La destitución de los directores de tres periódicos en las últimas semanas –el de La Vanguardia, El Mundo y El País, los diarios de pago de más audiencia en España– es un récord de mortandad que da que pensar si nos estaremos enfrentando a una epidemia.
De entrada, puede haber varios factores comunes a la enfermedad mortal de los directores, y hasta meras y casuales coincidencias. Me centraré en los primeros, esperando no equivocarme.
Lo digo porque cuando uno escribe una columna de opinión debería tener toda la información para no marear a sus posibles lectores, pero en este caso voy a correr con ese riesgo, el de no disponer de toda la información. Al fin y al cabo, se me puede disculpar: lo que pasa en el seno de las grandes empresas informativas de este país está tan falto de transparencia como los intereses que mueven a sus propietarios.
Al parecer, el elemento común de los tres fallecidos es que los diarios que dirigían hasta hace unos días habían caído en picado en ventas y en publicidad. Si se extrapolara esta premisa al conjunto de la prensa, todos los directores de este país deberían dejar su puesto al frente de su periódico, pues los lectores y los anunciantes están abandonando el papel impreso a marchas forzadas.
Si concluimos que lo que se cierne sobre los responsables periodísticos de los diarios es un virus letal que tiene que ver con la orientación de los contenidos, entonces podemos hablar de una enfermedad de difícil curación. Los síntomas son claros: presión política alta, obstrucción del riego publicitario, parálisis del sistema de subvención central, oclusión digestiva bancaria, disfunción editorial y, finalmente, coma cerebral inducido para no provocar lesiones más graves en el aparato informativo.
Este puede ser el diagnóstico de las tres muertes en pocos días. Luego, cada una de ellas ha sufrido diferentes complicaciones.
La del director de La Vanguardia fue una muerte digna de un rey. Un conde, Grande de España, fue advertido seriamente del grave tumor nacional-independentista que padecía su director en fase avanzada. El tratamiento paliativo le fue denegado en el Real Hospital Central y Unitario de España.
La del director de El Mundo fue una defunción agónica y suicida: se expuso a todas las enfermedades con tal de que se reconociera su valentía y fuerza personal por superarlas. Cogió una barceanitis aguda, una gurtelitis infecciosa y hasta una urdangarinitis crónica, lo mismo que antes se había contagiado de la onceemitis o la aliertitis telefónica, entre otras afecciones contagiosas y algunas imaginarias, que pasó solo en la cama y sin antibióticos. Los recortes de gastos médicos en el hospital italiano, donde estaba internado, aconsejaron suspender el tratamiento antes de que se arruinaran. Le dejaron morir aconsejados por personas cercanas a la presidencia del Gobierno (el español).
La del director de El País fue diagnosticada por el doctor Antonio Caño, procedente de EEUU, a requerimiento de unos fondos de inversión y bancos de negocios asesorados por el jefe de la clínica Prisa, Juan Luis Cebrián. No había solución para un director al que sus defensas se le habían venido abajo con un ERE y que ensayaba múltiples y contraindicadas medicaciones para mantenerse en pie sin tambalearse ante sus adinerados accionistas. Ni el tratamiento de choque, con una sobredosis de pastillas de autocensura, le sirvió para librarse se la muerte.
Los especialistas, que han aconsejado desconectarlos de la máquina que los mantenía artificialmente en vida, son incapaces de curar a nadie, pero a pesar de ello siguen manteniendo su poder e influencia. Parece que cierta prensa está en sus manos, yo no me pondría en las de ellos, no vaya a ser que nos acaben aniquilando también a nosotros, los lectores.