El sentido de futuro está profundamente arraigado en los seres humanos. En cada momento pensamos, casi sin darnos cuenta, sobre lo que vamos a hacer más tarde, mañana, la próxima semana, el mes que viene o en varios años. De pequeños cavilamos sobre cómo será nuestra vida. A medida que crecemos, planificamos nuestra carrera profesional, nuestro lugar de residencia, el futuro de nuestra familia y lo que vamos a hacer cuando nos jubilemos. Ahorramos durante años o nos adeudamos a largo plazo para obtener lo que deseamos.
La sensación de que controlamos razonablemente nuestra vida cotidiana es un componente esencial de nuestro equilibrio emocional, pues alimenta la tranquilidad y la confianza en nosotros mismos. Cuando consideramos que dirigimos nuestro barco, nos sentimos más capaces de dominar las circunstancias adversas y nos enfrentamos más directamente a los problemas, que cuando nos encontramos vapuleados o sometidos por fuerzas irresistibles, u optamos por el “que sea lo que Dios quiera”.
Planificar nuestro programa de vida es un ingrediente fundamental de nuestra armonía vital. Por eso, cuanto más incapaces nos sentimos de anticipar el mañana y más incierto nos parece nuestro porvenir o el de nuestros seres queridos, más espacio dejamos abierto para que la angustia nos invada y conmocione el cimiento vital de la confianza en nosotros mismos y en el mundo que nos rodea.
Últimamente nuestro sentido de futuro y continuidad está siendo vapuleado por fuerzas en gran medida fuera de nuestro control. Diariamente los medios de comunicación nos bombardean con noticias ante las que nos sentimos impotentes. Constantes alarmas y amenazas desconcertantes en boca de dirigentes políticos, predicadores y comentaristas contribuyen a la vulnerabilidad colectiva y al sentimiento generalizado de indefensión. No cabe duda de que la sensación de ser utilizados desencadena más inestabilidad e indignación en las personas, al minar su confianza en los líderes y en las instituciones encargadas de fomentar la convivencia solidaria y mantener la seguridad.
Estas circunstancias tan incontrolables como impredecibles se entrometen en nuestra vida cotidiana y forman la trama de nuestras pesadillas. Hacen que nos sintamos física y emocionalmente frágiles, aprensivos, como si en cualquier momento nuestro plan de vida pudiese alterarse radicalmente o incluso borrarse.
Cuando perdemos el sentido de futuro y nos invade la incertidumbre nuestro cerebro nos pone en estado de alerta. El inconveniente de la vigilancia continua es que nos impide relajarnos, interfiere con nuestra capacidad de relacionarnos, de funcionar en el trabajo y de disfrutar la vida. Además, debilita nuestro sistema inmunológico y nos predispone a sufrir trastornos digestivos, hipertensión, agotamiento, ansiedad, irritabilidad, insomnio y, en muchos casos, depresión.
La conciencia de vulnerabilidad está alimentada por el miedo a lo imprevisto. Se trata de un miedo indefinido, latente e incómodo, que nos roba la tranquilidad y nos transforma en caracteres aprensivos, suspicaces, irritables. Fomenta en nosotros un estado emocional de incertidumbre constante que consume nuestro ánimo, limita nuestra imaginación, constriñe el horizonte de nuestras aspiraciones y mina nuestra capacidad para pensar con claridad y tomar decisiones. Este miedo no se limita a lo que nos pueda ocurrir a nosotros, sino que también tememos por nuestros familiares y amigos, por personas que no conocemos y por la comunidad en general.
Para mantener el equilibrio en épocas de inseguridad necesitamos afianzar la confianza en nosotros mismos y la sensación de que podemos tomar decisiones y controlar razonablemente nuestro programa de vida. Para empezar, dado que en tiempos de incertidumbre lo que nos imaginamos a menudo es peor que la realidad, la información más beneficiosa es la que separa claramente hechos reales y datos conocidos de especulaciones y temores. La inseguridad se hace más llevadera si contamos con la perspectiva que da conocer la verdad.
Mantener los quehaceres cotidianos es importante a la hora de defendernos del estrés y facilitar el autocontrol. Compartir nuestra vida con los demás también ayuda a fortificar la resiliencia y el entusiasmo. Y es que la convivencia solidaria duplica nuestra dosis de confianza y elimina la mitad de nuestros temores. Las personas que se sienten parte de un grupo solidario superan las adversidades mucho mejor que quienes se encuentran aislados o carecen de una red social de soporte emocional.
Evocar, ordenar y compartir los sentimientos de ansiedad, tristeza o indefensión, en un ambiente seguro y comprensivo, permite transformar los miedos abstractos y las emociones confusas en pensamientos coherentes y manejables. Además, ayuda a validar la realidad de las circunstancias y legitimar sus efectos en nosotros y en los demás. Por estas razones, es tan importante que nos abramos y compartamos nuestros temores y ansiedades con familiares, amigos, colegas del trabajo o miembros de organizaciones con los que compartimos valores.
A los niños y niñas que están temerosos hay que animarles a contar sus miedos o a dibujarlos. Al mismo tiempo que se les escucha y se contesta a sus preguntas, es bueno reconocerles que aunque el mundo en estos momentos parezca menos seguro, ellos siempre cuentan con el amparo de sus mayores.
Está comprobado que la actividad física es muy saludable para nuestro estado de ánimo, pues aumenta la producción de serotonina en el cerebro, la cual ejerce un efecto antidepresivo El ejercicio a cualquier edad nos permite resistir mejor las fuerzas negativas que conspiran para robarnos la vitalidad.
Asimismo, las actividades solidarias poseen un inmenso poder restaurador y fortalecen la resistencia a las adversidades. Ejercer una tarea de voluntariado estimula en nosotros la autoestima, induce la conciencia de la propia competencia y nos recompensa con el placer de contribuir a la dicha de nuestros semejantes y al funcionamiento de la sociedad. En situaciones adversas, las personas que se consideran socialmente útiles o sienten que tienen un impacto positivo en la vida de otros, sufren menos de ansiedad, duermen mejor, persisten con más tesón ante los reveses y se adaptan mejor a las circunstancias desfavorables.
Al final, como en todas las crisis, los ingredientes de este trance actual que amenaza nuestro sentido de futuro son el peligro, pero también la oportunidad. Pienso que el estado actual de temor e incertidumbre nos ofrece la oportunidad de conocernos mejor, potenciar nuestra solidaridad y fortalecer nuestra determinación por resolver racionalmente los conflictos, sin olvidar que el mejor negocio que existe es el bien común.