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Los más afectados por el cambio climático no tienen derecho a decidir sobre su futuro

Contaminación urbana.
25 de marzo de 2024 23:28 h

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Cada día que pasa el debate sobre la desigual distribución de poder entre jóvenes y adultos va a irse recrudeciendo. La longevidad y la reducción de los índices de natalidad va convirtiendo la pirámide tradicional en un cilindro más o menos irregular. Pero, el poder económico, político y social se concentra de manera clara en la parte superior de ese cilindro. No debe pues extrañarnos que las encuestas de opinión vayan mostrando grietas significativas sobre el apego de los más jóvenes a un sistema democrático lleno de promesas y garantías que, a la hora de la verdad, no ven materializadas de manera efectiva. 

El derecho al voto no es una panacea frente a un tema mucho más complejo, pero no debería tampoco dejarse de lado. Las elecciones europeas del 9 de junio pondrán de nuevo de relieve el tema.  En efecto, al margen de los tres países (Austria, Bélgica y Malta) que ya tienen establecido este criterio para el conjunto de elecciones, Alemania y Grecia lo permiten específicamente para las elecciones europeas (aunque en el caso de Grecia los jóvenes de 16 años que voten deberán cumplir los 17 años a lo largo del 2024). En España se viene discutiendo del tema desde hace tiempo, y de hecho el Consejo de la Juventud y algunos partidos lo han ido apoyando sin que haya llegado a concretarse. Los argumentos esgrimidos a favor ponen de relieve lo que ello implicaría de armonización con las edades legales para trabajar, pagar impuestos, estar sujetos al derecho penal o tantas otras cosas. Estamos hablando de más de ochocientas mil personas que se añadirían al censo electoral. Los argumentos en sentido contrario apuntan a posibles problemas de inmadurez, de un exceso de emotividad o la falta de una demanda real en un colectivo más bien desmovilizado cuando se trata de votar, lo que haría aumentar el índice de abstención. 

Pero, al margen de las consideraciones generales que se vienen discutiendo desde hace muchos años (el demógrafo Paul Demeny lo planteó en 1920 en Francia), el debate se ha recrudecido recientemente al entenderse que, en plena crisis de emergencia climática, eran apartados del derecho a decidir sobre su futuro a quiénes más van a sufrir las consecuencias, muchas de ellas irreversibles, de lo que hoy se decide.

Hace unos días Joseph E. Stiglitz, Premio Nobel de Economía, exponía la falta de atención de las instituciones norteamericanas ante la demanda de los jóvenes para enfrentarse a la emergencia climática. Lo que le impulsaba a hacerlo era la demanda “Juliana vs United States” que lleva casi diez años tramitándose en el sistema judicial estadounidense. En el 2015, 21 jóvenes, de entre 9 y 18 años de todo el país, presentaron una demanda en un tribunal del estado de Oregón, (donde residía Kelsey Juliana, una de las demandantes y que ha dado así nombre al caso) exigiendo que las decisiones del gobierno tuvieran en cuenta todo aquello que pudiera afectar el cambio climático, ya que afecta a su derecho constitucional a la vida y a la libertad y además, lo que hoy se decide afecta a su futuro más que a otras personas que vivirán menos años. 

Los demandantes afirman que nunca en la historia un gobierno ha tomado decisiones a sabiendas que sus efectos pondrían en peligro la supervivencia del planeta y de la humanidad, y en cambio el gobierno de los EEUU lo hace sistemáticamente financiando y subvencionando la industria petrolífera, a pesar de que el nexo causal entre los carburantes de origen fósil y el calentamiento global está abrumadoramente demostrado. Se trataba pues de una demanda bien fundamentada y ampliamente apoyada con la que, como en otras demandas históricas bien conocidas, se pretendía ir escalando posiciones en el sistema judicial hasta llegar al Tribunal Supremo. Como es bien sabido, las sentencias de este alto tribunal tienen la consideración de verdaderas enmiendas constitucionales, que afectan al conjunto de estados de la Unión. No es pues extraño que la demanda haya tratado de ser constantemente paralizada para evitar su escalada, hasta el punto de que no existen precedentes similares en la historia judicial estadounidense. En Netflix se puede ver el magnífico documental del 2020 (Youth v Gov) que ilustra y explica el proceso aún en marcha.

En el fondo del asunto late una contradicción evidente: los más afectados por las decisiones de hoy no ven reconocido su derecho a participar en ellas, ni de manera directa ni de manera indirecta. Si no pueden votar, les quedan las garantías del sistema judicial, pero ahí también las interferencias de los que si que votan y de aquellos con recursos de todo tipo que condicionan el ejercicio del voto, son más poderosos que sus razones.

Las decisiones políticas que tienen efectos en los condicionantes de la emergencia climática son muchas y muy variadas. Las políticas públicas que tienen que ver con la defensa del medio ambiente y que tratan de evitar que las decisiones que tomemos hoy afecten de manera irreversible nuestro ecosistema tienen un contenido básicamente regulatorio. Los que nos dedicamos al análisis de las políticas públicas sabemos que este tipo de políticas no son fáciles de desplegar. Y ello es así ya que los afectados por los costes que suponen la implementación de tales decisiones son muy claros. Tienen nombres y apellidos. Tienen sedes empresariales y financieras bien conocidas. Y cuentan con equipos y recursos preparados para hacerles frente. Y en el documental mencionado puede constatarse de manera clara. En cambio, los potenciales beneficiarios de tales medidas son anónimos por el hecho de ser universales. Somos todos y ninguno en concreto. Además, para acabarlo de complicar, los beneficios potenciales a alcanzar están situados en el futuro más o menos cercano. Los costes, en cambio, acostumbran a ser perceptibles e inmediatos. O, dicho de otra manera, los costes son muy visibles para los que tienen derecho a voto, mientras que los beneficios se trasladan en buena parte a aquellos que aún no tienen capacidad para influir en las decisiones del día a día.

Ese es, en definitiva, el mensaje que hay detrás de la demanda Juliana, y de muchas otras movilizaciones de los jóvenes contra la brutal distancia entre las evidencias que tenemos sobre las causas y los efectos de la emergencia climática para las generaciones futuras, y las grandes dificultades de todo tipo que existen para hacerle frente con políticas efectivas. Si no pueden hacer oír su voz y tener incidencia los que más preocupación exhiben sobre el futuro que les espera, no nos extrañemos si van perdiendo su confianza en la capacidad del sistema democrático de encarar los graves retos pendientes.

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