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Lo que aprendí como psicólogo tratando a un violador en la cárcel

Uno, dos, tres y hasta cuatro perímetros concéntricos de seguridad protegidos por puertas, algunas de grosor insólito, y vigilados desde refugios blindados, hasta llegar al aula taller. Fuera, es febrero de 2018. 

Durante todo 2017, he realizado mis prácticas del grado de Psicología en un Centro de Inserción Social para reclusos y reclusas en tercer grado, así que estoy acostumbrado a los muros, a no poder entrar y salir del recinto sin que personal de vigilancia me franquee el acceso. Pero la prisión en régimen cerrado es otra cosa. 

Estoy citado con un recluso para elaborar su historial criminológico psicosocial. En la sesión grupal preparatoria del programa de reeducación para agresores machistas es, de todos los internos, el que se ha mostrado más hosco y me lo han asignado por eso. Del grupo de personas voluntarias soy el único hombre y tenemos comprobado que, en esta clase de díadas, la reactividad psicológica es menor. 

Manuel (todos los nombres son ficticios) es un español alto, apuesto, deportista, profesionalmente bien situado, que viste bien conjuntado incluso en la cárcel y se expresa con un lenguaje elegante. A solas, sonríe, coleguea conmigo, busca mi complicidad. He tenido ya muchas veces esta sensación incómoda: soy un hombre, ergo soy de los suyos. Mi privilegio masculino. 

Después de recoger datos sobre sus antecedentes familiares y personales (no hay malos tratos en la infancia ni historial delictivo previo ni abuso de sustancias: adiós, estereotipos), entramos en el núcleo de la entrevista, que es el delito que le ha traído a prisión. No experimenta incomodidad al relatar que, yendo en el coche, discute con su pareja y le asesta un puñetazo en el pecho. Luego, al llegar a casa, ella “accede” a mantener relaciones sexuales. No entiende que más tarde, mientras duerme, su pareja haya llamado a la policía, y esta acuda y le detenga. No entiende por qué lleva dos años y medio en prisión. 

Vuelvo a preguntarle por ciertas partes de su narración, a ver si percibe sus propias contradicciones. Admite que toda su vida ha cosificado a las mujeres, admite la violencia inmediatamente previa, pero no admite la violación. He visto esto demasiadas veces: reconocer hechos “leves” a cambio, tácitamente, de que tú aceptes su versión sobre el delito más grave. Así funciona el sofisticado sistema de contrapesos morales de los agresores machistas.

El problema es que no admitir el delito sitúa al sujeto en lo que, según el modelo de Prochaska y DiClemente, se denomina estado de precontemplación: como no entiende que su conducta constituya un problema, se niega a iniciar el proceso de modificarla. Y por eso resultan tan lesivos para este grupo de población (pero sobre todo para sus víctimas, pasadas y, ay, futuras) las reacciones negacionistas como las que se han producido en el caso de 'la manada': además de victimizar secundariamente a la víctima, con consecuencias psicológicas a menudo tanto o más graves que la propia agresión, sabotean todo el proceso de reinserción. Paradójicamente, el peor enemigo de un machista preso es el machista libre cuyos mensajes le impiden progresar; cuyos mensajes, de hecho, han contribuido a difuminar, hasta hacerlos indistinguibles, los límites de su propia conducta. Claro que Manuel no entiende por qué está en prisión. Vive en ese torpor conceptual sobre las relaciones heterosexuales que promueve el machismo día a día en la barra del bar, desde la pantalla del televisor, en los comentarios de los lectores a las noticias de violencia machista. 

A la salida, comento las dificultades del caso con las compañeras. Beatriz, que nunca pierde el optimismo, sale descompuesta de su entrevista. Un condenado por pederastia. La víctima, una niña de 13 años de su entorno inmediato con la que se ofuscó “solo cinco minutos”. Laura no trae mejor cara: doble asesinato por motivos “pasionales”. El recluso lamenta las consecuencias. Sobre todo para sí mismo. 

No voy a continuar. No debo. Se me han agotado todas las reservas de la aceptación positiva incondicional que Carl Rogers postuló como actitud básica del terapeuta. Probablemente, porque soy un hombre y porque ya no puedo soportar más que, incluso en prisión, me traten a mí con más deferencia que a mis compañeras que vienen a ayudarles. Porque, mientras el machismo exista, yo también tengo el privilegio masculino. 

Y tú, lector, también.