A raíz de la polémica generada por el contrato de Íñigo Errejón en la Universidad de Málaga ha saltado a primer plano del debate público el mal funcionamiento universitario en torno a dos grandes asuntos, amiguismo y precariedad. Es una buena ocasión para entrar en un tema fundamental y poco abordado. Alguien tan solvente como Gregorio Morán, en una charla reciente con Juan Carlos Monedero, dijo de manera tajante: “La universidad está absolutamente podrida” (min. 1:08:00). ¿Qué significa esto y qué consecuencias tendría de ser así?
Comenzaré por el principio. El ingreso en la carrera académica se hace a partir de una tesis doctoral. El director de tesis no tiene ninguna obligación de realizar un seguimiento adecuado, pero aparece lo que ya Pierre Bourdieu calificó como “intercambio de favores”. El doctorando se sabe dependiente del director en casi todo. Y este comienza a alimentar “el tiempo de espera”: tu plaza llegará. Esto provoca que la figura del estudiante de tesis pueda convertirse en la de secretario/a, con una “disposición dócil y sumisa” hacia un maestro al que se debe “reverencia”, además de gratitud prácticamente de por vida si finalmente se consigue un puesto.
En las tesis doctorales en España, hasta hace nada, era prácticamente imposible bajar del sobresaliente cum laude. La razón es muy sencilla: a los miembros del tribunal los escoge el director, que también se juega parte de su prestigio en la presentación. A día de hoy sin embargo se están introduciendo algunas reformas, como el voto secreto del tribunal, que hace que la unanimidad respecto a la máxima calificación se rompa. Si esto sucede, ya en algunas universidades se opta por no ofrecer más que un sobresaliente. Bajar de ahí es anatema.
Según avanza la carrera académica cada vez se hace más evidente que se está en una competición donde todo empuja a convertirte en empresario de ti mismo. De este modo es fácil disolver las solidaridades colectivas. Uno de los primeros pasos como doctor es presentarte a los procesos de acreditación nacional en la célebre ANECA, y aquí el diseño de tu currículum es crucial.
De lograr pasar la evaluación, podrás empezar a optar a plazas universitarias algo más estables. Pero estas evaluaciones de la ANECA son bastante opacas, sin entrevistas ni exposiciones públicas, donde no se leen las publicaciones, se pesan, ni apenas se valoran las evaluaciones docentes. Con ello, como indican Patricia Amigot y Laureano Martínez, se promueven además determinadas conductas de investigación y una gestión del tiempo que no resultan inocentes.
Una vez acreditado, si te vas a presentar a una plaza surge el gran problema de la endogamia universitaria. Más fuerte cuantos menos recursos haya y cuanto mejor sea la plaza. ¿Por qué se da? Sencillamente porque los departamentos tienen un amplio margen a la hora de organizar las comisiones que juzgarán los llamados concursos públicos. Y digo llamados porque pocas veces se concursa de verdad, y porque si hablamos de plazas fijas no suelen gozar de buena publicidad, ni en la convocatoria ni en la justificación de resultados. Para ayudar al favorito/a, generalmente de la casa, se cuenta con el instrumento del perfil de la plaza. Este resulta justificable para delimitar campos amplios y aceptados de cada disciplina, pero se puede ajustar de tal modo que deseche de entrada a potenciales rivales y ayude a justificar puntuaciones absurdas.
No podemos decir que haya nada ilegal en la mayoría de las plazas que sabemos que se han otorgado a dedo en la Universidad. Aunque se sepa que la misma convocatoria de la plaza surge de una reunión a puerta cerrada entre un catedrático, o director de departamento poderoso, que quiere colocar a alguien y el vicerrector correspondiente. Un enjambre de normas, puntuaciones detalladas y posibilidades de recurso disfrazan los procesos. En la práctica ganar un recurso, para quien se atreve a solicitarlo, es tarea casi imposible.
El origen del problema universitario está de este modo en la contratación. De aquí surgen querellas de años entre catedráticos, que a veces llegan a las manos —siempre hay casos legendarios— y que hacen extensibles a sus respectivos grupos. Porque aclaremos, tal y como escribe Víctor Pérez Díaz, que en nuestro país no se fomentan los grupos de investigación abiertos y plurales —lo que no impide que contra viento y marea los haya—.
Esto hace que predomine lo que Fernández Buey describió de manera excelente como mandarinatos. Es decir, grupos cerrados, jerárquicos, con un catedrático con poder universitario en la cúspide. Los miembros de estos grupos antiguamente eran hasta numerados de cara a acceder a los puestos que el grupo podría lograr, y de esa manera se evitaban peleas internas. Hoy que yo sepa no se numera, pero de una u otra manera se deja claro el orden. Y ay de quien se lo quiera saltar. Ni que decir tiene que estar sin padrino o sin grupo de este tipo en la Universidad española es temerario, pero a la vez ofrece una libertad única.
