1. El alto precio de una investidura
El pasado sábado Mariano Rajoy fue reelegido presidente tras trescientos días de impasse. Una primera lectura podría deducir que se ha cerrado el ciclo de cambio político iniciado el 15 de mayo de 2011, que el nuevo Gobierno del Partido Popular supone una derrota de las expectativas políticas que se habían multiplicado en los últimos años y, particularmente, desde las elecciones europeas de mayo de 2014.
Sin embargo la conformación de gobierno por el PP, por lesiva que sea para nuestro país y su gente en el corto plazo, no debe ser tenida por una demostración de fortaleza de las élites tradicionales sino, al contrario, como un signo de su debilidad. El régimen de 1978 ha tenido que elegir, por primera vez, entre dos bienes igualmente valiosos: gobernabilidad y alternancia. El Partido Popular gana el Gobierno pero paga un precio altísimo: dejar malherido el bipartidismo. La estabilidad del sistema político de 1978 no derivaba de la unanimidad, sino de que la alternancia entre PP y PSOE construyera identidades políticas (en términos generales “izquierda-derecha” y quienes se ubicaban a sus respectivos márgenes) en torno a fuerzas que se pusieran de acuerdo en las grandes cuestiones pero discutieran enardecidamente en torno a sus concreciones.
Este reparto simbólico de posiciones no sólo construía una geografía política sino que marcaba también el límite de lo posible. Todo lo que quedaba fuera de ella era materia folclórica, de la historiografía o del código penal. Pues bien, esas dos fuerzas que ayer se turnaban, hoy se necesitan para conformar gobierno. Salvan la gobernabilidad pero hipotecan el pluralismo interno al régimen: este Gobierno, por tanto, está más solo, y vive con el riesgo permanente de abrasar a sus socios.
2. La disyuntiva del régimen: gobernabilidad vs estabilización
Este puede ser el hecho central de la legislatura que comienza: la fortaleza del Gobierno y la fortaleza del régimen no parecen fácilmente compatibles. Si la Triple Alianza se extiende a las grandes cuestiones, el Gobierno será más estable, pero a cambio de desgastar más y más a sus socios. Si, por el contrario, los socios de la investidura de Rajoy prefieren desmarcarse, el Gobierno vivirá en minoría y con una relación extremadamente complicada con el Parlamento, que podría ser una fuente de desgaste de un Ejecutivo atrincherado.
Cuanto más fuerte sea el Gobierno, más se estrechará el régimen. O fortaleza del Gobierno o estabilización del sistema de partidos. En esta legislatura va a haber cuestiones de calado –los próximos presupuestos, la sostenibilidad y reforma de las pensiones, la financiación autonómica, la relación entre Catalunya y el Estado o el nuevo paquete de recortes exigido por Bruselas que el Gobierno intentó postergar para no aplicar en elecciones– en los que esta disyuntiva se va a marcar con fortísima tensión.
El Partido Popular es quizás, de los tres partidos coaligados para la investidura, el que guarda más fortaleza orgánica e independencia de las presiones de los poderes oligárquicos. El PSOE ha sido en cierta medida intervenido por ellos, y es mucho suponerle a Ciudadanos una vida política autónoma, toda vez que ha elegido ser el partido de la coalición matrimonial entre PP y PSOE y de la oposición a Podemos, casi un dispositivo administrativo auxiliar del orden viejo.
3. Lo que queda fuera
El entendimiento que va a permitir hacer presidente a Mariano Rajoy ha requerido de una implosión en el PSOE y del fin de Ciudadanos como fuerza política capaz de seguir capitalizando una parte del descontento generado por el Partido Popular. No se da, por tanto, en condiciones de normalidad sino de excepcionalidad. Rajoy no es presidente por sus votos sino por la quiebra del sistema de partidos español tal y como lo conocíamos.
Pero este acuerdo no es una coalición de Gobierno, ni mucho menos una confluencia en torno a un solo “partido del poder”. Es algo más complejo y ambicioso: el intento de fundar un nuevo sistema de partidos y un nuevo horizonte de país. No es que los partidos firmantes, por acción u omisión, renuncien a sus diferencias. Es que deciden que sus diferencias internas articulan el pluralismo dentro de la restauración del orden viejo, y que más allá de ellas solo está la “política salvaje” de fuerzas con las que sería imposible cualquier entendimiento. No es que se borren todas las diferencias entre las partes integrantes del régimen, es que las subordinan a la causa aun mayor de su supervivencia como élite.
