Hace ya siete largos meses que los ayuntamientos reclamamos que una reforma justa y negociada de la plusvalía, un impuesto que recaudan pero no regulan los municipios. Son los meses que han pasado desde que el Tribunal Constitucional anuló aquellos artículos de la Ley de Haciendas Locales que someten a tributación situaciones en las que no se registraba aumento de valor de un terreno entre el momento en el que el titular lo adquirió y el momento de su venta.
Desde esa decisión judicial el pasado mes de mayo, los ayuntamientos se encuentran en una situación muy complicada: por un lado están viendo cómo los juzgados y tribunales están anulando la recaudación del impuesto (sin valorar, siquiera, si en cada caso existe o no incremento de valor). Y, por el otro, se ven obligados a paralizar las solicitudes, recursos y declaraciones de los ciudadanos en las que se invoca la inexistencia de incremento de valor.
Todo ello sin posibilidad de modificar el marco legal porque ésta es una iniciativa que corresponde al Gobierno como indica la propia sentencia. A ello hay que añadir la situación de inseguridad jurídica a la que se enfrentan los ciudadanos. Por eso, a pesar de la urgencia y necesidad de la reforma, no se entiende cómo ha tardado tanto el gobierno estatal en proponer una primera modificación.
Ahora que por fin llega, la propuesta resulta injusta y mediocre para los ayuntamientos pero también para las personas afectadas. Injusta, porque supone un recorte más, y por la puerta de atrás, a la financiación municipal. Las estimaciones realizadas por la Federación Española de Municipios y Provincias apuntan a la pérdida de 1 de cada 5 euros de ingresos por este impuesto en caso de aprobarse la propuesta.
Por eso es imprescindible que todo cambio que se proponga venga acompañado de medidas compensatorias para que las corporaciones locales no vean alterada su financiación ni sus políticas públicas. Y esto no ocurre en la modificación que propugna el gobierno del PP. De esta forma, no se está haciendo otra cosa que limitar, si cabe aún más, la autonomía local y pondría en peligro la prestación adecuada de los servicios públicos. Lo que directamente supone una vulneración de los artículos 140 y 142 de la Constitución que hacen referencia a la autonomía de los municipios y a su suficiente financiación.
La responsabilidad de haber diseñado un impuesto que no se ajusta en su totalidad a los principios constitucionales recae en el Congreso de los Diputados, y no es de justicia que sean las corporaciones locales las que paguen, con una merma en sus ingresos, las consecuencias del mal diseño legislativo.
Además, y debido a la Regla de Gasto de la actual Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera –cuya modificación está actualmente en trámite parlamentario y que esperemos llegue a buen puerto-, esta reducción en los ingresos impositivos conllevaría la obligación de reducir el gasto público en la misma cuantía, lo cual empeoraría aún más si cabe la situación.
Por otro lado, la propuesta es también injusta porque perjudica más a unas entidades locales que a otras. Al aplicar coeficientes que responden a un comportamiento general del mercado inmobiliario y no al particular de cada localidad, se producirían situaciones discriminatorias al perjudicar de manera más intensa allí donde el mercado inmobiliario se recuperó antes. Esto ha ocurrido precisamente en las grandes ciudades, donde se concentra la mayor parte de la población.
De ahí que, en caso de que se aceptase el establecimiento de nuevos coeficientes máximos anuales para la determinación del incremento de valor, estos deberían fijarse de manera individualizada para cada municipio. Así se conseguiría que la propuesta se adaptase a la evolución real del mercado inmobiliario.
Estamos además ante una iniciativa mediocre, que no prevé ningún régimen transitorio. En primer lugar, olvida que el plazo legal que necesitan los ayuntamientos para modificar sus ordenanzas fiscales es de unos dos meses, y no prevé que estas modificaciones se puedan hacer con efectos desde la entrada en vigor de la nueva ley. Además, tiene efectos retroactivos limitados: no van más allá del 15 de junio de 2017, cuando se publicó la sentencia del Tribunal Constitucional, no ofreciendo solución alguna para las situaciones anteriores no prescritas.
Este olvido de la iniciativa del Gobierno supone que los ayuntamientos deberían hacer frente con sus propios medios a la mayor parte de las devoluciones derivadas de la sentencia, con la consiguiente repercusión en reducciones significativas de políticas sociales y económicas y las de regeneración urbana.
En definitiva, denunciamos esta serie de perjuicios económicos, sociales y administrativos que provocaría la aprobación de la propuesta del Gobierno. Las corporaciones locales ya tienen las manos demasiado atadas como para que ahora un fallo de diseño legislativo producido por el Congreso de los Diputados restrinja aún más el margen de maniobra municipal. Hay alternativas concretas, más justas y sencillas que solucionarían la problemática derivada de la sentencia del Tribunal Constitucional y que no pondrían en riesgo la prestación adecuada de los servicios públicos municipales. No hacemos otra cosa que reclamar que el gobierno central las atienda.