Hace no mucho, fila tras fila, las estanterías de los supermercados del Reino Unido –normalmente repletas de tomates y otros alimentos frescos– quedaron vacías. Fue una caída del modelo de supermercado, construido sobre una economía 24 horas, enfocado en proporcionar de todo en abundancia todo el tiempo.
Fue también un recordatorio de que los alimentos y el resto de “cosas” de nuestra economía no caen del cielo, sino que exigen mano de obra (a menudo explotada), energía y recursos físicos, además de contaminar el planeta. Un planeta que ha sobrepasado muchos de sus límites físicos y que se enfrenta cada vez más a los límites humanos: en número, edad, energía y tiempo.
El sistema económico y político actual ha tocado techo. El informe más reciente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) deja claro que necesitamos grandes e inmediatas respuestas para dar salida a esta 'policrisis'. Lo cual exige un cambio fundamental en nuestra relación con la naturaleza, como señala la Agencia Europea de Medio Ambiente.
Pero esto no significa un empeoramiento de nuestro nivel de vida, si exploramos cómo es realmente una vida sana y de calidad. El sistema actual nos priva de sabor, alegría y tiempo. Puede que, por lo general, tengamos a nuestra disposición tomates frescos las 24 horas del día, pero suelen ser de una o dos variedades, sin que el sabor sea la prioridad.
La diversidad de nuestros cultivos se ha desplomado desde principios del siglo XX en detrimento de nuestra salud (como deja claro nuestro creciente conocimiento de las bacterias intestinales) y de la naturaleza. El tomate rojo de invierno es un fracaso de la imaginación y un simulacro de alimento.
También lo es el coche privado, que domina nuestras ciudades y su planificación. Promovidos por las grandes corporaciones (que hace décadas, en EEUU, compraron las compañías de tranvías para cerrarlas, reduciendo nuestra capacidad de elección), los coches ofrecen una falsa promesa de libertad individual.
Los anuncios muestran grandes todoterrenos que sobrevuelan montañas y chapotean en lagos. En realidad, la mayoría están aparcados, atascando nuestras ciudades o atrapándonos en atascos.
Por el contrario, una red de transporte público amplia y eficiente, junto con carriles bici seguros y extensos, ofrece opciones reales de desplazamiento y más tiempo libre. Verdadera calidad de vida.
Por supuesto, necesitaremos algunos coches eléctricos, pero no una sustitución 1:1 de los actuales dinosaurios mecánicos. Ni Europa ni el mundo podrán soportar la extracción de litio en España, Portugal o Serbia, ni las mega fábricas de baterías en Hungría o Chequia, para nutrir los coches “ecológicos”.
Una característica esencial de la sociedad del hiperconsumo es la abundancia de la escasez. Las grandes corporaciones nos presentan cosas en las que nunca habíamos reparado como si fueran un déficit y, por tanto, una necesidad. Pero esto es una fantasía, al igual que la última superproducción de Hollywood (que probablemente incluya mucha publicidad encubierta). Cada vez trabajamos más, sudamos el planeta con más dureza y más velocidad, para perseguir objetos que no nos satisfacen.
Hay cosas que ofrecen ahorro de tiempo, pero el tiempo no se puede comprar, sólo se puede vivir. Y nadie se acuesta en su lecho de muerte y gime: “Ojalá hubiera pasado más tiempo en la oficina”. Es uno de los motivos por los que la semana laboral de cuatro días sin rebaja salarial ha prendido en el Reino Unido. Otras naciones son más avanzadas en este sentido, o nunca cayeron de forma tan profunda en el modelo estadounidense de vivir para trabajar, en lugar de trabajar para vivir.
Parte del tiempo de vida recuperado se podría dedicar a construir sociedades humanas sanas, donde la gente tenga la oportunidad de reunirse para reflexionar, desarrollar innovaciones sociales, cultivar sus propios alimentos y prestar cuidados a quienes los necesitan.
El modelo de una sociedad de consumo no sólo está fracasando desde el punto de vista medioambiental, sino también social. La crisis del coste de la vida significa que incluso los insípidos tomates, y desde luego los relucientes todoterrenos, están fuera del alcance de cada vez más personas. Nuestra sociedad ha concentrado la riqueza en unas pocas manos, y desde los chalecos amarillos hasta el resto de la población francesa, movilizada en los últimos meses contra la reforma de las pensiones, los ciudadanos están demostrando que ya no aguantan más.
Las alternativas, que se engloban bajo los nombres de decrecimiento o post crecimiento, imaginan otro tipo de economía. Una que lucha por una buena vida para todos dentro de los límites planetarios. En el congreso de tres días Beyond Growth 2023, organizado por el Parlamento Europeo, activistas por el decrecimiento se sentarán junto a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, así como junto a eurodiputados de cinco familias políticas diferentes, organizaciones de la sociedad civil y sindicatos.
Nueva Zelanda puede guiar nuestro camino: su presupuesto se guía por el “marco de los estándares de vida”, que tiene en cuenta por igual el impacto del gasto en el medio ambiente, el bienestar humano y la prosperidad. Otros lugares han adoptado “la economía del donut”, un modelo desarrollado por la economista Kate Raworth, como guía para vivir dentro de los límites planetarios y satisfacer al mismo tiempo las necesidades humanas.
La ciudad holandesa de Utrecht ha planificado un barrio sin coches para más de diez mil habitantes. Estos ciudadanos disfrutarán de espacios colectivos y parques infantiles, aire puro y una excelente red de carriles bici y transporte público en sus proximidades. El modelo de Raworth es también la columna vertebral de ciudades como Ámsterdam, donde se han destinado 26 millones de euros a parques y zonas verdes, o Bruselas, donde las empresas pueden acceder a un Fondo de Transición Económica para avanzar hacia prácticas sostenibles.
A nivel nacional, también hay algunos ejemplos incipientes en Europa que muestran un cambio sutil en el diseño y en la narrativa política, como los billetes de tren de 49 euros de Alemania (que forman parte de un plan de transporte público de bajo coste) o los debates en España y Bélgica en torno a la reducción de la jornada laboral.
La democracia tiene que estar en el centro de esta transición. Hoy, las corporaciones –la mayoría de las veces corporaciones oligárquicas– tienen el control. En el cambio a un sistema de aprovisionamiento, los servicios públicos juegan un papel fundamental.
Volviendo a las estanterías de los supermercados británicos, en algunas tiendas se podía leer una nota que decía: “Por favor, compre sólo lo que necesite para que todo el mundo tenga un poco”. Esta es una noción crucial de la narrativa del decrecimiento: la suficiencia. Sólo necesitamos cierta cantidad y, al tomar únicamente esa cantidad, cuidamos de los demás. Según el reciente informe del IPCC, las medidas relativas a la demanda, en ámbitos como la movilidad y la agricultura, podrían conducir a una disminución del 60% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero.
Imaginemos que pudiéramos no sólo poner un tope a las emisiones de gases de efecto invernadero, sino también reducir, con un tope, los alquileres de la vivienda de unos niveles especulativos irracionales a una cifra razonable. Ello permitiría a la gente trabajar menos horas, tener tiempo para cuidar de sus seres queridos y comprometerse con proyectos comunitarios. Pensar más allá del crecimiento consiste, en primer lugar, en imaginar más allá de las ideas arraigadas y superar los intereses creados. En última instancia, se trata de que las comunidades co-diseñen un futuro saludable, rico en cuidados y compasión, en gusto y tiempo, bajo en explotación y pobreza.