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Siria, la guerra olvidada

El humo se eleva tras un ataque aéreo en Idlib, al norte de Siria.
2 de diciembre de 2024 22:12 h

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Siria es uno de los cinco escenarios de guerra o conflicto que arden actualmente en Oriente Próximo/Medio. Los otros son Palestina –donde continúa el genocidio–, Líbano –con una tregua abusiva que difícilmente se mantendrá–, Yemen –la otra guerra invisible–, e Irán –que se limita a reaccionar débilmente cuando es atacado–. Los cinco son precisamente los lugares en los que a Israel le quedan todavía enemigos, donde hay mayorías o fuertes componentes chiíes –con la excepción de Hamas–, constitutivos del “eje de resistencia” que aún combate contra el Estado judío. En los países árabes sunníes de la región que aceptan, implícita o explícitamente, el expansionismo israelí y la aniquilación de los palestinos, reina –en términos generales– la paz.

La guerra civil siria, en la que están implicadas las tres mayores potencias militares de la región: Irán en un lado, Turquía y Arabía Saudí en el otro –con Israel al fondo–, además de EEUU y Rusia apoyando a bandos distintos, cumple ya 13 años, sin que ni el objetivo de unos –derribar el régimen del presidente Bashar Al Asad– ni el de los otros –consolidarlo definitivamente– se hayan logrado. Los actores externos no van a enfrentarse directamente entre ellos, les resulta menos peligroso hacerlo a través de los sirios. Entre 500.000 y 600.00 muertos hasta ahora, según las fuentes, de los que la mitad serían civiles, más de cinco millones de refugiados en otros países, ocho millones de desplazados internos, doce millones de personas dentro del país dependientes de ayuda humanitaria, la convierten en la guerra más mortífera y dramática del siglo XXI. Pero otros escenarios más actuales, más crueles o más mediáticos la mantienen casi invisible excepto cuando se produce alguna nueva noticia, como es el caso ahora con la reactivación de los combates en el noroeste del país.

Un laberinto indescifrable

Desde el año 2011, cuando empezó la guerra, el territorio sirio se ha convertido en un mosaico, un puzzle en el que combaten diferentes ejércitos y milicias, ocasionalmente todos contra todos, cambiando a veces de amigos y enemigos, y que están compuestos a su vez por elementos heterogéneos con diferentes objetivos, unidos coyunturalmente, lo que hace prácticamente imposible al bando opositor establecer una estrategia coherente, más allá de que todos, excepto el propio régimen, coinciden en su deseo de derrocar al actual presidente del país. No hay espacio aquí para describir todos los grupos, facciones, coaliciones, ejércitos y gobiernos provisionales o de salvación que se mueven en un escenario caótico y fluido, pero al menos cabe distinguir algunos de los actores principales de esta compleja guerra.

En un lado, el Ejército Árabe Sirio, y su aviación, bajo las órdenes del gobierno de Bashar Al Asad, que dirige el país desde que en el año 2000 sucedió como presidente a su padre, Hafez, al frente del Partido Árabe Socialista Baaz –el mismo que encabezaba en Irak Sadam Hussein–. Se trata de un régimen de partido único que ha ejercido una dura represión política de sus opositores, especialmente desde que empezaron las protestas en 2009. Al Asad pertenece a la confesión alauita, una rama derivada del chiismo duodecimano, que tiene muchas diferencias religiosas con otras ramas chiíes –la iraní, por ejemplo– pero no políticas. Por eso desde que empezó la guerra tuvo el apoyo de la milicia chií Hizbulá, que combatió como punta de lanza en numerosos frentes, y desde 2012 de la Guardia Revolucionaria Islámica iraní, que envió a Siria algunas unidades de élite. A partir de 2015 se unió a estos apoyos –con parte de su fuerza aérea– Rusia, que tiene en Siria su única base naval en el Mediterráneo, Tartús, y está cada vez más próxima a Irán y a sus aliados.

Muchas de las distintas facciones rebeldes se unieron en el Ejército Libre Sirio (ELS), que se integró en una plataforma política llamada Coalición Nacional Siria. Los rebeldes fueron inmediatamente reconocidos y apoyados tanto por el Consejo de Cooperación del Golfo –principalmente por Arabia saudí– como por EEUU, que en realidad habían propiciado su rebelión, y más adelante por Turquía, todos ellos enfrentados a Irán y por delegación al gobierno de Damasco. El ELS ha sufrido diferentes vicisitudes, cambios en sus integrantes incluso enfrentamientos armados entre ellos, pero ha continuado siendo el principal grupo de oposición gracias a sus apoyos externos, aunque últimamente está perdiendo fuerza en favor de los grupos yihadistas. Por su parte, Israel, aunque nunca ha apoyado directamente a los rebeldes, ha atacado desde el aire más de 150 veces desde el comienzo de la guerra al bando gubernamental, principalmente –aunque no siempre– a instalaciones o fuerzas iraníes.

