Entre nosotros y la vida real

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Dos más dos es cuatro, cuatro más cuatro es ocho, el ocho es el símbolo de una progresión sin final, etcétera. Para los numerólogos, 2024 va a ser –ya está siendo– un buen año. Para quienes preferimos otro tipo de números, y tenemos un entusiasmo moderado por el pensamiento mágico, puede que vaya a ser un desastre. Prácticamente la mitad de la población mundial vota este año, en más de setenta países. Y lo hace condicionada por el nihilismo de sus fuerzas políticas, la radicalización y fragmentación de la sociedad –un fenómeno que es producto de, y se expresa en, la desaparición de la franja media de ingresos: el centro cederá–, la emergencia de tecnologías disruptivas, la desinformación y un empobrecimiento de la discusión pública como consecuencia de una pérdida de la calidad de la educación que es perceptible con cualquiera de los métodos de medición que se empleen, incluyendo la observación directa.

“Desinformación” pareciera ser aquí la palabra clave. El informe anual de riesgos del Foro Económico Mundial, que recogía la opinión de mil quinientos expertos, ya la consideraba el principal riesgo que enfrenta la humanidad a corto y mediano plazo junto con el desastre climático. Un año antes, no figuraba ni siquiera entre los diez principales. Del presente se puede decir casi todo, excepto que carece de ironías. Que el Foro de Davos, donde una vez al año se reúnen las mayores fortunas del mundo y los líderes políticos de mayor peso, denuncie una desinformación que es funcional a su proyecto de un crecimiento ilimitado de la producción y del consumo –en un mundo físico que, por definición, no lo es– es una de esas ironías. (De acuerdo con un nuevo informe de la Agencia Internacional de la Energía, las empresas que proveen servicios tecnológicos, las de inteligencia artificial y las de criptomonedas, todas ellas en manos de los asistentes habituales a Davos, habrán duplicado en 2026 su ya desmesurado consumo de electricidad, por ejemplo). Otra de esas ironías consiste en el hecho de que, desde hace semanas, la prensa nos alerta de una desinformación que, ingenua o cínicamente, presenta como un fenómeno nuevo al que estaría haciendo frente.

Nunca el más insincero de los interlocutores, el escritor austríaco Heimito von Doderer afirmó en una oportunidad que “el periódico es la mejor pantalla que podemos poner entre nosotros y la vida real”. Podría parecer una simple humorada, pero Von Doderer no era humorista. Y, en cualquier caso, hay mucho de verdad en su afirmación. En especial si se considera que, legítimamente, el periodismo no sólo “informa”, “interpreta” o “difunde” noticias, sino que también las crea para dar forma así a eso tan inasible, “la vida real”. Si tienen alguna importancia, sus advertencias más recientes contra la “desinformación” tienen la relevancia de lo que señala una tendencia: la amenaza al monopolio de la construcción de realidad por parte del periodismo que suponen las tecnologías disruptivas.

Quienquiera que haya estado medianamente despierto en los últimos treinta años habrá comprobado –una y otra vez, país tras país– que a una disminución de la calidad y la relevancia del periodismo la siguen, por lo general, una disminución de la calidad democrática y un menor entusiasmo por la democracia. Si 2024 es un año tan peligroso es porque, como puso de manifiesto anticipadamente la elección presidencial argentina de diciembre de 2023, en este momento, unas elecciones democráticas son el vehículo más idóneo para el acceso al poder de las ideas más antidemocráticas. Y estas entusiasman al electorado, en buena medida, porque la prensa ya no está en condiciones de crear para sus consumidores una realidad que exprese un ideal inclusivo, plural y democrático.

La crisis del periodismo es multiforme: no se trata sólo de que los periódicos ya no vendan –o no vendan lo suficiente–, sino también de que su pérdida de rentabilidad lo es también, simultáneamente, de calidad y de objetivo. ¿Por qué continuar apostando por la prensa de calidad en un momento en que tecnologías disruptivas como las redes sociales y las inteligencias artificiales permiten a sus usuarios creer que están informados? ¿Y cómo justificar esa apuesta cuando incluso los periódicos más serios –inmersos como están en la confusión entre lo que fueron, lo que son y lo que podrían llegar a ser en un futuro que, a diferencia del que tenemos, no vaya a ser completamente distópico– escogen y dan forma a sus contenidos recurriendo a métricas que privilegian el impacto en redes sociales antes que eso tan difícil de medir, la calidad del contenido y la posibilidad de que contribuya a un diálogo en torno a los asuntos públicos cada vez más amenazado? Unos días atrás, el despido del columnista de uno de los periódicos de mayor circulación centró una discusión acerca del periodismo, la censura, la tolerancia –incluso de la del nacionalismo más rancio, la misoginia y el relato conspirativo–, la radicalización del discurso público y el modo en que éste vulnera cada vez más no solamente el principio de la convivencia democrática sino incluso el sentido de la realidad de quienes participan en ella. Pero la discusión soslayó otros desarrollos, algunos incluso más importantes, como el despido de ciento quince empleados de Los Angeles Times, uno de los periódicos estadounidenses más exitosos. Es tan absurdo sostener que el actual es “el peor Gobierno que ha tenido la democracia española” como afirmar que es el mejor u olvidar que la alternativa a ese Gobierno era el triunfo de fuerzas políticas cuyo propósito implícito es dinamitar esa democracia. Y es igualmente absurdo afirmar que el periodismo es el dique de contención de la desinformación de la que se benefician esas fuerzas políticas sin tomar en consideración el hecho de que, en nombre de la rentabilidad, y de la supuesta necesidad de continuar siendo relevante, una parte del periodismo se ha puesto en manos de las tecnologías que provocan la desinformación y la destrucción de la democracia. ¿Cuánto tardaremos aún en leer titulares del tipo 'El Papa es gilipollas' sólo porque generan muchos clics y eso gusta a los directores de los periódicos incluso aunque de esos clics su periódico no obtenga ningún beneficio? ¿De verdad alguien cree que Google y Meta compensarán las pérdidas que generan a los periódicos por el uso de sus contenidos, unos 13.900 millones de dólares anuales según los últimos datos? ¿Y cuánto tiempo más tomará el que incluso en los periódicos de calidad se imponga la máxima periodística de acuerdo con la cual un periodista nunca debe permitir que la realidad le impida escribir una buena pieza? Dos más dos es cuatro, cuatro más cuatro es ocho y el ocho es el símbolo de una progresión sin final. Pero puede que nuestro futuro inmediato se juegue en las páginas de la prensa mucho más que en las tablas de los numerólogos y en la capacidad de la primera de volver a crear una realidad inclusiva, que nos interpele a todos.