En la lengua de las élites viejas, “populistas e independentistas” son el afuera constitutivo de la restauración, lo que no cabe en el orden viejo, el “ellos” que permite trazar un “nosotros” entre los así llamados “constitucionalistas” –constitucionalistas que asisten incólumes, no obstante, a la ofensiva deconstituyente que modifica sin pasar por las urnas y en beneficio de los menos la constitución material de 1978–. No por casualidad, antes del golpe palaciego que terminó con Pedro Sánchez, Susana Díaz advertía sobre el que, en su opinión, era el mayor riesgo para el PSOE: comprar el discurso del “derecho a decidir” o “podemizarse” y, por tanto, poder conformar un Gobierno del cambio. La plurinacionalidad y la crisis de representación puesta en evidencia por el 15M como los dos abismos infranqueables para el régimen. Antes de ellos, el orden. Más allá de ellos, el caos.
El problema es que esas fuerzas demonizadas representan nada menos que 95 escaños de 350 en el Parlamento, 111 si contamos a los diputados socialistas que se mantuvieron en el 'no', fundamentalmente los catalanes y Baleares, lo cual es muy significativo. Posiblemente ese tercio del Congreso (mayor aún en votos) no tiene aún la fuerza ni el horizonte compartido como para encarnar un nuevo acuerdo social para las próximas décadas. Pero a buen seguro ningún acuerdo será estable ni duradero sin él. Quizás sí un gobierno, pero desde luego no una época política. Las élites han comprado tiempo, pero no han cerrado la crisis política en España –y mucho menos la social, la económica, la territorial o la ecológica–.
En términos sociales se ve de manera aún más clara y contundente que este acuerdo de gobierno se deja tanto fuera que no va a ser capaz de regenerar el orden en crisis. Casi 7 millones de votantes en toda España, los grandes centros urbanos –casi todos gobernados por las fuerzas del cambio–, la amplia mayoría de las generaciones nacidas en democracia y claramente de la población activa, las grandes mayorías de la ciudadanía de las naciones sin Estado, los sectores medios culturalmente más dinámicos y a menudo políticamente más influyentes.
El acuerdo que hace a Rajoy presidente, así, tiene poco que ofrecer en las brechas generacional y territorial de nuestro país. No puede ser la base de un pacto intergeneracional que proteja los derechos sociales, democratice la economía y haga sostenible el modelo productivo; tampoco el de un acuerdo que reconozca la plurinacionalidad y construya convivencia a partir de ella. Sin esos vectores, es claro que no puede alumbrar un nuevo acuerdo de país. La Triple Alianza congela momentáneamente el presente, pero es incapaz de proyectar una imagen de futuro.
A esto hemos de sumarle el prestigio decadente de las élites tradicionales, el efecto disgregador que tiene la corrupción en los aparatos estatales, la fractura de la confianza social por la desigualdad creciente, la escasa disponibilidad y dinamismo de una nueva generación de “intelectuales del régimen” y el desgaste en la credibilidad de una parte de los voceros de este cierre en falso de la crisis política.
La hegemonía no tiene tanto que ver con la exclusión del adversario como con su integración subordinada, no es cancelar las diferencias sino articularlas y ordenarlas jerárquicamente. Todo régimen necesita un “afuera”: lo que no cabe en la normalidad, lo que es imposible o indeseable. Pero los regímenes democráticos necesitan además articular un pluralismo interno que oxigene la vida política, genere estímulos para la mejora y estructure las preferencias y las adhesiones, en equilibrios cambiantes, dentro de cauces que no impugnen las cuestiones nucleares del régimen, sobre todo su construcción y atribución de sentido.
Un bloque histórico no es entonces una alianza sino un horizonte, una narración compartida con efectos muy materiales y cotidianos, que provee certidumbres y recompensas, genera sentido común que naturaliza la conducción de los grupos dirigentes y produce razones para el acomodo o la confianza en el futuro de los grupos subalternos. Podríamos decir que la naturaleza de un régimen tiene que ver con cómo gestiona la diferencia entre lo que cabe en él y lo que queda fuera: si lo integra todo, no es un proyecto político en absoluto; si excluye demasiado, su supervivencia podría peligrar cuando necesite recambio.
El sistema político nacido en 1978 contaba también con esos “afueras” funcionales a la cohesión interna. Pero el intento actual de restaurarlo se deja fuera a, al menos, un tercio del país, y las adhesiones que consigue son más pasivas o inerciales que esperanzadas o confiadas en que quienes mandan encarnen una propuesta de futuro. Las fuerzas políticas, culturales y mediáticas coaligadas en la investidura de Rajoy son suficientes, más que de sobra, para un Gobierno. Pero no lo son para inaugurar un nuevo ciclo político.