En 2014, el grupo terrorista Estado Islámico (EI) –una escisión de Al Qaeda enfrentada con su matriz– ocupó partes del territorio sirio con la pretensión de crear un califato. EEUU le combatió frontalmente con todos los medios que tenía sobre el terreno, con la ayuda de los kurdos sirios y de otras naciones occidentales, hasta derrotarlos completamente en 2019, con lo que le hicieron un gran favor a Al Asad, que era su principal enemigo, si bien todavía quedan algunos restos del EI en algunas zonas más o menos desérticas del interior del país.

Entre los numerosos grupos yihadistas e islamistas radicales que combaten en Siria, el más importante es Hayat Tahrir al-Sham –Organización para La liberación de Levante–, una milicia radical de ideología wahabí, tributaria de Arabia Saudí, sucesora directa del grupo terrorista Jabbat al-Nusra, también conocida como Al Qaeda en Siria y Levante. Ambas dirigidas por Abu Mohammad al-Yulani, discípulo de Bin Laden, lo que no ha impedido que esta milicia, que se hizo con el control de la mayor parte de la gobernación de Idlib en 2017 después de combatir contra otras facciones rebeldes, haya ido creciendo con el apoyo directo de EEUU y Turquía hasta convertirse en la protagonista de los actuales combates.

Finalmente, absolutamente distintos de todos los demás, están los kurdos iraquíes, en su mayoría agrupados en la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria, conocida como Rojava, una sorprendente isla de democracia y libertad en medio del caos sirio. Rojava no pretende la independencia kurda, sino un confederalismo democrático multiétnico y multireligioso. Su estructura política se basa en la democracia directa a través de un sistema asambleario con cuotas de participación femenina, favoreciendo cambios de carácter feminista en la sociedad, por ejemplo, con la creación de Unidades Femeninas de Protección (YPJ), milicias formadas exclusivamente por mujeres. El brazo armado de Rojava son las Fuerzas Democráticas Sirias, una alianza kurdo-árabe que se creó para luchar contra el EI, cuyo núcleo fundamental es la milicia kurda de las Unidades de Protección Popular (YPG).

Turquía intervino en Siria con fuerzas terrestres en 2016, oficialmente para combatir al EI, pero en realidad sus ataques se centraron contra las YPG, que eran precisamente el principal adversario del grupo yihadista. Ankara sostiene que la milicia kurda es un grupo terrorista porque apoya al Partido de los Trabajadores del Kurdistán turco, que lucha desde 1984 por su independencia. Como quiera que en ese momento el YPG era el principal aliado de EEUU en su lucha contra el EI, el ataque turco hizo que Turquía y EEUU – miembros de la OTAN– combatieran durante un tiempo en bandos diferentes, aunque sin enfrentarse directamente. En 2019, una vez vencido el EI, EEUU dejó de apoyar al YPG, y los kurdos, ante la amenaza turca y de sus aliados sirios, se vieron obligados a llegar a un acuerdo con el gobierno de Damasco, al que nunca habían reconocido, pero conservando intacta su autonomía.

Aunque nunca ha retirado sus fuerzas de territorio sirio –ni su apoyo a los rebeldes, incluidos los yihadistas–, Turquía llegó a un acuerdo con Rusia, en marzo de 2020, para detener los combates en la provincia de Idlib, y neutralizar la zona. Desde entonces, la guerra había entrado en una fase de relativa tranquilidad, aunque continuaron las escaramuzas en muchos puntos, y los ataques turcos a los kurdos. Pero ha sido precisamente allí donde el 27 de septiembre se reanudaron las hostilidades a gran escala, con el ataque de la milicia Tahrir al-Sham –apoyada de nuevo por Turquía– a la parte de Idlib en poder del ejército sirio, que ha llegado a conquistar Alepo y a amenazar Hama, otra ciudad importante al sur de la región. Hizbulá no estaba presente en la zona, tampoco la guardia revolucionaria iraní, y ni la ayuda del YPG –que controla parte de Alepo– ni los limitados e indiscriminados bombardeos de la aviación siria y rusa han podido detener la ofensiva del grupo yihadista hasta ahora, aunque no es previsible que su éxito actual sea determinante en el curso de la guerra, más allá de ampliar su zona de influencia a la segunda ciudad más importante del país. Probablemente, no por mucho tiempo, si Damasco vuelve a contar con sus apoyos externos tradicionales.