En este paisaje la rivalidad entre los propios grupos suele ser enconada en busca de pequeñas cuotas de poder, sobrepasando las cuestiones teóricas e ideológicas las más de las veces, como también apuntaba en su momento Rafael Escudero. La sombra del franquismo en este caso es alargada. También las de Schumpeter y Schmitt.
Es así en este ambiente bélico donde prenden las relaciones de desconfianza, las competencias a menudo dañinas y las relaciones narcisistas basadas en la adoración al líder, el sometimiento de los seguidores y la continua exposición vacía a lo público.
No es por tanto sorprendente que se den niveles generalizados del síndrome del burnout, o desgaste psíquico laboral, entre el profesorado joven con contratos temporales. Como recopilan Ana Caro e Isabel Bonachera, se han detectado además alarmantes porcentajes de mobbing en el profesorado universitario español. Hablamos de hasta el 50% en algunas universidades. Estudios como los de José Buendía explicaban ambos fenómenos en 2003 a partir de los siguientes factores: “docencia con grupos masificados, burocracia asfixiante, actividad investigadora interminable (…) un procedimiento de promoción injusto, salarios inadecuados, (...) un sistema de apadrinamiento que genera relaciones de vasallaje, (…) espacios de impunidad (…) y miedo al poder”.
En un reciente libro sobre el caso estadounidense, escrito por Benjamin Ginsberg, podemos extrapolar para el caso español su preocupación por la progresiva pérdida de independencia en el personal docente e investigador. El incremento de los contratos temporales —el 42% de profesores de la Complutense, por ejemplo— y el empeoramiento de las condiciones laborales atentan directamente contra la libertad académica. Dentro y fuera de la institución.
En nuestro país, además, sin mecanismos adecuados de cumplimiento e incentivos, el personal contratado no funcionario suele ser el que soporta mayores cargas de trabajo. Es decir, los profesores e investigadores precarios —pienso en figuras como las de asociado o interino— si incumplen sus contratos es para trabajar de más. Y sí, en Ciencias Sociales es habitual que te permitan investigar a distancia y sin fichar. Cosa distinta es que los proyectos de investigación suelen gozar de laxos controles sobre su financiación y justificación.
Por contra, aunque hay excelentes profesores funcionarios que han renunciado a partes importantes de su vida personal empujados por su vocación y por los requisitos de una carrera exigente, también los hay que incumplen sistemáticamente sus obligaciones más básicas sin ninguna consecuencia.
La universidad tiene muchos más problemas. Me he querido centrar aquí en los que afectan al profesorado porque creo que es de donde proviene el gran agujero ético que repercute también sobre otros ámbitos.
¿Cuántos políticos y columnistas de opinión procedemos de la Universidad? El porcentaje ha de ser muy alto. Si estamos hablando de que gran parte de los concursos públicos no lo son realmente, tenemos un problema, y gordo. A menudo se ha naturalizado tanto la situación que apenas se da un aprendizaje ético en la institución. Pocos son los que tienen otra mirada, unas gafas semejantes a las violetas del feminismo, que les permitan ver injusticias allá donde la rutina y el poder las normaliza.
Este es el gran agujero, lo que alguna vez he denominado la trampa ética a la que nos enfrentamos toda una nueva generación de universitarios. No propongo un gran proceso inquisitorial, más que nada porque me temo que nos quedamos sin Universidad. Además, y como indicaba más arriba, es muy difícil denunciar que se incumplen unas normas hechas con la suficiente ambigüedad como para permitir la endogamia. Pero sí se puede reclamar más humildad y coraje en el abordaje del asunto. Ni los universitarios de Podemos, y aquí lo siento, pueden dar lecciones desde una perfección moral cuasidivina, ni mucho menos sus críticos en el PP o el PSOE pueden decir una sola palabra sobre casos como el de Errejón. A no ser que empleen ese mismo listón, el cual me parece bien, con sus profesores.
El principio de la solución a mi entender está en empezar a hacer un diagnóstico adecuado, aunque resulte crudo. Y así entrar al debate sobre la serie de reformas radicales que puedan desterrar el clientelismo y la perversión de lo público en la institución. No solo saldrán cuadros universitarios a la política y a la sociedad civil con mayor bagaje ético, sin vergüenzas de las que seguramente habían dejado de ser conscientes, sino que también los lectores, votantes y estudiantes se llevarán a su casa palabras algo más veraces.