vaciado rural.
La sociedad es responsable de cómo se cuida y se gestiona su territorio, y para ello es imprescindible que haya personas establecidas en él, cuidándolo, vigilándolo, restaurando el paisaje y protegiendo sus valores. Lógicamente, estas personas necesitan una alternativa de vida digna, y la ganadería extensiva todavía puede proporcionársela. La apuesta social por este modelo de producción ganadera debe ser decidida y audaz. Y no hace falta hacer trampas ni mendigar ayudas. La principal condición necesaria es un terreno de juego equitativo: unas normas sanitarias y productivas que reconozcan las peculiaridades de la ganadería extensiva, su interacción con la naturaleza y su interdependencia con los procesos ecosistémicos; una diferenciación clara de sus productos que permita a consumidores y consumidoras elegir y apoyar sus productos en la cesta de la compra; un apoyo público decidido a su labor social y ambiental y, qué menos, que un poco de empatía con las personas que cada día se esfuerzan para que sigamos disfrutando de unos alimentos de primera calidad y que además generan beneficios colectivos que alimentan nuestro futuro común.