Entre la vida y la televida

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Con frecuencia se recurre a la condición analógica para definir situaciones de características caducas, de algo pasado de moda, y a menudo el imaginario colectivo asocia dicha condición a la idea de algo propio de otro tiempo. La actitud de la banca en España, iniciada tras la crisis financiera y acelerada por la pandemia, encaja como pocas otras cosas en esa conceptualización, con el abandono de sus servicios tradicionales en favor de la actividad exclusivamente comercial, el cierre de sucursales y la supresión de empleos, con la entronización de las apps y con el abandono de la España rural y de los barrios, y, como consecuencia, con las consiguientes colas de personas, muchas de ellas jubiladas, a las puertas de las cada vez más escasas entidades bancarias.

En este mismo sentido, un estudio reciente realizado en el País Vasco sobre el retraso en los conocimientos de los alumnos durante el periodo de confinamiento en la pandemia, muestra la brecha de la docencia telemática con respecto a la enseñanza presencial y a su vez entre la enseñanza pública y la enseñanza concertada, en favor de esta última.

La atención primaria, con su carácter inseparable de ciencia y de relación humana, también se había visto desplazada en los últimos años por la atención tecnológica hospitalaria y se ha precipitado ahora, como consecuencia de la pandemia, hacia la telemedicina, lo que ha acentuado la crisis de su modelo de atención comunitario y con ello el malestar de los ciudadanos. Un malestar que se ha vivido de forma especial en el ámbito de la salud mental.

De modo que, según lo que se ha escrito en estos últimos tiempos, la banca, la educación y la atención sanitaria comunitaria son algunos de los ejemplos más paradigmáticos de la transformación analógico-digital que sufren los ciudadanos, y que están sentando las bases de una brecha tan profunda que en realidad es un verdadero déficit social y democrático.

La digitalización ha sabido jugar muy bien sus bazas. A ello hay que añadir que el coronavirus ha sido un gran catalizador de la transición y de la transformación digital. A todo esto se suma que los equilibrios que permitían a las democracias del mundo mantener su posición respecto al estado social se han alterado con la catástrofe que ha significado la pandemia. Esto se puede percibir en particular en distintas parcelas de la vida como la sanidad, la educación o la administración pública y con un balance contradictorio a veces positivo y muchas veces, negativo.

Dada la trascendencia de la digitalización, para el mundo, parece importante recordar también que los países europeos y sus democráticos estados nación han perdido influencia geopolítica en favor del ciberespacio. Además, estos países se encontraban durante la revolución digital gobernados en el marco de la legislación de la UE que, a pesar de desarrollar una normativa muy avanzada en el terreno de los valores éticos y democráticos, y en la regulación del ciberespacio, como por ejemplo en materia de protección de datos, sin embargo sigue arrastrando un importante déficit previo, fundamentalmente derivado del alejamiento de sus instituciones con respecto a los ciudadanos.

Por eso este contexto histórico, así como determinadas cuestiones derivadas del fenómeno digitalizador, pueden resultar preocupantes para quienes creemos en la democracia. Y aquí, entendemos por democracia, como Hanna Arendt, la participación activa de las personas en las decisiones sobre los asuntos públicos; esto es, algo más que la mera protección de ciertos derechos individuales fundamentales. No se puede olvidar que estamos en plena guerra (y no solo de ideas) contra la forma de vida y valores de las sociedades democráticas y nos encaminamos hacia un nuevo escenario bipolar o multipolar en el que una parte muy grande de la población mundial está gobernada por autocracias.

Un aspecto menos aireado hasta ahora en los análisis que se han hecho de la digitalización sin control ha sido el de la transformación que está produciendo en nuestras vidas en los diferentes ámbitos. Y demuestra que la gran ofensiva contra los valores basados en el acercamiento de las administraciones a los administrados no procede solo de los bancos, que también, sino de la administración pública, de alguno de los bastiones más importantes del estado social como el servicio sanitario público e, incluso, de algunas universidades y centros educativos, con su obsesión por la atención telemática y sus telerreuniones, en las que la participación, la relación humana terapéutica, la enseñanza en valores, el control democrático y el debate son más difíciles y por lo tanto la tarea de los servicios y de sus órganos de dirección, huérfanos de relación personal y de oposición presencial, más fácil y al tiempo menos diversa y enriquecedora.

De cómo resolvamos la salida de estas últimas crisis depende en gran medida nuestro futuro. La magistrada Natalia Velilla destaca en uno de sus artículos que formamos parte de la primera generación que se encuentra el enorme cambio que ha supuesto la sociedad de la información. Los cambios se suceden tan rápidamente que los restos de las relaciones presenciales parecen un recuerdo de un tiempo protagonizado por otros valores democráticos, poco menos que anticuados, unos valores que respetaban una cultura basada en las relaciones humanas. Eso no implica que tengamos que renunciar a los avances que han venido de la mano de las tecnologías, pero nuestro presente, y el futuro, no pueden estar dominados por una relación dependiente con la tecnología para la que por otra parte aún no estamos preparados. No basta pues con la receta de la educación digital ante los problemas que se plantean y ante los que se avecinan. Porque no es solo que se haya desarrollado hasta la hipertrofia todo lo que es más propio de la televida que de la relación humana y que, paradójicamente, se haya perdido también la oportunidad de dedicar una máxima atención hacia otras múltiples posibilidades de la digitalización, como por ejemplo en la atención a personas dependientes (y no dependientes). No es solo eso. En ese río revuelto pescan las autocracias.

La falta de relaciones humanas podría llegar a impedir, lo está haciendo ya, que las personalidades individuales confluyan en comunidades, de modo que no será posible, por tanto, que de estas resulten interacciones más amplias de unos pueblos con otros. En definitiva, hay una cuestión que nos concierne especialmente y a todos: es preciso que entendamos que sin relaciones no es posible un mundo humano; será posible un mundo cibernético, pero no humano.