El soberano secuestrado
En España, el soberano es el pueblo español. El Rey lo representa en la acepción de ser el símbolo, y el Parlamento lo representa en la acepción de presentar sus intereses, como cuando un abogado nos representa en un juicio. En tanto que el pueblo no es homogéneo, los diferentes intereses quedan representados por los diferentes partidos. La voluntad popular queda tensada por estos intereses enfrentados, tensión que se resuelve de forma contingente mediante votaciones. Tan contingente, que una ley puede depender de que un diputado se confunda al votar. O que un cambio de gobierno modifique las leyes de forma tan sustancial que sean contrarias a las que deroga. Pero este enfrentamiento descansa en sólidos acuerdos sobre las reglas de juego, como el respeto a los derechos humanos, la elección de los representantes del soberano en un contexto de libertad política y la organización de un Estado que separa sus poderes en ejecutivo, legislativo y judicial.
Esta separación obedece a la necesidad de impedir que un pequeño grupo de personas, o una sola, acumule demasiado poder del Estado y lo use de forma arbitraria (es decir, sin tener en cuenta los intereses del pueblo soberano). Mientras que los poderes legislativo y ejecutivo emanan, respectivamente, directa e indirectamente de las elecciones, el judicial, no. Esta falta de representatividad se sostiene como forma de control, con el objetivo de que los otros dos poderes no sean secuestrados por quienes los ostentan, y actúen contra el pueblo. La historia está sobrada de situaciones así, en las que los representantes del pueblo, sin control, se vuelven en sus tiranos.
Pero ahora estamos asistiendo a una nueva forma de atentado contra el soberano: la captura del poder judicial por grupos que atentan contra la voluntad del soberano, en lo que se conoce como “lawfare” o guerra judicial. Pasado el tiempo de guerras civiles y de golpes de Estado, el statu quo actualmente, cuando se siente amenazado por la voluntad popular, reacciona conchabando políticos de la reacción, jueces y medios de comunicación. No es una teoría de la conspiración, es lo que sabemos por el caso Villarejo, o por el chat de WathsApp de senadores del PP en el que Cosidó presumió de colocar al juez Marchena pues así “controlamos la sala de lo penal por atrás”, o por la desvergüenza con la que el consejero de Justicia del PP en la Comunidad de Madrid, Enrique López, declaró textualmente: “El PP tiene el apoyo de la mayoría de la carrera judicial” (La Razón 12/9/21). La carrera judicial tiene que apoyar al pueblo, no al PP, según la Constitución.
La astucia de la razón golpista se muestra inteligente en este nuevo zeitgeist reaccionario. Descartada la legitimidad de la violencia política más cruda, la reacción ha encontrado nuevas formas de atentar contra la soberanía popular. No dejaremos que España se suicide, según el lema fascista. Por suerte, vivimos en malos tiempos para el fascismo. Lo que hoy se lleva es “proteger el poder judicial de Sánchez”, saltándome la Constitución, puesto que ahora es el PP quien sabe lo que le conviene la Constitución, aunque sea para atentar contra ella. En caso de duda entre lo que emana de las urnas y cómo la derecha interpreta ese resultado, prevalece la interpretación de la derecha. Como resultado, el Estado patrimonializado por la derecha gana al Estado de derecho.
La misma idea con diferente despliegue histórico: la élite sabia contra el pueblo bárbaro. Es como lo cuentan, al menos, desde la República Romana. La otra forma de verlo es que un grupo egoísta y pagado de sus intereses es incapaz de jugar con las reglas democráticas, vivir en la tensión democrática de intereses enfrentados y acuerdos contingentes y está dispuesto a romper los consensos en los que se basa la democracia liberal. A coste cero. Vimos las barbas cortar en América Latina, y ahora nos las están cortando en la “madre patria”.
El golpismo blando y posmoderno que estamos viviendo crece gracias a una grave confusión. El poder judicial debe ser independiente de los otros dos poderes, precisamente para garantizar que sirven al soberano. Pero no es independiente de la voluntad del soberano, pues de él emana (artículo 1.2 de la Constitución: la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado). Se ha confundido la independencia del poder judicial como independencia con respecto a la voluntad soberana. El poder judicial no es independiente de suyo, sino independiente para evitar la tiranía de los otros dos poderes. Es independiente, no para montar exquisitos seminarios académicos sobre el sexo de los ángeles en la sala del Tribunal Constitucional, sino para averiguar en qué medida los otros dos poderes no subvierten la voluntad del soberano, que se expresa en las urnas y en la composición del Parlamento.
Ciertamente, el soberano democrático, a diferencia del rey absolutista, no tiene una única voluntad, sino que en su propia definición anidan, como se ha señalado, intereses enfrentados. Pero son de un segundo nivel, pues en el primer nivel debe existir la homogeneidad de fondo aludida, que permite el juego limpio en las democracias liberales. El orden judicial solo puede cuestionar la representación del soberano si atenta contra esa homogeneidad básica, que es el ser del pueblo democrático. Pero no se puede constituir en una tercera cámara política dada a sí misma, y menos, si, como vemos en España, está siendo ocupada, en contra de la propia Constitución, por un partido político, como está haciendo el PP. No puede ser que lo que no se gane en las urnas, se gane en los palacios de justicia.
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