Si el otro día hablábamos de la resistencia del PP a la radioactividad, hoy vamos con la calidad ignífuga del presidente. Todos dicen que se está achicharrando estos días con las revelaciones de Bárcenas, y a la vez se preguntan cuánto tiempo más podrá seguir ardiendo, y se admiran de que a estas alturas no sea ya un montoncito de ceniza, tras varios meses en el crematorio Bárcenas.
El secreto de la resistencia a Rajoy al fuego es que ya ha desarrollado callo, se le ha curtido la piel. Es el resultado de una década sometido a altas temperaturas, pues si repasamos la biografía política de Rajoy veremos que lleva diez años sin apenas salir de la hoguera. Unas veces con brasas, otras con llamaradas, pero no ha dejado de estar expuesto al fuego en todo ese tiempo.
Desde que asumió la gestión del desastre del Prestige a finales del 2002 y acabó de chapapote-plastilina hasta las cejas, Rajoy ha ido encadenando un marrón tras otro, como si tuviese un imán para la desgracia.
Fue elegido candidato, sí, pero tuvo que aguantar el peso del dedazo durante mucho tiempo, y el aliento constante de quien pronto pareció arrepentirse de haberlo designado. Después se comió una derrota electoral aliñada con la escandalosa manipulación de los atentados del 11-M, y a partir de ahí tuvo que atravesar el desierto de la oposición con los suyos tirándole piedras, incluida esa misma prensa que hoy dispara a matar.
Cuando parecía que empezaba a levantar cabeza y consolidaba su liderazgo, se destapó la Gürtel, otra hoguera que lo fue horneando durante meses al ritmo de las revelaciones judiciales, policiales y periodísticas. La panda de Don Vito y el Bigotes, el amiguito del alma con sus trajes pagados, los imputados que se resistían a largarse, el tesorero del que nadie podría probar que no era inocente. Tuvo que poner tantas veces la mano en el fuego que no extraña que hoy la siga poniendo sin pensar, pues ya ni tiene sensibilidad de las veces que se la ha quemado.
Así llegó Rajoy, con quemaduras por todo el cuerpo, a las elecciones de 2011. Ni la victoria pudo celebrar, pues su triunfo fue más bien por incomparecencia del adversario, y encima recibía un país en sus momentos más bajos. A partir de ahí, una sucesión de incendios que no le han bajado la temperatura ni un solo día: incumplimiento de programa, sapos tragados en crudo, rechazo ciudadano, rescate bancario, gobierno teledirigido por la Troika. Y por fin el caso Bárcenas, que no ha dejado de subir grados desde principios de año.
Así contados, los últimos diez años de Rajoy dan hasta pena. Un desgraciado, un gafe, un pupas. Desde su punto de vista tal vez lo vea como una forma de ganarse el cielo, un camino de santidad. Pero hay que reconocerle que de todos esos tropiezos se ha levantado, y el de ayer no era el primer día en que hacíamos porras excitadísimos sobre cuántos días le quedan en el cargo. Ya hubo otros momentos en que nadie daba un duro por él, y ahí sigue, abrasado pero en pie. Su lema, que lleva tatuado en el pecho, ya lo conocemos, se lo envió por SMS a la mujer de Bárcenas: “al final la vida es resistir”.
¿Significa que el presidente es ya ignífugo, que es un puro callo y aguanta lo que le echen, incluidas llamaradas como las que ayer le disparó Bárcenas con el lanzallamas? ¿Seguirá ardiendo impasible, aunque el pestazo a carne quemada recorra el planeta, asombrando a los medios extranjeros? No. Más bien significa que hace falta algo más, que solo con leña de sumarios judiciales, portadas periodísticas y acciones parlamentarias no caerá este árbol, por mucho que esté podrido por dentro y carbonizado por fuera.
Hace falta algo más, no esperar a que actúe la ley de la gravedad. Tendremos que empujar, salir a la calle, dejarle claro que estamos hartos, que no aguantamos ni un minuto más un presidente calcinado, un gobierno en llamas, un partido en descomposición y una democracia fallida. Si no empujamos, ya les digo yo que Rajoy no cae.