El pasado domingo 23, el grupo de activistas contra el cambio climático alemán Letzte Generation (Última Generación) lanzó puré de patatas sobre un cuadro de Monet en el Museo Barberini, Potsdam. Como la semana anterior, cuando activistas británicas actuaron de manera similar con Los Girasoles de Van Gogh, el objetivo de la acción no perseguía otra cosa que denunciar la inoperancia e ineficiencia de los gobiernos de todo el mundo a la hora de luchar contra el irrefrenable proceso de calentamiento global que estamos viviendo. La elección del verbo actuar para calificar estos sucesos no es baladí, ya que este tipo de intervenciones están basadas, precisamente, en escenificaciones, verdaderos dramas de alto contenido simbólico cuya función esencial es hacernos pensar.
La presencia constante y general de las redes sociales ha llevado a que este tipo de organizaciones apueste por acciones muy llamativas, con alta capacidad viral, como forma de hacer llegar su mensaje a un público lo más amplio posible. El mecanismo es similar al usado por Greenpeace en los años 80 cuando situaba sus frágiles lanchas inflables delante de enormes buques que lanzaban residuos por la borda. La diferencia, más allá de las características de la propia organización, y en referencia a la propia acción, es que hoy día las redes permiten a cada uno de sus usuarios devenir un auténtico creador y emisor de contenidos, cuando hace solo unas décadas existían escasos canales (prensa, radio, TV) y en gran cantidad de ocasiones se encontraban bajo control estatal.
Existe, sin embargo, otra diferencia, una que ha llevado a muchos usuarios de estas mismas redes a tildar de “terroristas” a los activistas ejecutores de estas acciones. Y es que el objeto, en esta ocasión, de las protestas pivota sobre una obra de arte, algo imperdonable hoy día.
Así, los principales críticos de estas dos auténticas performances han subrayado el hecho de la fragilidad de la obra y, además, en un giro altamente condescendiente, alertado sobre el desconocimiento por parte de las activistas de que la pintura estuviera protegida con un cristal, o de que, en próximas ocasiones, si no se ponía remedio, las acciones podrían llegar a realizar un daño mayor a los cuadros o, incluso, suponer un primer paso en una rápida escalada en el tipo de acciones desarrolladas. Estos aspectos han quedado desacreditados durante los últimos días, cuando la organización Just for Oil, que actuó sobre Los Girasoles, justificó y explicó su acción con todo detalle, o cuando la acción sobre la obra del Museo Barberini se ha llevado a cabo, de nuevo, sobre una obra protegida con un cristal, no resultando en ningún tipo de daño según ha reconocido el propio museo y siendo exhibida como si nada en breve.
Los activistas hacen bien en señalar la preferencia que, en muchas ocasiones, la opinión pública, y las propias administraciones, tienen sobre ciertas obras de arte, así como en la especial consideración que se ofrece a las mismas, algo que la propia alarma generada ha puesto de manifiesto. Y esto es así porque, en cierta medida, la Cultura —con mayúsculas—, representada por las obras de Van Gogh y Monet, ha devenido una forma de articulación de las sociedades capitalistas contemporáneas, las cuales han sacralizado al arte y convertido los museos en auténticos templos.
En sociedades secularizadas como las nuestras, el papel que antiguamente ocupaba la religión, como elemento generador de sistemas clasificatorios que determinaban la separación entre lo sacro y lo profano y administra el poder que eso supone, ha pasado a ser ocupado por otras instancias, manteniendo en funcionamiento los mecanismos sociales que lo hacen posible.
Una de estas es, de hecho, la de la cultura, aunque no cualquier cultura, sino la alta cultura. Museos, obras de arte, artistas reconocidos, etc., llenan el espacio que antes ocupaban catedrales, sacramentos y sacerdotes. Su funcionalidad es la misma, organizan nuestro mundo otorgando relevancia y dividiendo este entre lo intocable (sagrado) y lo ordinario (profano), o entre distintas sacralidades, potenciadas por las redes sociales.
Es desde esta posición que podemos interpretar los exabruptos, diatribas desaforadas y la condescendencia y cierto machismo con los que se han criticado las acciones sobre los cuadros de Van Gogh y Monet por activistas medioambientales. No estamos simplemente ante una acción performativa de denuncia, sino ante un verdadero crimen iconoclasta, una profanación. Se ha cometido un pecado y, como tal, es imperdonable. La cultura está aquí para iluminarnos, Los Girasoles son sagrados y no pueden ser objeto de sacrilegio, por lo que estas escenificaciones militantes se han convertido en profecías —nunca mejor dicho— autocumplidas: el arte o la cultura son más importantes que el medio ambiente.
La duda es si, finalmente, nos han hecho pensar.