El pasado 13 de marzo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunciaba la declaración del estado de alarma como consecuencia de la situación de emergencia sanitaria causada por el coronavirus. Al día siguiente se publicaba en el Boletín Oficial del Estado. Millones de trabajadores nos vimos obligados a confinarnos en nuestros hogares ante el necesario frenazo de la movilidad para combatir la expansión de la pandemia. Ante tal situación muchas empresas tuvieron que superar la tan arraigada cultura del presentismo laboral para desplegar de forma apresurada e improvisada modelos de trabajo a distancia. El teletrabajo tomaba un carácter preferente, pese a que en muchos casos no se daban las condiciones más idóneas.
El teletrabajo es una forma de realizar la actividad laboral a distancia, normalmente desde nuestros domicilios. Es un modelo, por tanto, que evita a los trabajadores tener que estar presentes en el centro de trabajo habitual para la realización de la jornada. Su condición de posibilidad está asociada a los avances en el campo de las tecnologías de la información y la comunicación. Pero también a formas de organización del trabajo flexible y a una cultura empresarial fundada en la confianza.
España no es país para el teletrabajo. Determinados factores han obstaculizado la implantación de esta forma de trabajar en nuestro país: un tejido empresarial en el que predomina una pequeña empresa con enormes dificultades para llevar a cabo las inversiones necesarias; un amplio peso de sectores donde es imposible desplegarlo (turismo, construcción, etc.); y unos modelos de organización del trabajo y cultura empresarial en los que prevalece la desconfianza y el control presencial de los trabajadores. Incluso en el actual escenario, un número sustancial de empresas, pudiendo implantar el teletrabajo no lo ha hecho, poniendo en riesgo la salud de los trabajadores.
Según datos de Eurostat, en 2019, el 2,5% de los asalariados realizaban usualmente la actividad laboral desde su domicilio y el 1,7% ocasionalmente. Mientras, en los países de nuestro entorno europeo, el 3,5% (UE15) de los asalariados trabajaban usualmente desde su domicilio y un 11% fueron teletrabajadores ocasionales. En países como Suecia el 3,8% de los asalariados teletrabajaba usualmente y el 29,8% ocasionalmente; en Francia el porcentaje se situaba en el 4,7% y el 13,6%, respectivamente.
El teletrabajo reúne ventajas evidentes. Por supuesto mejora la calidad de vida, el bienestar y la satisfacción de las personas trabajadoras con el consiguiente impacto positivo sobre la productividad laboral: elimina el tiempo de desplazamiento a los centros de trabajo lo que permite evitar la siniestralidad en el trayecto, el gasto económico que supone y el estrés que genera; y puede favorecer la conciliación entre nuestra vida personal y profesional. Asimismo produce un impacto positivo sobre el medioambiente al reducir la contaminación asociada al uso del vehículo y sobre la balanza comercial al disminuir la demanda de combustible. E igualmente puede promover la redistribución de población hacia municipios fuera de la gran urbe.
Pero también existen riesgos y amenazas. Bajo esta forma de trabajo a distancia la frontera entre el tiempo que disponemos para nosotros y el tiempo que dedicamos a producir subordinados al poder empresarial se diluye. De este modo resulta sencillo extender la jornada laboral más allá de los límites establecidos con las implicaciones que este fenómeno tiene sobre nuestra salud. Asimismo el teletrabajo puede producir aislamiento social. El trabajo no es únicamente una actividad que realizamos para percibir un salario y así sostener nuestras vidas. Es también un espacio de imprescindibles interrelaciones sociales y de enriquecimiento personal derivado de los lazos que construimos a partir del roce y la convivencia con nuestros semejantes en los centros de trabajo. No podemos obviar esta dimensión. Al igual que el trabajo presencial, el teletrabajo no evita los trastornos físicos y psíquicos que pueden afectarnos y que ponen en riesgo nuestra salud. Y, finalmente, puede suponer un impedimento para nuestra promoción profesional.
Son tiempos para pensar qué permanecerá y qué cambiará después del punto de inflexión que supone el profundo impacto producido por la crisis del coronavirus. Hay quienes señalan que el teletrabajo ha venido para quedarse. Y muchos trabajadores esperamos que así sea, por la mejora que supone para nuestras vidas y las externalidades positivas que genera para el conjunto de la sociedad. Pero es necesario que esta implantación se desarrolle con garantías. Garantías de que no se produce ninguna arbitrariedad ni discriminación en las posibilidades de acceso voluntario a esta forma de trabajar. Garantías de que se respeta nuestra jornada laboral cumpliendo con el registro horario. Garantías en la puesta a disposición de los teletrabajadores por parte de la empresa de los medios adecuados para realizar la actividad. Y, por supuesto, garantías en la prevención de los riesgos laborales que pueden impactar negativamente sobre nuestra salud y que es responsabilidad de la empresa prevenir aunque realicemos el trabajo desde nuestros domicilios.
En este escenario, la negociación colectiva emerge como el instrumento imprescindible para una implantación y promoción del teletrabajo controlada, regulada y con garantías de que se respetan todos nuestros derechos, como forma de trabajo complementaria a la actividad laboral presencial. Empresarios y sindicatos estamos interpelados por esta “nueva realidad” que parece abrirse paso. Hagámonos cargo del desafío.