Hace unos siete años publiqué aquí una propuesta que creía que tenía –y hoy sigo pensando que tiene– dos cualidades: es relevante en sí misma y es un test o examen de si nuestra calidad democrática progresa a buen ritmo o no. La propuesta es: debemos y podemos clarificar mejor los conocimientos, los intereses, los sesgos y el papel de divulgador o de investigador científico que en cada noticia periodística sobre ciencia tiene el supuesto experto que la valora. Aquí la ‘ciencia’ incluye a la medicina y a la salud pública, ciencias y profesiones que durante la pandemia estamos viviendo de formas particularmente insólitas y, a menudo, problemáticas.
Como saben, a menudo una noticia sobre un tema científico se publica acompañada de unos breves comentarios de un supuesto experto. Las mayúsculas del nombre de éste y de su institución, su cargo o posición (catedrático u otra) no solo suelen parecer naturales, equívocamente, sino que son buscadas con ahínco por el periódico o medio que ha decidido dar la noticia; una decisión que a menudo se toma con prisas y dudas. Natural.
El comentario del experto debe ser competente, riguroso, sobrio y bien comprensible. Y debe ofrecer al lector una perspectiva, un contexto: ¿es para tanto como dicen los autores del estudio o de la nota de prensa motivo de la noticia? ¿tiene tantas implicaciones? ¿el estudio replica o refuta un hallazgo anterior relevante? Parece sencillo y menor pero no lo es: actuar de experto exige conocimientos, ética y coraje. Flaco favor hacen a los lectores y a la calidad democrática los expertos y los medios de comunicación que no cumplen esas cualidades.
En ocasiones el recurso al experto parece o es perejil, ornamental, estético. Alguna vez el periodista que me ha llamado para que le comentase como experto un hecho o una noticia científica se ha reído cuando le he preguntado si quería un comentario en serio o solo me necesitaba como perejil para un plato ya cocinado. Se ha reído porque se trataba de lo segundo. Nada trágico.
A menudo con el comentario del experto el medio periodístico quiere dar autoridad o legitimidad a la noticia. Otras veces es lo contrario, busca relativizarla. O curarse en salud, no meter la pata, dar una cal y otra de arena. Y busca un experto que le dé lo que busca.
Todo ello resulta interesante para quienes creemos –o queremos creer– que el nivel periodístico, ético y científico del tratamiento mediático de los temas científicos es importante para la calidad de nuestra democracia y para nuestra calidad de vida. Un tratamiento que en los últimos lustros en España ha experimentado un notable cambio a mejor, en la prensa y en las redes (tan imbricadas, una y otras). Por supuesto, el cambio ha sido imperfecto, como ocurre con toda actividad humana socialmente significativa.
En medicina y en epidemiología, por ejemplo, no es sencillo sacar conclusiones sobre relaciones causa-efecto; así, sobre la eficacia de un tratamiento o sobre el riesgo que conlleva una exposición ambiental. Efectuar inferencias causales exige a menudo integrar conocimientos de varias especialidades y niveles de estudio (niveles microbiológicos, clínicos, sociales, ambientales). Una manera de hacerlo es escuchar cómo integran esos conocimientos quienes saben no de una sino de varias especialidades; o especialistas distintos. Es pues importante que el periodista pregunte a especialistas de otras especialidades, distintas de la del estudio que va a comentar; es útil que no sólo pregunte a los colegas, amigos o adversarios de los autores del estudio. Un buen especialista en Medicina Interna u otro buen médico clínico es casi siempre la mejor opción: a menudo podrá ofrecer un juicio ponderado sobre la posible relevancia clínica del hallazgo. ¿Será tan útil como dicen?
Dar una perspectiva rigurosa sobre la posible utilidad clínica y poblacional del hallazgo es esencial para evitar falsas promesas, engaños, ansiedad, gasto injustificado. Pues el sosiego y la honestidad son esenciales para la calidad de vida, para la calidad mediática y democrática ¿no?
La presencia mediática de la ciencia no debe generar falsas expectativas sobre la utilidad clínica de un producto, ni falsas alarmas o seguridades sobre los riesgos ambientales que ha observado una investigación. Falsas para los pacientes, familiares, profesionales clínicos, Administración, ciudadanos en general y, por si fuera poco, falsas para la propia ciencia: científicamente falsas. Sí, ocurre. Cometen esos errores «expertos» incompetentes en medicina o en salud pública, por ejemplo; y personas competentes en ellas pero con sesgos o conflictos de intereses. Incluso expertos con reconocimiento científico internacional.
Hay criterios para actuar, pero no hay recetas unívocas. Vaya, pues. La democracia y la ciencia, es lo que tienen. Pero el objetivo es muy atractivo: que no se exagere ni empequeñezca la eficacia y la seguridad de un nuevo fármaco o vacuna, o las de una nueva técnica de exploración, diagnóstico o pronóstico. Que no se inflen, banalicen o desprecien los hallazgos sobre las causas ambientales, socioculturales o tecnológicas de las enfermedades humanas.
En España y actualmente, los sesgos ideológicos (que conciernen a la actividad científica) de expertos, organizaciones científicas, empresas y medios de comunicación todavía son poco analizados. Hay cierto miedo. A meter la pata, quizá. A valorar si ciertos reyezuelos científicos van más o menos desnudos.
Dos ejemplos. Primero, suelen denostarse sin razón los estudios observacionales y ensalzarse de forma igualmente acrítica los estudios experimentales. Cuando al menos desde las últimas dos décadas muchísimo trabajo científico del máximo nivel internacional ha mostrado cómo unos y otros son necesarios, interrelacionados y complementarios. En medicina, epidemiología, salud pública y muchas otras disciplinas y profesiones los hallazgos de los estudios observacionales son a menudo tan válidos e importantes como los de los estudios experimentales.
Segundo ejemplo de sesgos. A veces los modelos causales probabilísticos se consideran de segunda categoría y los modelos deterministas, de primera. Cuando los modelos causales probabilísticos no son menos causales por ser probabilísticos. En medicina. En epidemiología. En economía. En física. Un factor de riesgo no es menos causal por ser probabilístico.
Como avanzaba, todo esto no es algo puramente técnico, pues hay considerables intereses en juego. Intereses materiales (del profesional, del medio de comunicación o de la red y sus financiadores), pero también los egos y el prestigio de individuos e instituciones (estas suelen redactar buena parte de las notas de prensa, con tendencia a exagerar la importancia del estudio). Intereses ideológicos, psicológicos, cognitivos o de otra índole. La infodemia –epidemia de informaciones– que tan famosa se ha hecho durante la pandemia viene de lejos.
De modo que el coraje, la profesionalidad o la ética individuales no lo son todo. Las culturas sociales más dominantes, las reglas de las empresas periodísticas y de las organizaciones científicas, la calidad democrática, ética y mediática de una sociedad ayuda más o menos a que sea alto o no tanto el correspondiente nivel –democrático, ético y mediático– del comentario del experto. Ambas cosas se influyen mutuamente. Desgraciadamente, a algunas personas y medios, incluso honestas y progresistas, estos temas les parecen técnicos, sencillos, irrelevantes. Democráticamente, éticamente y mediáticamente irrelevantes. Políticamente irrelevantes. Cuando son relevantes en sí mismos, son profundamente políticos y son un test o examen sobre el curso de nuestra calidad democrática.
Texto adaptado del libro Epidemiología cercana (editorial Triacastela, 2022)