Muchas de las aproximaciones que estos días se han hecho sobre el proceso de independencia de Cataluña se han basado o bien en la legalidad o bien en las instituciones, es decir, qué dice la ley o qué pueden hacer los distintos agentes institucionales (gobiernos, parlamentos). Querría poner el foco en las opciones que se barajan desde el independentismo como movimiento, no para valorarlas, justificarlas o suscribirlas, sino para contribuir a la comprensión del estado del tablero de juego.
La primera cuestión a poner sobre la mesa es la cuantificación de la mayoría soberanista en Cataluña. Aproximadamente un 75% de los catalanes pide que haya un referéndum sobre la independencia de Cataluña. Estos datos prácticamente se han mantenido constantes a lo largo de los últimos años o han subido. Podemos afirmar objetivamente que hay una gran mayoría de catalanes por el derecho a decidir.
Frente a esta opción, en el estado español, quienes deberían dar curso a esta petición se sitúan en el extremo opuesto. En el Congreso, solamente PP, PSOE y Ciudadanos suman ya más del 70% de escaños, mientras que en el Senado son más del 80%. Estos tres partidos siempre se han opuesto a un referéndum. Podemos afirmar objetivamente que hay una gran mayoría de representantes españoles contra el derecho a decidir.
Este es el escenario: dos grandes mayorías con pareceres diametralmente opuestos en una materia básica a partir de la cual se deriva prácticamente todo el resto. Así que éste es el primer escollo, si no insalvable, ciertamente difícil de aproximar, dado que el tema es visto como algo fundamental e irrenunciable por ambas partes.
Eliminada la vía refrendataria solamente queda la vía de la declaración unilateral de independencia (DUI) — más adelante hablaremos de las elecciones.
Quienes defienden la DUI suelen alegar dos motivos principales: (1) que ya se ha votado suficiente, que el 27S dio mayoría en el Parlament, que el 1Oct dio la opción de votar (y salió sí) y que es legítima y legal en este contexto; (2) de carácter más instrumental, que tener un estado permite aprobar leyes que no entrarán en contradicción con otras leyes de orden superior (como la Constitución, porque no las hay en un nuevo estado independiente), que permitirá interlocutar con otros estados para negociar el reconocimiento de las propias acciones y que, en definitiva, permitirá celebrar un referéndum legal (dentro de la legalidad del nuevo estado) y vinculante de “confirmación” del nuevo estado… o bien de regreso a España.
Sin ánimo de valorar las múltiples objeciones que se puedan hacer al párrafo anterior, si nos ceñimos al ámbito y punto de vista independentista, la DUI presenta dos problemas de enorme magnitud tanto para el independentismo como para la sociedad catalana en general. La primera es que, de darse con una mayoría ajustada (como es el caso actual), puede intercambiar legitimidad por legalidad. Es decir, si en estos momentos el independentismo defiende que la legitimidad del movimiento está por encima de la legalidad española, puede darse el caso que la DUI consiga la legalidad que otorga un nuevo estado, pero pierda por el camino la legitimidad de haberse declarado con unos apoyos demasiado ajustados. El segundo problema, obviamente, es la reacción del estado español. Esta reacción, además, puede amplificarse por la reacción de la minoría (pequeña o grande) que, viendo una DUI ilegítima, decida unirse a la contestación que haga el estado español.
Recapitulemos lo dicho hasta ahora: mientras la mayoría ciudadana en Cataluña está por el derecho a decidir, las instituciones estatales están totalmente dominadas por partidos (y por sus bases) que no tienen ninguna intención de reconocer un referéndum ni, por supuesto, a Cataluña como sujeto político. Así, la probabilidad de que ambas partes accediesen a realizar un referéndum vinculante son escasas, ni aún con mediación internacional. La DUI, aunque sin el amplio reconocimiento del referéndum, tiene el apoyo de partidos y, sobre todo, entidades (ANC, Òmnium Cultural), y parece ser el corolario natural al 1 de octubre — contemplado en la Ley de Transitoriedad — a pesar de los enormes riesgos que conlleva.
¿Por qué, entonces, se insiste en la declaración unilateral de independencia?
Básicamente, por eliminación de otras alternativas.
La renuncia al referéndum prácticamente no se plantea incluso en los sectores que lo utilizarían para votar en contra de la independencia.
