A finales del año pasado, los Ministerios de Ciencia y de Sanidad presentaron el Plan para la Protección de la Salud frente a las Pseudoterapias, el plan contará inicialmente con algo más de un millón de euros para campañas de sensibilización a la población sobre este asunto, que afecta a un derecho fundamental como es el de protección a la salud. Se entiende por pseudoterapia cualquier práctica orientada a la mejora de la salud que no cuenta con respaldo empírico que avale la eficacia con la que se presenta. Un concepto difícil de delimitar y mudable, pero que recoge algo de la realidad asistencial a la que se ven expuestos los pacientes, ya sea por profesionales sanitarios titulados o por embaucadores más o menos convencidos de su método.
La Psicología no es ajena a todo esto. Por un lado, por lo que pudiera contribuir a explicar la aparente efectividad de las pseudoterapias de cara a una clientela lega, que paga por garambainas en un entorno de sutiles atenciones. Por otro, por la cuota que le corresponde en la proliferación de estas prácticas sin respaldo empírico dentro de su colectivo profesional y académico.
En el campo de la psicología clínica, hay constatación empírica por ensayos clínicos controlados de la eficacia de algunos tratamientos psicológicos en una gran variedad de problemas y trastornos mentales. Disponemos de numerosa investigación que avala que el tratamiento psicológico es eficaz en la comparación con la no intervención, el placebo y el tratamiento habitual. También sabemos que es más recomendable que el tratamiento psicofarmacológico, tanto por el balance beneficio-riesgo como por sus efectos a largo plazo, en una parte importante de los trastornos mentales más prevalentes, como los relacionados con la ansiedad o la depresión.
Sin embargo, del escaso tercio de las personas con un trastorno mental que llega a contactar en el último año con los servicios sanitarios, sólo una minoría recibe algún tratamiento psicológico, por lo general combinado con psicofármacos. Esto es atribuible en gran medida a la infradotación de profesionales de la psicología clínica en los hospitales y, en especial, en Atención Primaria. Pero también sabemos que de entre aquellos que acceden a un tratamiento psicológico, hay un número de casos, siempre difícil de determinar, que acaban siendo tratados con prácticas cuestionables, ya sea porque éstas no tienen apoyo empírico alguno o porque no lo tienen para el problema del paciente, pero que se presentan como tratamientos validados. De los varios centenares de variantes psicoterapéuticas, una sustancial mayoría no ha sido sometida nunca a un examen riguroso de su eficacia. Otra medida de la brecha entre la investigación y la práctica también se observa en las encuestas a profesionales que revelan que la mitad de los psicólogos nunca siguen manuales de tratamiento de psicoterapias basadas en la evidencia; o que, por ejemplo, apenas un tercio de los terapeutas que aplican la terapia cognitivo-conductual en los trastornos de ansiedad, que es la que cuenta con mayor apoyo empírico, utilizan técnicas de exposición, pese a ser éste un componente clave en la eficacia del tratamiento. La alternativa puede ser un tratamiento menos eficaz u otro con ninguna eficacia contrastada.
Las pseudoterapias psicológicas pueden resultar problemáticas por distintas razones. Primero, porque pueden causar daños per se, como en el caso de las terapias que sugestionan falsos recuerdos, que han motivado cientos de denuncias contra psicoterapeutas en los EEUU. Segundo, y más comúnmente, porque alejan al paciente de las terapias de las que razonablemente pueden esperar algún beneficio. Y, por último, porque merman el prestigio social de la profesión y la confianza en sus fundamentos científicos.
Ciertamente, como han señalado desde colectivos profesionales de la Psicología, el citado plan contra las pseudoterapias debe contar con expertos en el campo de los tratamientos psicológicos, pero no para que hagan una defensa gremial, sino para que ayuden a esclarecer lo que tiene algún fundamento científico y lo que no. En este sentido, la controvertida aportación inicial del Consejo General de la Psicología al plan que pudo leerse como que “algunas de las que pueden ser consideradas pseudoterapias pueden suponer beneficios contrastados para la salud de los pacientes, cuando son utilizadas correctamente por profesionales psicólogos en el marco de una adecuada relación terapeuta-paciente” es un ejemplo de lo que no procede manifestar, e hizo bien en publicar aclaraciones poco después de la escandalera que provocó esa aportación. Como tampoco resulta convincente el argumento de que la complejidad y multideterminación de la conducta humana la hacen inaprensible a la ortodoxia del método científico, como han venido a sugerir otros colectivos que se han sentido igualmente aludidos por el plan ministerial.
Las pseudoterapias psicológicas existen y hay que hacer lo posible por ponerles coto. Esto no va en contra de procedimientos nuevos o no probados, incluso aunque sean a primera vista poco plausibles; lo que significa es que éstos deben ser escrutados para determinar si soportan el rigor de las pruebas científicas. En la práctica clínica, los procedimientos sin la suficiente contrastación de su eficacia, aunque sus escuelas tengan honda raigambre en el campo de las psicoterapias, tampoco deberían presentarse, de acuerdo con la propia deontología de los psicólogos, como si fueran terapias validadas como primera línea de tratamiento.
El colectivo de psicólogos, principalmente a través de sus colegios profesionales y sociedades científicas, debe hacer algo más que resaltar las singularidades y los condicionantes de nuestra disciplina frente al plan contra las pseudoterapias. Es hora de identificar no sólo los tratamientos que funcionan y las buenas prácticas existentes, sino, a la vez, lo que está desprovisto de apoyo empírico o es potencialmente dañino. Esto supone también combatir públicamente las afirmaciones infundadas de los proponentes de algunas pseudoterapias, incluso sancionarlas por los cauces de la deontología cuando afectan a los psicólogos; así como ser cautelosos a la hora de publicitar o invertir recursos formativos en algunas de estas cuestionables prácticas, recursos que sí deberían destinarse en cambio al entrenamiento de los profesionales en un pensamiento crítico que permita distinguir entre la investigación científica y la pseudocientífica. Seguramente el desmesurado número de psicólogos (más de 70.000 colegiados) y en particular de egresados de las facultades de Psicología españolas cada año (unos 7.000) que no tienen posibilidad real de obtener formación sanitaria en los programas de posgrado oficiales, hace más difícil esta empresa. Pero debemos asumir que si no la emprendemos nosotros, no podremos lamentarnos después de que otros intervengan, con mayor o menor criterio.