La vuelta a la actividad tras la mayor crisis social que hemos vivido en los últimos años nos enfrenta a una nueva normalidad donde la movilidad sostenible, y en especial el transporte público, va a ser un elemento clave de la configuración de nuestras ciudades. Es necesario realizar un análisis riguroso acerca de cómo reconfigurar nuestros hábitos en todos los campos y nuestra forma de movernos tras la COVID-19 debe ser foco de debates y propuestas. Esta pandemia mundial va a cambiar nuestra forma de pensar y afrontar los problemas colectivos en muchos aspectos y la movilidad urbana es una parte fundamental. Evitar un posible rebrote de la pandemia o prepararnos para nuevos virus pasará por aplicar lógicas de salud preventiva en todos los aspectos de nuestras vidas.
Una de las principales medidas que se han tomado para evitar el colapso del sistema sanitario ha sido la restricción de la movilidad para evitar contagios; sin embargo, en las próximas semanas tendremos que definir las medidas para un levantamiento paulatino de las restricciones actuales que satisfaga nuestras necesidades de desplazamiento. Las recomendaciones sanitarias se han dirigido a minimizar el uso del transporte colectivo, recomendando el uso de la bicicleta o los desplazamientos a pie como modo preferente, frente al uso del coche. Esta recomendación se enmarca desde la apuesta por minimizar el riesgo de contagios pero conlleva el riesgo de que se instaure en el imaginario colectivo una percepción negativa del transporte colectivo.
Sin embargo, el transporte público es el único completamente universal, ya que el 42% de la población no dispone de coche particular ni de carnet de conducir o convive con alguna discapacidad motora o sensorial que imposibilita los desplazamientos a pie o en bicicleta. Prueba de ello es que en estos días de movilidad restringida se han seguido realizando más de 800.000 viajes diarios en transporte público, al tiempo que sus trabajadores y trabajadoras han sido considerados personal esencial. De hecho, los operadores de transporte han realizado verdaderos esfuerzos para garantizar la seguridad del servicio con desinfecciones diarias, retirada de pago en efectivo, acceso por la puerta trasera o uso de mascarillas mientras se priorizaba un número de vehículos suficiente que permitiera el distanciamiento social. Dichas medidas se han implementado en tiempo record, buscando garantizar la movilidad de toda la población esencial.
Tras la crisis actual se abre una ventana de oportunidad para la movilidad sostenible, especialmente para los viajes a pie y en bicicleta, pero también debe serlo para el transporte público. Más del 40% tiene su centro de trabajo en un municipio distinto al de residencia llegando a aumentar hasta el 70% a medida que desciende el tamaño de la ciudad. En un escenario donde se espera un descenso importante de la movilidad asociado al desempleo y al aumento del teletrabajo, el coche parece que se presenta como la solución lógica. La industria que rodea el automóvil abraza ya ilusionada esta idea, impulsada por el descenso de beneficios que están afrontando, mientras piden que se elimine toda restricción a los límites de contaminación, en contra de cualquier recomendación sanitaria, y se promocione así el medio de transporte más ineficiente y contaminante.
Llegados a este punto cabe preguntarse si esta movilidad será efectivamente más segura en términos sanitarios. La primera cuestión con la que nos enfrentamos es la falta de espacio en nuestras calles para las personas que hipotéticamente decidieran bajarse del transporte público y subirse al coche. Paradójicamente, a pesar del previsible descenso del número de viajes mencionados, este trasvase modal a favor del coche provocaría que un entorno urbano aún más colapsado e inundando de vehículos estacionados, provocando que se disparen los niveles de congestión, de ruido y de contaminación debidos al tráfico. La apuesta debe ser por el transporte público, cuyo uso contamina ocho veces menos por viaje y necesita 15 veces menos espacio que el coche.
La segunda cuestión es la incidencia de la contaminación atmosférica en un escenario donde debe priorizar la protección de la salud. Evitar la emisión de gases contaminantes, principalmente óxidos de nitrógeno, ozono y partículas en suspensión, evitaría la muerte de hasta 33.200 personas al año en España. Dichos contaminantes provienen principalmente de las emisiones realizadas por los coches, que también provocan una reducción de la esperanza de vida producida por el elevado nivel de exposición al ruido de tráfico en grandes ciudades. El número de personas con alto riesgo frente a enfermedades como la COVID19 aumenta con altos niveles de contaminación y al presentar patologías comunes su efecto es redundante sobre los afectados. Además, comienza a haber evidencias científicas que relacionan la velocidad de transmisión del COVID con elevados índices de contaminación en las ciudades, al igual que los picos de gripe coinciden con picos de contaminación. Hoy ya sabemos que un pequeño aumento en la exposición a largo plazo a partículas PM 2.5 conduce a una exposición 20 veces mayor a la tasa de mortalidad de COVID-19 respecto a la observada por las demás causas.
Se produce, por tanto, la principal contradicción de las recomendaciones lanzadas ya que el riesgo que soportaríamos como sociedad frente a una nueva pandemia aumentaría si la transformación de la movilidad se instala en un mayor uso del coche, sumado, además, a los efectos nocivos de la contaminación que ya conocemos.
Del mismo modo que una de las ideas clave de la salida de esta crisis es que es necesario un aumento de la inversión en sanidad pública, otra de estas ideas debe ser que hay que apostar por una mejor financiación del transporte público. Dicha apuesta pasa por una ley de financiación largamente pedida por los gestores de transporte público, destinada a estabilizar y aumentar el servicio. Una estabilidad necesaria para un sector tan esencial como vulnerable al descenso de ingresos tarifarios; la inacción de la Administración ha dejado a todos los operadores al borde de la quiebra mientras se volcaban por garantizar un servicio de calidad sin reparar en costes. Y un aumento de la financiación que garantice una mejora del servicio para toda la población, un servicio más eficiente que suponga una alternativa real para quien decida dejar el coche. Es necesario aferrarse a la evidencia técnica y alejarse del populismo de la gratuidad como manera de aumentar el uso del transporte público. Las ciudades, nosotros y nosotras, necesitan más y mejor transporte público. Es una una cuestión de supervivencia para la salud colectiva.
Caminen, pedaleen y usen el transporte público. Es por nuestras vidas.