Una tasa COVID que construya solidaridad sin austeridad

El presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli, no ha parado de insistir en estos últimos tiempos en la misma idea: “Lo que se decidirá en las próximas semanas tendrá un impacto en la vida de las personas en las próximas décadas. Ahora tenemos la oportunidad de diseñar una nueva Europa”. Unas palabras que suenan tan vacías, o quizás algo amenazantes, como el concepto emergente de la “nueva normalidad” después de la pandemia. Lo cierto es que la UE ha sufrido pérdida de legitimidad entre algunos sectores sociales de toda Europa, en particular por las semanas de insolidaridad y parálisis ante la emergencia médica que se vivía en el continente. El proyecto europeo vive una crisis orgánica en todo el sentido gramsciano del término, como resultado y profundización de la crisis del modelo post-Maastricht del capitalismo europeo que supuso la constitucionalización del neoliberalismo como única política económica posible. 

Las élites europeas no son ajenas a esta pérdida de legitimidad popular de la “marca UE”. De ahí la operación cosmética del enésimo debate sobre la “nueva Europa”, con disculpas incluidas por parte de la presidenta de la Comisión, Ursula Von der Leyen, ante el desprecio por Italia mostrada por la UE en los momentos iniciales de la pandemia. Unas palabras que suenan a déjà vu de aquellas declaraciones de Sarkozy en los inicios de la crisis de 2008 donde hablaba de la necesidad de “refundar un capitalismo con rostro humano”. O las disculpas de Juncker, siempre tan tardías como estériles, por el golpe de Estado financiero a Grecia, reconociendo ahora públicamente que “no fuimos solidarios con Grecia, la insultamos, la injuriamos”. 

Pero más allá del maquillaje y de las pretendidas buenas intenciones, en este tipo de debates para construir la supuesta nueva Europa no se cuestiona nada de los errores anteriores. No hay, por ejemplo, ningún balance de cómo la UE, en plena crisis de la deuda en 2010, sometió a los pueblos del sur de Europa a una auténtica doctrina del shock neoliberal que intervino sus economías y suspendió de facto su soberanía. Cierto que el Pacto de Estabilidad y Crecimiento está en suspenso, pero solo momentáneamente y debido a la excepcionalidad de la pandemia, en absoluto derogado como consecuencia de un análisis sobre sus desastrosas consecuencias. 

Igualmente sigue en su sitio la condicionalidad de los prestamos vía MEDE y sus correspondientes memorándums que marcaban a fuego los recortes de gasto público y la pérdida de soberanía económica, apenas matizados y en barbecho durante esta primera etapa de emergencia médica donde los hombres de negro podrían haber contrastado demasiado mal con las batas blancas sanitarias. Y, en cuanto al peso de la deuda, aunque sigue siendo uno de los problemas fundamentales y losa central de muchas economías europeas, se mantiene ausente de los grandes debates que se suceden en los despachos de Bruselas. Ni una palabra de cómo romper esa auténtica camisa de fuerza que impide afrontar los retos médicos, sociales y ambientales que tenemos por delante. 

Pero las élites comunitarias vuelven a hablarnos de una “nueva Europa” que supuestamente movilizará una cantidad ingente de dinero público para una cacareada reconstrucción sin precedentes en la historia de la UE. Y es cierto que, por el momento, las ayudas de Estado autorizadas a raíz de la pandemia son mayores que el plan original, pero en todo caso menores que lo que Alemania ha definido para rescatar a sus empresas, lo que es una primera indicación de una reconstrucción asimétrica que dañaría muy sensiblemente la capacidad de supervivencia del empleo en los países más golpeados por la pandemia. Es insuficiente y desigual. Con los planes que se discuten ahora, la UE volverá a la austeridad destructora. He ahí uno de los focos actuales de tensión entre y con las clases dominantes del centro de Europa. 

El dilema está servido: o mutualizar riesgos entre países para mantener un equilibrio político a escala comunitaria, pero contradiciendo los intereses de algunas élites empresariales que no ven con buenos ojos esas deudas compartidas y las transferencias anexas, o no hacerlo y dejar que sean los capitales del centro quienes reajusten el conjunto de la economía europea a riesgo de agrandar las fisuras ya existentes entre Estados miembro sin descartar eventual rupturas derivadas. 

En la recesión de 2009 y la crisis de la deuda soberana de 2011, una masiva transferencia de recursos de abajo hacia arriba inauguró una década perdida para las clases populares, pero de ganancias para las grandes corporaciones, que no han parado de aumentar sus beneficios y su poder. Un tiempo marcado por la combinación de escasez y desigualdad, donde la pérdida de peso de las rentas del trabajo en favor de las del capital reluce de forma especialmente sangrante. Tiempos de oligarquización acelerada del poder, un fenómeno que se erige a la vez como resultado, causa y eje central del nuevo ciclo histórico que vive una Europa de millonarios a costa de millones de pobres. Un auténtico secuestro de la democracia que tiene en la desigualdad su rostro más visible y amenazador. 

Para evitar que la salida de la pandemia y la gestión de sus consecuencias nos vuelvan a meter por la misma senda que hace una década, es imprescindible situar en el centro del debate europeo la reducción del poder económico y político de los de arriba mediante el reparto del trabajo y de la riqueza como eje central para atajar la desigualdad. Por ello es fundamental poner encima de la mesa la creación de un sistema extraordinario de “Tasa COVID” de ámbito europeo que grave los beneficios empresariales y los grandes patrimonios. Un mecanismo que permita que, a diferencia de 2010, cuando se socializaron las pérdidas, esta vez lo que se socialice sean los beneficios. Una herramienta concreta, aterrizada, de urgencia y útil, que cuestione el modelo de construcción de la Europa neoliberal o, lo que es prácticamente lo mismo, que cuestione el acaparamiento creciente del conjunto de los recursos por parte de una minoría peligrosa. 

Una “Tasa COVID” con el objetivo de crear un fondo especial solidario europeo-Covid19 administrado de forma coordinada entre los Estados que secunden la iniciativa, basada en la tributación excepcional de los dividendos y plusvalías, fortuna inmobiliaria y mobiliaria, plataformas y agencias financieras y transacciones especulativas de capitales. La tasa debe permitir hacer frente a los gastos masivos derivados de la nueva crisis: contribuir a la atención de las necesidades sociales más acuciantes con el propósito de garantizar condiciones dignas a toda la población; realizar inversiones en sanidad pública revirtiendo años de recortes; o contribuir a un necesario cambio de modelo productivo que responda a los desafíos sociales y ambientales subyacentes a la pandemia. La forma de financiar los programas nacionales de recuperación así como el esfuerzo presupuestario de la UE, rechazando las soluciones austeritarias que han sido la marca de la Comisión Europea en la última crisis. 

En definitiva, situar la redistribución de la riqueza y de los recursos como eje central de un programa ecosocialista. Frente a sus debates cosméticos y palabras vacías, traduzcamos en medidas concretas la consigna de que “nuestras vidas valen más que sus beneficios”. Evidentemente una tasa de este tipo no agota otras muchas medidas complementarias necesarias. Pero sí es una propuesta de urgencia. Y la urgencia es doble, porque el malestar de la gestión neoliberal de la nueva crisis volverá a reconfigurar lealtades. Si no apostamos decididamente por medidas en positivo, a la ofensiva, otros ocuparán ese espacio y crecerán a la sombra de nuestra incapacidad para levantar alternativas al desorden austeritario. Porque nuestro combate es tanto contra las élites que provocan la desigualdad como contra quienes se aprovechan de ella para convertir a los más golpeados en chivos expiatorios y exculpatorios de las primeras.