Si convenimos que los grandes desafíos de España exceden la capacidad de un Gobierno y requieren de una transformación general, de un proyecto de país para las próximas décadas, parece evidente que el segundo Gobierno de Rajoy podrá continuar con el inmovilismo pero difícilmente ser esa fuerza de recomposición y suturación de las grietas del sistema político que garantice a la vez la cohesión social.
4. Un Gobierno sin capacidad de conducción política
Hablamos por tanto de un Gobierno que nace débil. En términos sociales, tiene de largo muchos menos españoles a favor que en contra, incluyendo a muchos ciudadanos que pueden sentir traicionado el sentido de su voto por partidos que dijeron no estar dispuestos a investir nunca a Mariano Rajoy. En términos parlamentarios, el Partido Popular está también en minoría. Conviene no engañarse con respecto a la posibilidad de un parlamento que legisle contra el Gobierno: nuestro ordenamiento constitucional le da un amplio margen al Ejecutivo incluso para legislar o vetar iniciativas con un Legislativo en contra. Pero conviene al mismo tiempo distinguir entre la capacidad legal y la capacidad política de conducir el rumbo del país.
El segundo gabinete de Rajoy nace débil también en su relación con el Legislativo. En el mejor de sus casos tendrá que gestionar la tensión entre tejer mayorías a cambio del riesgo de asfixiar al PSOE con un abrazo del oso que no tendría por qué no repetirse en cada una de las grandes votaciones. En el peor de sus escenarios, una oposición firme, ágil y con iniciativa, puede arrastrar al gobierno, si es que este se empeñara en desoír sistemáticamente al Parlamento, a un conflicto entre dos poderes del Estado y a una posición defensiva y de cerco que seguramente le erosionará en el medio plazo.
Además, el Gobierno del PP nace débil porque no tiene agenda para la España de 2016. En el eje territorial, es incapaz de reconocer la plurinacionalidad y ofrecer acuerdos, por lo que, al mismo tiempo que denuncia la unilateralidad, la espolea y luego la judicializa. En ausencia de proyecto vertebrador, sólo cabe prever más recentralización –también contra los municipios.
En lo social y económico, Rajoy ya dijo que sus reformas eran irreversibles: el núcleo de la ofensiva oligárquica de transferencia de rentas desde los sectores populares y medios a la minoría privilegiada, de precarización del mercado laboral, de combate del déficit por la vía de los recortes y no por la vía de los ingresos, de ataque a los servicios públicos. Estas recetas solo pueden dar los resultados ya conocidos: profundizar en un modelo económico de base estrecha, en la desigualdad y en la demolición controlada del ya débil Estado del Bienestar. Pareciera que en este plano el único proyecto de las élites fuese el disciplinamiento de los españoles a través de acostumbrarles al retroceso de décadas en derechos y condiciones de vida, hasta que se borre de la memoria colectiva el derecho a tener derechos más allá del ámbito de las libertades individuales: he aquí el corazón de la deriva liberal postdemocrática.
En el plano de la regeneración democrática y de las transformaciones institucionales que fortalezcan la rendición de cuentas, el equilibrio de poderes y la soberanía popular frente a la tutela de los “poderes salvajes” –de la cual la corrupción es un derivado– hay poco que esperar de un Gobierno conducido por un Partido Popular asediado por los tribunales y que siente estos años de creciente politización de la sociedad española como una anomalía peligrosa a anular con la vuelta a los tiempos grises del orden administrativo. Por otra parte, y por si alguien albergara dudas, Rajoy ya dijo en la sesión de investidura que no se siente comprometido por un pacto sino aupado por una capitulación y que por tanto no piensa dar marcha atrás en ninguna de sus grandes líneas.
El Gobierno de Rajoy que nace, en todo caso, tiene una necesidad y un objetivo: la derrota moral y cultural de los sectores más progresistas de la sociedad española que se han ilusionado y (re)incorporado a la política tras décadas de apatía. Este objetivo es, por una parte, condición para poder seguir adelante con el proceso de transformación elitista del Estado pero es, por otra, un fin en sí mismo. Recordemos esa larga utopía conservadora de una democracia sin pueblo, de consumidores y votantes, sin identidades colectivas fuertes, sin pasiones, con el menor margen posible para la intervención política plebeya, de los no profesionales, de quienes podían tener voto, pero ni voz ni cuerpo hasta ahora.
Por eso es una tarea fundamental de las fuerzas del cambio explicar que estamos en mitad del proceso histórico de transformación. No como excusa para las metas aún no alcanzadas, sino para clarificar el momento y los desafíos, para que los poderosos no nos encierren a librar batallas discursivas que ya vencimos en el 15M. Es cierto que la disputa política cambia con la conformación de gobierno. Cambian sus espacios, sus códigos, sus tiempos. Pero los mimbres de la restauración son demasiado débiles como para llevarnos a una España anterior al 2011.
