En una muy debatida y discutible solicitud del Gobierno al Congreso de los Diputados, este autorizó la prórroga del estado de alarma decretado el 25 de octubre de 2020 hasta las 00:00 horas del próximo 9 de mayo. Una muy larga duración, si la comparamos con la del primer estado de alarma vinculado a la COVID-19, pero que, en ese momento, pudo haberse considerado, por un lado, necesario y, al mismo tiempo, suficiente para la adopción y/o el mantenimiento de determinadas medidas de lucha contra esta epidemia.
Sin embargo, parece claro en el día de hoy que las cosas no van bien o, al menos, no lo suficientemente bien como para entender que desde el 9 de mayo no vayan a ser necesarias todas o algunas de las medidas que hoy todavía rigen y que, según hasta ahora se ha apreciado, solo han podido ser adoptadas en el marco del estado de alarma que permite la restricción de derechos fundamentales, en los términos del artículo 55 de la Constitución y de la ley orgánica 4/1981.
Y este es el debate en el momento en que nos encontramos.
En primer lugar, no parece en absoluto razonable que, pese al tiempo transcurrido desde marzo de 2020, y pese a lo comprometido por el Gobierno, no se haya impulsado un proceso legislativo que hubiera permitido, en el ámbito estatal, aprobar una legislación que posibilitara la adopción de determinadas medidas en situaciones como la que vivimos. Es cierto que hay normativa al respecto —la ley orgánica 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, y la ley 14/1986, general de sanidad— pero también lo es que la misma se ha revelado insuficiente para dar cobertura a medidas de restricción de derechos fundamentales para su aplicación general e indiscriminada a la ciudadanía. Lo mismo sucede en el ámbito autonómico, en el que, menos aún, se dispone de instrumentos legales adecuados, siendo de dudar que ello pueda incluso ser posible en un futuro inmediato sin previa actualización de la legislación estatal —siempre en términos de limitación de derechos fundamentales—, dado que, en todo caso, se trata de materia de competencia estatal.
Y no se olvide que aún está en discusión un debate previo, el de si el estado de alarma es un mecanismo suficiente y hábil para restringir derechos como los de la libertad de circulación o de reunión.
Hay una evidencia ya conocida sobre la confusión, al menos relativa, que puede producirse a partir del 9 de mayo. Se trata de la intervención de los tribunales a medida que los gobiernos de las comunidades autónomas vayan, en su caso, dictando medidas que impliquen limitación general de los derechos indicados o solicitando autorización para su adopción. Ya conocemos, en efecto, lo ocurrido a partir del verano pasado, en el que hubo una serie de resoluciones de varios tribunales superiores de justicia con distintos criterios sobre la cuestión, entendiendo algunos que la ley orgánica 3/1986 proporcionaba cobertura suficiente para la restricción de derechos y considerando otros —como el de Euskadi— que ninguna norma hoy vigente da cobertura para una limitación del derecho de reunión, sin la declaración del estado de alarma.
En este contexto, entiendo que la pregunta a formular es la siguiente: ¿cuál es el problema u obstáculo para prorrogar el actual estado de alarma? Comprendo las voces que se alzan contra toda una serie de medidas limitativas de derechos y de una forma de vida y de las consecuencias económicas y sociales que algunas de estas medidas están generando, como comprendo las que piden medidas aún más severas y rigurosas, dada la negativa marcha de la epidemia en este país y la, en principio, aparente vinculación entre la relajación de las medidas y el aumento de los contagios y otras derivadas.
Pero lo que no comprendo, y lo intento, es la razón por la que el Gobierno, que fue quien, a petición de algunas comunidades autónomas —entre ellas, la de Euskadi—, decretó este segundo estado de alarma y una primera y hasta ahora única prórroga de tan llamativa duración, no aprecie ahora la necesidad de mantener esta situación. Esta razón no puede ser la marcha de la epidemia, dado lo que ya se conoce a estas alturas y su evolución negativa en estos momentos, sino que debe haber otras razones, sin duda de política coyuntural —léase electoral—, en las que no entraré, pero que, de ser así, me merecerían el mayor de los rechazos.
En segundo lugar, el Gobierno parece fiarlo todo a los acuerdos que puedan adoptarse en el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. Algo que, permítaseme, dada la experiencia reciente, resulta altamente preocupante. Tomemos como ejemplo la reciente decisión de este órgano en relación con el uso de las mascarillas. Resulta que el 30 de marzo pasado se publicó en el BOE la ley 2/2021, de 29 de marzo, en la que, resumidamente, se prevé la obligatoriedad del uso de las mascarillas para las personas mayores de seis años en, entre otros, las vías públicas y espacios al aire libre, salvo determinadas excepciones como enfermedad, práctica de deporte individual o fuerza mayor o incompatibilidad con la actividad realizada, y ello en redacción dada por una enmienda introducida pocas semanas antes por el grupo parlamentario socialista.
Pues bien, como todo el mundo sabe, ya al mismo día siguiente de su publicación, el Ministerio de Sanidad acordó con las comunidades autónomas revisar esta normativa para aprobar criterios de aplicación homogéneos y actualizados, lo que se plasmó en un acuerdo de este consejo del 7 de abril, según el cual se permitiría no utilizar mascarilla en momentos de descanso en playas o similares. No se trata ahora de valorar la razonabilidad de la medida sino la legitimidad de este Consejo para reformar, de facto, mediante una mera interpretación de la norma, la previsión de la ley misma. Si este va a ser el papel que el Gobierno pretende atribuir a este Consejo, se trata de una cuestión muy inquietante, pues se estaría relegando y obviando el papel del Parlamento. Sin contar con que, desde luego, no hay Consejo Interterritorial de ninguna clase que pueda tomar acuerdo alguno —por más que fuera, en su caso, incluso unánime— que suponga limitación de ningún derecho fundamental. Y, si así ocurriera, sin duda los tribunales tendrán, y así lo espero, mucho que decir, por más que se los acuse, como ha venido sucediendo en algunas ocasiones, de excederse en sus funciones y suplantar la soberanía popular, en claro desconocimiento y negación de su papel constitucional.
Conviene, desde luego, tener claro esto de lo que hablamos y lo que tenemos entre manos. No se trata de caprichos o veleidades ni de cuestiones meramente coyunturales por las que podría merecer cerrar los ojos o mirar hacia otro lado, sino de velar para que el ámbito de los derechos fundamentales siga manteniendo el espacio de respeto y garantías constitucionalmente previsto y que de ello se preocupen y ocupen los tres poderes del Estado, desde luego, sin dejación de ninguna de sus funciones en este sentido.
No sumemos a los evidentes y gravísimos problemas de salud, sociales y económicos problemas jurídicos y de legitimidad institucional que son absolutamente evitables y que pueden generar consecuencias inimaginables para los derechos de la ciudadanía.