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Sistema de gobierno universitario: las lecciones del escándalo de la Rey Juan Carlos

El escándalo de la Universidad Rey Juan Carlos se ha hecho internacional, sin haber casi merecido tratamiento alguno por parte de muchos medios nacionales. eldiario.es es la honrosa excepción, informando con dedicación y con valentía ante un panorama inicial propio de la omertà. Tras el silencio de los órganos de gobierno de la Universidad, el escándalo ya no es el plagio de un rector ni las sorprendentes excusas con las que él mismo lo ha reconocido. El escándalo es el de una Universidad, la URJC, que aún no ha manifestado el mínimo e imprescindible compromiso con la ética universitaria más básica.

Ante un Consejo de Gobierno que acepta estar presidido por un profesor cuya propia carrera universitaria está en entredicho, caben dos explicaciones. La primera es que existe un fondo de corrupción intrínseco y que los que lo aceptan o toleran están a la misma altura que su rector, en cuyo caso la Universidad no tendría salvación. La segunda es que se mezclan los graves problemas del sistema de autogobierno universitario en nuestro país con un desánimo profundo, teñido de inquietud ante el riesgo para el propio futuro si se manifestara una repulsa de esa conducta.

Queremos pensar que la mayor parte del profesorado trata de hacer bien su trabajo a pesar de las circunstancias y del sonrojo que le produce la situación actual de su Universidad, y que el sistema de gobierno es tan deficiente que, ni siquiera en un caso tan extremo como el que nos ocupa, ha sido capaz de exigir la rendición de cuentas.

¿Cuál es el problema del sistema de gobierno? ¿Qué peaje está pagando el Claustro de la URJC que todavía no ha exigido al rector que se explique? ¿Acaso es eso lo que se debe entender por autonomía universitaria? Por el contrario, creemos que lo que se está poniendo aquí de manifiesto es un ejemplo más de corporativismo universitario, que por supuesto no se limita a la Universidad que comentamos. Este es un ejemplo, pero sólo un ejemplo, del que se deben extraer lecciones para el futuro.

El sistema de gobierno de las universidades españolas cabría calificarlo de autogestionario y, sobre todo, de corporativista. No hay nadie más ‘irresponsable’ en la universidad española que su rector, entendiendo por irresponsable que carece de responsabilidad, pues sólo rinde cuentas ante un Claustro cuya composición y elección está sujeta a un considerable número de peajes que condiciona en parte la elección de sus miembros. Al rector, en una peculiar forma de entender la democracia, lo eligen los profesores, el personal administrativo y los alumnos. Después se invoca –equivocadamente- la deseable autonomía universitaria para evitar cualquier intervención externa. Sin embargo, la sociedad, que es la que sostiene las universidades públicas y la que soporta los costes y debe recibir los beneficios de su funcionamiento, no tiene nada que decir –no puede decir nada- sobre ella. Y es evidente, como lo muestra el caso que nos ocupa, que los intereses del equipo de gobierno y del Claustro universitario están muy alejados del interés general de la sociedad.

¿Por qué sucede así? ¿A qué se debe esta distancia? Imaginemos un departamento universitario cuya práctica sea contratar con la más absoluta endogamia, lo que es muy general: hay turnos de espera con independencia de la calidad de los candidatos, que casi siempre determinan la composición de la comisión que los seleccionará, lo que los hace, en la práctica, candidatos únicos. Además, se pondrán todo tipo de trabas para impedir la aparición de candidatos que han salido al extranjero y quieren volver, a quienes se les aplicará el principio regulador del sistema: ‘el que se fue a Sevilla perdió su silla’. Así se seleccionará inevitablemente a profesores que serán absorbidos por ese mismo sistema y que perpetuarán el mismo comportamiento.

El rector, naturalmente, estará en la práctica de acuerdo con él, pues es el de sus electores. Si a los estudiantes se les consigue inculcar esos mismos principios alegando que son “democráticos” (nada menos democrático que el turno que se seguía en el ejército), el resultado es una fórmula perfecta para impedir que una universidad progrese como debería, privando a la sociedad y a los estudiantes que desean aprender de la calidad a la que tienen derecho: la primera porque es la que financia las universidades, y los segundos porque de su formación depende en buena parte su futuro y el del país. Sin embargo, los actuales –y escasos- recursos se aprovechan inadecuadamente.

