“La actuación de los procesados es reveladora de su plena y absoluta identificación con las doctrinas marxistas (…) de sobrada relevancia penal para definir su responsabilidad criminal como autores por participación directa y voluntaria de un delito de adhesión a la rebelión”.
Las líneas que inician este texto son parte de la sentencia del Consejo de Guerra celebrado el 3 de agosto de 1939 contra un grupo de militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) que dos días después serían fusilados en las tapias del cementerio del Este de Madrid. 43 muchachos y 13 chicas, que pasaron a la historia como Las Trece Rosas, fueron asesinados esa madrugada por el delito de ser “rojos”.
El delito atribuido a todos ellos, el de adhesión a la rebelión, es la demostración palmaria de la voluntad de convertir a las víctimas en verdugos. Pasaron así, de defender la legalidad republicana contra quienes se rebelaron contra ella con un golpe de Estado, a ser consideradas por los rebeldes como responsables del delito que ellos habían cometido. El mundo al revés.
Han transcurrido ya 80 años de aquel episodio, desconocido para muchos, que ha sido recuperado como símbolo de una generación de jóvenes que pagaron con su vida la lucha por las libertades de las que hoy disfrutamos. Esa consideración de símbolos llevó días atrás a Javier Ortega Smith, parlamentario del partido ultraderechista Vox, a acusar a Las 13 Rosas de “violar y torturar” en las checas de la República en el Madrid asediado de la guerra.
Miente. No existe en toda la causa instruida contra ellas, la número 30.426, que cualquiera puede consultar en el Archivo Histórico Militar, ni una sola referencia a las acusaciones del señor Smith. Me remito a las pruebas y cito algunas de las imputaciones que el tribunal hizo a las acusadas para incluirlas después en ese cajón de sastre que era el delito de adhesión a la rebelión, que lo mismo valía para fusilar que para condenar a largos años de prisión.
De Victoria Muñoz García dice la sentencia en sus “resultandos” que “formaba parte de los grupos clandestinos de las tan repetidas JSU”. Elena Gil Olaya “formaba parte en las actividades delictivas de las JSU”. Luisa Rodríguez de la Fuente “era jefe de uno de los grupos de la JSU”. De Martina Barroso García afirma que “tomaba parte en los trabajos clandestinos de las JSU, siendo después de liberado Madrid citada e invitada para trabajar en la clandestinidad”. El resto de acusaciones es similar.
Tampoco en la Causa General, instruida tras la guerra civil para depurar responsabilidades por “los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja”, consta denuncia alguna contra Las Trece Rosas. Quien lo desee puede consultar este documento histórico en el Archivo Histórico Nacional.
¿De dónde saca entonces el diputado Javier Ortega Smith tan graves acusaciones? El único capacitado para explicarlo es él mismo, y debería demostrar que sus palabras se sustentan en pruebas, o pedir disculpas a los familiares de estas jóvenes (solo una, Blanca Brissac, la mayor de ellas, de 29 años, estaba casada y tenía un hijo). Mentir no debería resultarle gratis a un representante de la voluntad popular. La ideología de cada cual, por abyectas que a algunos nos resulten las que hacen apología de las dictaduras y sus excesos, no lo justifica todo.
Las mentiras de Ortega Smith deben reafirmarnos en la necesidad de recuperar la memoria de quienes perdieron la Guerra Civil. Sin odios ni revanchas, pero con la voluntad decidida de colocar en el lugar de nuestra historia que les corresponde a quienes perpetraron un golpe de Estado contra la República y quienes la defendieron. No hay equidistancia que valga.
Dicen los apologetas del franquismo que en una guerra los bandos en contienda cometen atrocidades, y que también la República asesinó. Es cierto, y quienes nos identificamos con el bando perdedor no lo negamos, pero ello no justifica una falsa equidistancia. Ni el oro de Moscú, ni Paracuellos, ni otros episodios similares que la derecha enarbola sin desmayo, disculpan ni minimizan las atrocidades de la dictadura de Franco.
La guerra fue la consecuencia de un golpe de Estado fallido, que dio paso a 40 años de dictadura. Cuarenta años en los que prevaleció el relato de los vencedores sobre el de los vencidos. Cuarenta años en los que se aniquiló al disidente (en Madrid hubo fusilamientos hasta bien entrado 1944) o se les condenó a largos años de prisión. Cuarenta años en los que se glosaron las hazañas de los vencedores, se ensalzó a sus muertos y se mintió sobre el papel de los vencidos.
Nos falta recuperar la memoria de los vencidos para completar el relato de nuestra historia más dramática, sin que ello signifique abrir heridas, como pretende la derecha de nuestro país, sino ayudar a cerrarlas. Tuve el privilegio de poder hablar con algunas de las compañeras de Las Trece Rosas que compartieron militancia en las JSU y penalidades en la prisión de Ventas. María del Carmen Cuesta, Concha Carretero o Nieves Torres, todas ellas ya fallecidas, fueron algunas de ellas.
No encontré en sus palabras ni un ápice del odio o del rencor que destilan las recientes afirmaciones de Ortega Smith. Ellas, que sufrieron torturas y vejaciones, que en algún caso se negaron a relatarme por pudor, me trasladaron una voluntad inquebrantable de concordia. Su objetivo al recibirme en sus casas no fue otro que trasladarme la historia, su historia, tantos años silenciada, sin voluntad de revancha.
Un gesto que las honra y que eleva su categoría moral muy por encima de quienes desde la mentira pretenden mancillarla. Una de Las Trece Rosas, Julia Conesa, de 19 años de edad, modista, que durante la guerra trabajó como cobradora de tranvías, escribió a sus padres una sentida carta horas antes de ser fusilada que concluía con un ruego: “Que mi nombre no se borre en la historia”. Que así sea para ella y sus compañeras.