Es más, no solamente el referéndum es visto como irrenunciable, sino que, además, goza de mala prensa. Si el entorno españolista (llamémosle así a falta de un nombre mejor) es más que reacio a sentarse a una mesa para hablar de un referéndum de independencia pactado y vinculante, desde el independentismo la percepción es que votaciones ya ha habido, y no pocas: hasta cinco llegan a contar algunos. La primera, no estrictamente independentista, la del Estatuto de Autonomía de 2006. Aprobado por mayoría en el Parlament de Catalunya, aprobado por mayoría en el Congreso de los Diputados, refrendado por mayoría por los ciudadanos de Cataluña (todo tal y como marca la Constitución), fue desbaratado en 2010 por el Tribunal Constitucional. A las consultas municipales sobre la independencia de Cataluña (segunda votación), celebradas entre 2009 y 2011 en una cuarta parte del territorio catalán, siguió (tercera votación) la consulta sobre la independencia de Cataluña del 9 de noviembre de 2014 (o 9N). A ello siguió una cuarta votación, las elecciones al Parlament de Catalunya de 27 de septiembre de 2015 (27S), que muchos consideraron “plebiscitarias” porque, de ganar los partidos independentistas, se iniciaba una “hoja de ruta” hacia la independencia. Por último, la convocatoria del referéndum de autodeterminación del 1 de octubre de 2017 (1Oct). Estas cinco votaciones, todas ellas recibidas con gran rechazo desde la mayoría españolista, han convertido la vía de la votación en una vía a desconfiar por parte del independentismo. Tantas veces se votará, tantas se rechazará.
Por supuesto, la variante consistente en una convocatoria de elecciones cae en la misma categoría que el referéndum en el mejor de los casos (plebiscitarias), o se interpreta como una marcha atrás (autonómicas) que, además, deja a los ciudadanos y las instituciones catalanas a merced de la política del estado español para con Cataluña (poco previsible de mejorar, muy previsible de empeorar — siempre según percepciones).
Así, cuando, en entornos soberanistas o independentistas, se propone realizar una nueva votación, quienes no la rechazan de plano se limitan a elevar las demandas: no solamente tiene que ser pactada, legal y vinculante, sino que tiene que venir avalada por la comunidad internacional. Es decir, o Europa la tutela e incluso garantiza la aplicación del resultado (incluyendo las derivadas de reconocimiento internacional) o no vale la pena meterse otra vez en un bucle del cual no hay salida más allá de la repetición hasta la extenuación.
Si no hay marcha atrás — y el independentismo no renunciará a sus aspiraciones porque las cree legítimas — y de las dos salidas que hay el referéndum ha perdido toda la confianza por ambas partes, solamente queda ya la DUI. Además de las “ventajas” apuntadas más arriba sobre la declaración unilateral, esta opción tiene otros puntos “fuertes”: acaba de una vez por todas con el proceso de independencia, que ha agotado ya a todo el país; supone una amnistía de facto para los muchos encausados judicialmente durante los últimos meses — y los muchísimos otros que se espera que están por llegar en los próximos —; y abre el proceso constituyente, horizonte que goza de muchas simpatías tanto en el sector independentista (lógicamente) como en el sector de la nueva izquierda del ámbito de los Comunes/Podemos, con lo que se podrían restañar con cierta rapidez las heridas de una secesión hecha con una ajustada minoría.
Y no hay más.
Puede uno comprender los motivos, puede uno justificarlos o puede uno hasta compartirlos. O todo lo contrario: ni compartirlos, ni justificarlos, ni tratar de comprenderlos. Pero, a 2 de octubre de 2017, ésta es la partida. El independentismo no tiene marcha atrás. En parte por convicción (el derecho a decidir), en parte por extenuación (no más votaciones espurias), en parte por necesidad (no más ponerse a los pies de los caballos de las instituciones españolas).
Cuando en las últimas horas se ha tratado de hacer llamadas a la no-violencia, a la calma, al diálogo, éste es el escenario que contempla el independentismo. Y éste es el escenario que, desde la política — no desde la ley, y por supuesto no desde la fuerza — hay que tener en cuenta. Cualquier iniciativa de mediación o de acercamiento que pueda darse en los siguientes días debe tener en cuenta esta peculiar y simple a la vez que compleja situación política y social en Cataluña. No porque el independentismo tenga o no la razón, sino porque la política, más que atender a razones, atiende a realidades. El resto es perder el tiempo. Y empeorar las cosas.