Es, probablemente, la debilidad o menor disponibilidad de esos apoyos al régimen sirio lo que ha impulsado a Tahrir al-Sham y a otros rebeldes a pasar de nuevo a la ofensiva, tal vez animados desde el exterior. Con Irán en horas bajas –pidiendo conversaciones con Europa en Ginebra porque su economía no aguanta las sanciones–, Hizbulá debilitada por su combate con Israel, y Rusia implicada hasta el límite en su propia guerra en Ucrania, muchos dentro y fuera de Siria han pensado que era el momento de intentar dar el golpe definitivo para acabar con Bashar al-Asad. Aunque el resultado de su victoria fuera cambiar un régimen laico y modernizador, que mantuvo el país unido hasta 2011, por otro predominantemente yihadista, debilitado y dividido, o tal vez precisamente para eso. Hay razones para seguir intentando acabar con Al Asad que no tienen que ver precisamente con la opresión del régimen actual –como en el caso de Sadam Hussein–, pues difícilmente un régimen basado en la interpretación wahabí de la sharía sería menos opresivo, sino con importantes intereses materiales de actores externos.

El verdadero origen de la guerra

En el año 2000, Qatar presentó un proyecto de 10.000 millones de dólares para construir un gasoducto que llevaría su gas natural –que solo se podía exportar licuado– hasta Turquía, pasando por Arabia Saudí, Jordania y Siria, lo que permitiría al país del Golfo Pérsico –en el que se ubica el Mando Central de EEUU responsable de toda el área de Oriente Medio– pasar a ser uno de los mayores exportadores de gas del mundo y además proporcionaría a Europa una alternativa al gas ruso. Nótese que, 14 años antes del golpe de estado de Maidan, ya se estaba buscando la forma de desvincular Europa de Rusia, cuando aún las relaciones entre ambos eran notablemente buenas, ya que en 1997 se había firmado el acta Fundacional entre Rusia y la Alianza Atlántica y en 2002 se crearía el Consejo OTAN- Rusia.

Todos los países involucrados en el proyecto de oleoducto dieron su aprobación, excepto Siria, ya que estaba claro que perjudicaba a su aliado ruso. Además, Irán presentó un proyecto alternativo de otro gasoducto que llevaría su gas hasta los puertos sirios y libaneses –y de ahí a Europa– a través de Irak y Siria, lo que evidentemente le daba a Irán un papel preponderante, en detrimento de Qatar, y excluía a Turquía del negocio. En 2009, Damasco dio el rechazo definitivo al gasoducto de Qatar. Pocos meses después empezaron las protestas y disturbios políticos en Damasco, Alepo y otras ciudades que irían en aumento – estimuladas también por la represión del régimen– hasta desembocar en la guerra civil.

El 17 de abril de 2011 The Washington Post publicó un artículo en el que relataba, basándose en documentos publicados por WikiLeaks, cómo el Departamento de Estado había financiado con seis millones de dólares desde 2006 a la oposición al régimen sirio a través de una red de exiliados sirios en Londres denominada Movimiento para la Justicia Y Desarrollo y, a partir de 2009, al canal de televisión por satélite Barada TV que promovía disturbios en Siria, animando a la oposición a movilizarse para cambiar el régimen.

Como pasa en otros escenarios, el territorio sirio es utilizado como campo de batalla de intereses de potencias externas. EEUU y Turquía –los dos países más grandes de una Alianza Atlántica que predica con voz muy alta el respeto a los derechos humanos– no han dudado en financiar y armar a grupos yihadistas radicales como Tahrir al-Sham para derribar al gobierno de Al Asad, que se oponía a sus planes en relación con el gas del Golfo además de estar del lado de Irán en su enfrentamiento con Israel. Rusia, por su parte, no ha dudado en bombardear a la población civil y destruir ciudades enteras en apoyo de su aliado, para impedirlo. El resultado es que Siria está siendo destruida, ha sido destruida ya, por intereses ajenos. Centenares de miles han muerto, millones han visto destruidas sus vidas, sin saber por qué, arrastrados a un conflicto que poco o nada tenía que ver con ellos.

Ocurre lo mismo en muchos otros lugares: en Gaza por el territorio y el supremacismo étnico, en Ucrania por el dominio geopolítico, en la República Democrática del Congo por el coltán. Según el último Índice de Paz Global, elaborado por el Institute for Economics & Peace de Sídney, actualmente hay 56 conflictos en curso, el mayor número registrado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El mundo es cada vez más un lugar peligroso y caótico en el que los más fuertes intentan hacer prevalecer sus intereses a costa de quien sea o de lo que sea, sin que nadie les ponga límites. Naciones Unidas ha fracasado estrepitosamente y sin remedio en su objetivo de mantener la paz entre los pueblos y ha pasado a un papel meramente testimonial, aunque en el caso de Siria lo intentó en 2012, en 2017, y en 2019, sin ningún éxito.. Si no conseguimos poner en marcha instrumentos de gobernanza global eficaces –y coercitivos si es necesario– que pongan orden en el caos y obliguen a respetar las normas de derecho internacional, la humanidad camina hacia su destrucción.

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