Contra lo que algunos piensan, el conflicto catalán no es un problema que ataña exclusivamente a los catalanes y que estos deban resolver por sí mismos. El procés es, por definición, una cuestión de Estado porque lo que pone en juego es la integridad territorial y, al mismo tiempo, evidencia que en una parte de España un considerable número de personas ya no se siente identificada con un proyecto político y social común y aspira a constituir una nueva entidad estatal. Lo sucedido en Cataluña en los últimos años tiene diversas causas, pero sería absurdo pensar que su trasfondo no encuentra su explicación en un sentimiento nacional propio compartido por muchos ciudadanos, algo que no es nuevo y que tampoco se ha inventado a conveniencia. Quien no lo reconozca, será incapaz de valorar la verdadera naturaleza del problema.
El procés ha levantado ampollas en la sociedad española y también en la catalana. No solo por su objetivo, sino también por la forma en que las fuerzas políticas independentistas y las instituciones catalanas lo enfocaron. Un mal entendimiento del principio democrático y del valor de la legalidad llevaron el procés a un terreno pantanoso, con las consecuencias que todos conocemos. Fue un grave error de cálculo porque en un Estado democrático y de derecho todas las aspiraciones políticas deben promoverse de acuerdo con las reglas y condiciones que establece la Constitución.
El desarrollo del procés mediante la acción unilateral no sólo no consiguió su objetivo, sino que propició la respuesta del Estado derivada de esa acción unilateral. No es mi intención valorar aquí el alcance de esa respuesta, ni su proporcionalidad respecto a lo realmente ocurrido, pero sí quiero destacar que el juicio del procés no sólo no ha puesto punto final al problema, sino que ha contribuido a enquistarlo. Después de los hechos de octubre de 2017 se han producido dos citas electorales en Cataluña y las fuerzas independentistas han revalidado claramente su mayoría parlamentaria. Y en esta fase de post procés la vida política catalana no solo continúa girando en torno a la independencia, sino que ha logrado sumar a su causa el relato de la represión contra los políticos independentistas y crear la imagen, compartida por mucha gente, de que España no es un Estado democrático. Un relato que cada vez resulta más victimista, que intenta vivir de la apariencia y proclive a la manipulación de los hechos.
Me temo que mucha gente en España no conoce hasta qué punto muchos catalanes están instalados hoy en un imaginario que poco tiene que ver con la realidad de las cosas. Y una de sus principales consecuencias es la crisis de consentimiento y de aceptación respecto del sistema constitucional vigente que se ha instalado sobre amplias capas sociales, incluidas aquellas que no hace muchos años confiaban en una relación entre Cataluña y España basada en el pacto. Las crisis de consentimiento constitucional puede que no sean peligrosas cuando afectan a una pequeña parte de la sociedad, pero esto no ocurre en Cataluña, donde es especialmente extensa.
Se acaba de formar un nuevo gobierno y cabe esperar que se generen expectativas respecto a cómo solucionar el conflicto existente. En este punto, hay que considerar dos escenarios, el que se presenta en Cataluña con un independentismo dividido como es bien sabido y el que se abre en España ante esta nueva situación política. La presidencia de Pere Aragonés puede suponer un cambio respecto de la situación anterior claramente marcada por la estrategia de la confrontación; sin embargo, tiene en su contra la fiscalización a la que le va a someter su socio de gobierno que, en el fondo, espera que fracase la Mesa de diálogo para volver a imponer su relato rupturista. Por su parte, Pedro Sánchez tiene ahora la oportunidad de mover ficha con los indultos y sentar con ello unas mínimas bases de confianza para la negociación.
En mi opinión, estamos ahora en un momento determinante para salir de la actual situación de bloqueo, aunque reconozco que los pasos a dar requieren mucho coraje por ambas partes. Este coraje pasa por que el independentismo, o una parte del mismo, aterrice y asuma que su estrategia fue un error; no se le puede exigir que renuncie a su proyecto, aunque sí que lo defienda dentro de unos cauces que respeten las reglas de juego establecidas. Y también pasa por que el Estado asuma de una vez por todas la naturaleza del problema y proponga a los catalanes un pacto digno y a la altura de las expectativas que tiene una comunidad nacional como es Cataluña.
La historia contemporánea de España pone crudamente de relieve, como dijo Ortega y Gasset hace muchos años, que la relación entre Cataluña y España no irá normalmente más allá de una conllevancia, porque ni España ha conseguido asimilar a Cataluña, ni Cataluña ha tenido hasta ahora la fuerza y la capacidad suficientes para emanciparse de España. Lo ocurrido con el procés es una buena muestra de ello y lo deberían tener en cuenta ambas partes. La negociación y el acuerdo son imprescindibles para salir de una situación inestable y que aún puede generar sorpresas desagradables si no se soluciona rápido. Quienes crean que el conflicto catalán se va a desinflar por cansancio de los propios catalanes conocen poco Cataluña y asumen un grave riesgo.
Hace años hizo fortuna la expresión patriotismo constitucional como forma de reacción frente a las pulsiones nacionalistas. Pero creo que fue un error vincular ese patriotismo a una idea uniforme de España cuando se trata de un país claramente plural en sentido territorial y social. Querer anular esa pluralidad no es hacer patriotismo, sino todo lo contrario. Lo que ha pasado con el procés debería permitir sacar conclusiones sobre esto y, más importante aún, servir para encarar el futuro inmediato. Muchos catalanes ya no confían en el pacto con el Estado, es cierto, pero también lo es que desde la sentencia del Estatut no ha habido ninguna propuesta concreta y no sabemos cómo puede reaccionar mucha gente ante algo tangible después de haber visto como la independencia prometida no ha llegado.
En cualquier caso, como se dice castizamente, es la hora de coger el toro por los cuernos y confiar en que los responsables políticos asuman riesgos aunque, hoy por hoy, no parece fácil, ni tampoco que todos estén dispuestos a actuar con sentido de Estado y dejar en segundo plano sus intereses partidistas. El tema catalán es muy goloso cuando se trata de hacer ruido y esto complica mucho las cosas. Sin embargo no es un tema a resolver sólo por el Gobierno de turno porque necesita complicidades, sobre todo si se trata de buscar soluciones que permitan romper el relato del todo o nada en el que se parapeta el independentismo más radical. No habrá solución al problema catalán mientras los dos principales partidos españoles no asuman que tienen que colaborar al respecto.
Seguramente seremos los catalanes los que tengamos que resolver nuestro problema. Esto solo puede suceder en las urnas porque todo se reconduce en el fondo a la democracia. Pero si nadie arriesga y ofrece nada nuevo y atractivo será difícil que cambie nada.