Pedro Sánchez ha reconocido, una vez depuesto, las presiones recibidas para no llegar a un acuerdo con Podemos que pudiera tener el apoyo de algunas fuerzas catalanas y vascas. Eso no significa que el acuerdo no fuese posible, significa que su plausibilidad despertó inquietud entre algunos de los sectores privilegiados y que, dentro de su margen de actuación, el grupo entonces dirigente del PSOE no se atrevió a desafiarlos para hacer respetar una posibilidad democrática. La correlación de fuerzas hizo recaer en ellos la posibilidad de una solución de compromiso finalmente fallida.
La situación de “empate catastrófico” que se inauguró el 20D –los restauradores no podían restaurar, nosotros no podíamos conducir un gobierno de cambio– se resolvió por la quiebra del PSOE y su entrega a un Rajoy que desde el primer día ya lo trata como un rehén.
Hemos de trabajar para hacer extensible al Gobierno español lo que ya sucede en las principales capitales. La confesión de Pedro Sánchez tiene el valor de la honestidad pero llega tarde y, sobre todo, resulta ingenua: ¿acaso no cabía esperar que un Gobierno que emprendiese la transición energética, protegiese los salarios y a los autónomos, reclamase las ayudas no devueltas a los bancos o abordase con valentía la cuestión territorial tuviera que enfrentar fuertes presiones de los poderes fácticos? Por experiencia sabemos que la construcción de gobiernos transformadores no es el fin del trayecto sino, a menudo, la intensificación de la disputa por la guerra de posiciones dentro del Estado y la sociedad, contra los vetos oligárquicos y por la construcción de irreversibilidad en los avances democráticos y sociales.
5. Nuestro reto: ganar antes de ganar
Esta legislatura, sea más corta o más larga, tendrá que afrontar cuestiones centrales como el modelo de pensiones, la financiación de las comunidades autónomas, la LOMCE o el nuevo paquete de recortes que el PP lleva un año demorando para aplicar cuando pasaran las elecciones. El desafío de Podemos y sus aliados no es mostrar la injusticia de las medidas que el Gobierno quiera imponerle a los españoles. Hay pocas dudas sobre esto. Nuestro desafío es demostrar que las cosas se pueden hacer de otra forma –la importancia de los Ayuntamientos del cambio en las grandes ciudades es difícil de exagerar aquí–, generar confianza y garantías siendo útiles en el “mientras tanto”. La fuerza del inmovilismo no reside tanto en su capacidad de generar una mayoría activa como en desalentar y bloquear la posibilidad de conformación de una voluntad general nueva.
Las élites han comprado tiempo al precio de mutilar el sistema político existente. Nosotros debemos usar ese tiempo para convertirnos en una fuerza dirigente ya antes de gobernante: que anticipa una España nueva, que incluye a los que faltan, que marca el rumbo y propone un horizonte que de nuevo hace envejecer las políticas de corto recorrido y atrincheramiento de las élites tradicionales, incrementando sus contradicciones. Esta es, fundamentalmente, una tarea intelectual y cultural para “ganar antes de ganar”. Pero no es una tarea de vanguardia sino de masas: saber sembrarse en el territorio a través de nuestra descentralización, reconstruir lazos sociales, estéticos y simbólicos, fundar una nueva ética y orgullo de la militancia, incorporar a los mejores, multiplicar la formación y el relevo de cuadros y generalizar una nueva idea de país que ponga en el centro las aspiraciones y necesidades de su gente. A esto le hemos llamado un movimiento nacional-popular.
Los de arriba querrán encerrarnos como una manifestación de la anomalía de estos años agitados. Una expresión de la excepcionalidad que se apagará con ella. Apenas una fuerza de resistencia que quiera cobrarse hoy derrotas de hace décadas. No es ese, en mi opinión, el rumbo ganador. La operación que ha llevado a Rajoy a La Moncloa mina más aún las bases del consenso entre los que mandan y estrechan enormemente la pluralidad que cabe dentro del régimen de 1978.
No es que dejen hueco libre a la izquierda, ni es que se hayan caído los velos de lo que siempre fue pero se ocultaba. Es que siguen los temblores del 15M: el sistema político profundiza su crisis y con ella los poderosos estrechan su base de apoyo. Se abre así mucho campo para la construcción de una nueva mayoría, transversal, feminista, plurinacional y popular que equilibre la balanza. Nadie lo va a hacer por nosotros.