Solo existe una forma de romper con estas disfunciones que persisten en muchas universidades: es preciso cambiar el sistema de gobierno. Los dos autores participamos en la redacción del Informe para la Reforma Universitaria, que contenía propuestas de cambio del sistema de gobierno que hubieran evitado este tipo de problemas. Este informe se hizo público hace casi tres años; sus recomendaciones fueron ignoradas por el Ministerio y severamente criticadas por la corporativista CRUE y los sindicatos.

La clave de la solución que proponía el informe es asegurar que haya un órgano de gobierno con elementos externos a la universidad, en el que participen investigadores, académicos y miembros de la sociedad de absoluto prestigio (nada de consejeros “amigos” al estilo de los de las viejas Cajas de Ahorro), y que este órgano elija al rector y le exija cuentas, garantizando que cumple sus funciones (los detalles están en el Informe de la Comisión, que se puede encontrar aquí). Así funcionan muchas buenas universidades en todo el mundo, donde el primer enemigo a batir es el corporativismo que actualmente domina la universidad española; negarlo puede resultar conveniente, pero es negar la evidencia misma. Y esta idea es compartida por una gran parte de académicos de prestigio.

Además, es necesario combinar este cambio en el sistema de gobierno con un cambio en la financiación, de modo que se introduzca una componente de financiación por resultados. El contribuyente debe financiar mejor a las universidades que consigan resultados en investigación (lo cual es ahora muy fácil de medir de forma objetiva, externa y barata) y docencia, incluyendo en este criterio la empleabilidad (que a su vez es fácil de medir con los datos de empleo de la Seguridad Social). Esta forma de financiación elimina de raíz las formas de contratación indebidas, ya que la financiación se reduciría cuando no se alcanzaran los adecuados objetivos de docencia e investigación.

En su día estas sencillas y simples ideas encontraron, como hoy, una enorme resistencia no solo por parte de los órganos de gobierno universitarios y sindicatos, sino de los mismos estudiantes pese a que serían los primeros beneficiarios, en parte en nombre de un mal entendido principio democrático. Pues no es un principio democrático que la sociedad carezca de mecanismos para exigir cuentas a la universidad que sostiene gracias a los impuestos de todos los ciudadanos. Y tampoco es del interés del estudiante seguir con un sistema autogestionario que favorece, con las debidas excepciones, la mediocridad de los centros y la degradación efectiva de los títulos universitarios que reciben.

El estudiante, el rector y los sindicatos, que reclaman ‘más financiación y más autonomía’, deberían pensar primero en el destino de esa financiación y en cómo usa la autonomía. ¿Autonomía para no dar despacho a los contratados por el programa de excelencia Ramón y Cajal que regresan con contratos del European Research Council y a los que con frecuencia se les pone todo tipo de dificultades? ¿Autonomía para que la provisión de plazas siga un turno riguroso en el que quien no pertenece al departamento que tiene la plaza vacante ni cuenta ni participa por muchos méritos que posea? Porque, aunque los estudiantes parezcan ignorarlo, tener profesores peores que otros a los que expulsa el sistema es algo que produce a esos estudiantes un daño irreparable. Finalmente, ¿más financiación sin control de resultados? ¿Acaso no debe la financiación tenerlos en cuenta, al menos parcialmente?

Este caso debería servir de revulsivo para que la sociedad reconozca de una vez que hay muchas cosas que cambiar en la Universidad y que algunas son sencillas de hacer. Solo basta mirarse en el espejo y ver, de verdad, lo que refleja.

J. Adolfo de Azcárraga es Catedrático de Física Teórica (emérito) de la Universidad de Valencia; Luis Garicano es responsable de Economía, Industria y Conocimiento de Ciudadanos y Catedrático de Economía y Estrategia en la London School of Economics. Ambos participaron en la redacción del Informe para la Reforma Universitaria que se emitió el 12 febrero de 2013.