La celebración del 6º Salón de las Tecnologías de Defensa y Seguridad Nacional en Madrid ha cosechado el rechazo de muchos colectivos sociales, de izquierdas y del propio Gobierno municipal de Ahora Madrid, y es una buena ocasión para recordar qué hay detrás de la guerra, ese “monstruo grande” que “pisa fuerte toda la inocencia de la gente”.
Si algo está preñado de cinismo es la guerra, cuya primera víctima es la verdad. A propósito de la incompetencia y desprecio por la vida de los seres humanos de los altos mandos de los distintos ejércitos implicados en la Primera Guerra Mundial -desde los alemanes a los británicos, pasando por los franceses o rusos-, el primer ministro británico, Lloyd George, le decía a un periodista de la época: “Si la gente supiera [la verdad], la guerra se detendría mañana mismo. Pero, por su puesto, ni la saben ni deben saberla” (El siglo de la revolución, de Josep Fontana).
Todos los gobiernos jurarán una y otra vez sobre la Biblia, el Corán, —o por Snoopy—, que no tienen otro objetivo que la paz. Sin embargo, la venta de armas es el tercer negocio a escala planetaria: 1,8 billones de dólares en 2014. Y la mayoría de ese dinero sale del erario público. Menos mal que su prioridad es la paz.
No es difícil calibrar que con esos recursos, que casi doblan el PIB anual del Estado español, se podría transformar la situación del planeta si se emplearan en combatir el hambre y garantizar el acceso a los alimentos, el agua, la sanidad, la educación. Pero eso iría contra la naturaleza del sistema económico que rige nuestras vidas, que sólo busca el máximo beneficio privado en el menor plazo posible.
Además, está el costo social y material de emplear ese armamento. Conflictos como el de Yemen, Sudán o Siria, que ha arrasado el país y obligado a emigrar a millones de personas -a quienes los gobiernos de la Unión Europea rechazan dar asilo, aunque eso les cueste la vida a miles y un infame peregrinaje a la inmensa mayoría-, sólo son la punta del iceberg del desastre social y medioambiental que supone la guerra en todo el planeta.
El Estado español tiene asignado al presupuesto de Defensa “sólo” 5.787,89 millones de euros. Pero un estudio más detallado saca a relucir que el conjunto del gasto militar casi llega a los 31.000 millones de euros, una cifra que supone el 2,7% del PIB y el 7,2% del presupuesto estatal. Con poco más de la mitad de ese dinero, 17.000 millones, se podrían haber evitado los recortes en Sanidad y Educación aplicados desde que empezó la crisis. Y sólo en la Enseñanza pública se han perdido 30.000 empleos de docentes, cuando en todo el sector de la industria militar trabajan algo menos de 20.000 personas.
Un estudio del año 2007 en Estados Unidos demostraba que por cada 1.000 dólares invertidos en Sanidad o rehabilitación de vivienda se creaba un 50% más de empleo que por la misma cantidad invertida en el ámbito militar. Y si esa inversión se llevaba a cabo en Educación o transporte público los puestos de trabajo creados doblaban con creces a los que se lograban con la inversión militar. Todo eso sin entrar a valorar que gastar en salud, educación o vivienda, es mucho más positivo para la sociedad que en la “industria” de la destrucción.
Las guerras no responden a una maldad innata al ser humano, sino a unos intereses materiales muy concretos y tangibles, que van más allá del negocio que resulta de su propia venta. Son la expresión más brutal de la lucha de las grandes corporaciones multinacionales, y de los Estados nacionales que las representan, por el control de los mercados y las fuentes de materias primas. No en vano, el “proteccionista” Donald Trump, pretende aumentar el gasto militar estadounidense en casi un 10%, el mayor aumento en 15 años. Y, evidentemente, no lo propone para defenderse de una invasión de Canadá o de México, sino para garantizar su capacidad de intervención militar en cualquier punto del planeta.
Eduardo Galeano, en una de sus obras emblemáticas, citaba al comandante de EEUU Smedley D. Butler, que en 1935 declaraba: “Me he pasado treinta y tres años y cuatro meses en el servicio activo, como miembro de la más ágil fuerza militar de este país: el Cuerpo de Infantería de Marina. Serví en todas las jerarquías, desde teniente segundo hasta general de división. Y durante todo ese período me pasé la mayor parte del tiempo en funciones de pistolero de primera clase para los Grandes Negocios, para Wall Street y los banqueros. En una palabra, fui un pistolero del capitalismo…” (Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano).
Hoy las cosas no han cambiado tanto, sólo la sofisticación del armamento empleado, por los pistoleros. Y los conflictos encuentran el terreno abonado en un mundo cada vez más desigual, marcado por una explotación creciente de la clase trabajadora y los campesinos pobres en todo el planeta, y un expolio suicida de los recursos naturales. Por eso, el rechazo al militarismo es inseparable de la lucha por los derechos sociales y el respeto al medioambiente. Para acabar con la guerra, hay que cambiar el sistema social en el que vivimos.