La riada
Lo que pasó este domingo en la visita de los reyes y demás autoridades a Paiporta es el síntoma de una riada que hace tiempo que se está gestando y de la que la catástrofe de Valencia ha actuado como espita. Lo que ha pasado en Valencia puede no llevarse por delante a un gobierno en concreto, por su mala previsión, por una gestión negligente y torpe de la amenaza. En cambio, podemos enfrentarnos a una crisis de Estado de enorme magnitud y desarrollo imprevisible.
Lo de Paiporta no es (o no es sólo) una operación de intoxicación de la ultraderecha, un intento de putsch, una llamada a la insurrección, es la expresión de algo más profundo. Obviamente, habrá partidos que quieran sacarle provecho, pero se pueden encontrar que las consecuencias de todo esto acabe arrastrándolos también a ellos. Porque lo que se puso de manifiesto este domingo es una riada, sorda, de fondo. Esto no va de la continuidad de Mazón ni de la de Sánchez. Quien juegue en esa longitud de onda se equivoca. Esto es una riada que pone en cuestión elementos básicos de la manera como hemos entendido hasta ahora la organización política de nuestra sociedad.
Como en todas las riadas, el elemento principal es el agua, pero lo que realmente provoca el daño son todos los elementos que esta agua arrastra, todo aquello que la corriente se encuentra a su paso y va empujando. Y por decirlo de algún modo, hace tiempo que vamos llenando los cauces de los ríos de maleza, que vamos acumulando ese material que ahora el agua arrastra sin control.
En primer lugar, estamos inmersos desde hace al menos 15 años en una crisis de autoridad profunda, que se expresa en múltiples campos, no sólo el político, y que se muestra de forma explícita en multitud de canales, con una penetración que va más allá de los círculos conspiranoicos. La actitud que se considera más normal (incluso deseable, porque nos hace auténticos) es la duda hacia la autoridad, el recelo de todo lo que viene “de arriba”. Dudamos de todo lo que se nos dice, siempre que provenga de una fuente “autorizada”. Preferimos las fuentes alternativas, los outsiders que nos revelan los intentos de las élites por controlarnos, por dirigirnos. Dudamos del Estado, de la ciencia, de los expertos, y nos entregamos a teorías cuanto más locas mejor servidas directamente a nuestro terminal móvil.
De ello se deriva una desconfianza creciente y muy extendida hacia las instituciones, sobre todo las políticas, pero no sólo. No es algo nuevo, pero últimamente ha alcanzado niveles nunca vistos. El mantra de “sólo el pueblo salva al pueblo” es la expresión de que ni gobiernos ni parlamentos son útiles, no sólo ante catástrofes como la ocurrida en Valencia, sino para solucionar los problemas principales del país. De aquí a cuestionar la democracia como arquitectura pesada incapaz de hacer frente a los problemas va un solo (y pequeñísimo) paso.
Esto es así porque se mantienen unos valores antipolíticos de profunda raigambre en el imaginario colectivo. Casi cincuenta años de democracia ininterrumpida (un récord para este país) parecen no haber podido modificar ni un ápice la cultura política heredada del franquismo, enquistada en el fondo de cada uno de nosotros. Ocho de cada diez electores se muestran de acuerdo con que los políticos son todos iguales o que todos sólo buscan sus intereses personales, de manera que no importa quien esté en el poder. Ocho de cada diez. Entre la población nacida en los últimos cincuenta años también.
Por si esto fuera poco, el sistema político vive aún bajo los efectos de la crisis de 2008, trasmutada en crisis de representación que no se ha resuelto, que se ha enquistado, como sucede con todo aquello que no se soluciona y acaba pudriéndose lentamente. El nuestro es un sistema esclerótico, con una reforma siempre pendiente, siempre pospuesta. La regeneración democrática, ese guadiana legislativo, el mantra de la nueva política difunta. No hay nada que hacer.
Y es verdad que no se puede hacer nada, porque la conversación pública está tan polarizada, las posiciones son tan antagónicas, que resulta quimérico pensar en un posible consenso mínimo sobre algo. Ni tan siquiera en momentos como el actual es posible un mínimo entendimiento, o ni tan siquiera eso, un mínimo respetarse, o simplemente respetar el duelo por la cantidad insufrible de fallecidos. Nada. Ni eso.
Todo ello se produce mediante una conversación pública tensa, en la que se ha normalizado la violencia, las expresiones hirientes, el insulto sin más. Una encuesta francesa detectó que la mayoría de los electores (sobre todo los menores de cincuenta años) consideraba que era legítimo ejercer violencia contra “los políticos”. De ahí al ejercicio “legítimo” hay un paso, y no cuesta mucho darlo. Lo vimos en Paiporta. Se empieza atizando un muñeco y se acaba golpeando al presidente del gobierno. Y entremedio se “comprende”, cuando no se banaliza o se ensalza con sonrisita cómplice.
Estos son los materiales que hemos ido acumulando en el camino del agua. Falta también el miedo, ese miedo inconcreto pero real que es el sentimiento dominante de nuestro tiempo. Un miedo que nos paraliza. Miedo al desastre ecológico, al derrumbe social, al otro, al diferente, a ese que por no ser como tú quiere acabar con tu forma de vida, con tu libertad, con tu patria, tus costumbres. El miedo nos dirige, y a la vez el miedo se dirige, se atiza. Nos domina un miedo incierto, genérico. Nos sentimos solos y desamparados. Y entonces viene alguien y nos dice por dónde va a venir, a qué debemos tener miedo, de quién debemos desconfiar, de quién nos tenemos que proteger, a quien tenemos que lanzar nuestro barro.
Lo del domingo en Paiporta fue un aviso. Viene la riada y viene cargada, y se lo va a llevar todo por delante. Quien crea que va a salir indemne, quien crea que podrá sacar tajada de este desastre, se equivoca completamente. En situaciones como esta, tan responsable es el que hace correr el agua como el que la deja pasar pensando quedar a salvo.
Lo que está en juego va mucho más allá de la poltrona que ansía un determinado dirigente político. Nos va el país entero. Somos todos los que estamos en el camino de esa enorme ola que espolean los reaccionarios. Somos todos los que hemos visto como las ideas azuzadas por la extrema derecha se han disfrazado de “sentido común” y hayan poblado el mainstream para alegría de sus voceros (y de la cuenta de resultados de algunos). Así que somos todos los que estamos convocados a desbrozar tanto material putrefacto acumulado. Ya empieza a ser tarde.
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