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Alcohol y fiesta

Ansiedad posfiesta.
1 de abril de 2024 22:54 h

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Cada sociedad, cada pueblo, cada tribu tiene sus drogas. Siempre existe algún tipo de sustancia que ayuda a disociarse de uno mismo, de su situación, de sus problemas; o que lo saca de la rutina, del tiempo habitual, del día a día. Por eso normalmente el uso de drogas, en el origen, estaba restringido a momentos especiales, a actividades rituales que permitían ponerse en contacto con los antepasados, o con el animal tutelar de cada uno, o con los espíritus de la naturaleza.

Unos usaban hongos, otros, cocimientos de hierbas o semillas, otros, destilados de plantas o tubérculos, otros más fumaban hierbas secas... Siempre había alguna sustancia a mano que sirviera para esos menesteres y, casi siempre, había una casta sacerdotal que controlaba su administración y decidía cuándo podía usarse y cuándo no.

En nuestra parte del mundo, en el siglo XXI, también tenemos drogas que hemos dividido entre las legales y las ilegales. La cocaína, la heroína, el crack y otras mil son ilegales y han dado lugar a un prodigioso negocio de mafia, contrabando y narcotráfico. La marihuana, el hachís y similares tienen un estadio legal más o menos fluctuante e intermedio. El alcohol es totalmente legal y es justamente de esto de lo que yo quería hablar ahora.

Hace un año, por distintas circunstancias de salud, pasé unos meses absteniéndome de tomar alcohol y fue entonces cuando descubrí algo que hasta ese momento no me había llamado la atención, aunque soy consciente de que muchas personas de mi entorno lo habían vivido antes que yo: es dificilísimo no tomar alcohol en nuestra sociedad sin tener que dar mil explicaciones.

Si uno no toma queso (como es mi caso), las explicaciones duran unos dos minutos. ¿Eres alérgica a la lactosa? ¿Intolerante? ¿Tomas leche? Tú explicas que, simplemente, no te gusta el queso, te da mucho asco el olor y mucho más cuando está caliente y hace hilos. Añades que sabes que te estás perdiendo algo estupendo, pero que no puedes evitarlo, y ya está. Pides tu pizza sin mozzarella y todos tan contentos. 

Pero si no tomas alcohol (ni refrescos con azúcar, tipo cola o naranjadas con gas o cosas así y, por tanto, pides agua) entonces sí que tienes un problema porque, de repente, todo el mundo empieza a preguntarte si es que has sido alcohólica y ahora no puedes ni olerlo (los que no te conocen mucho, pero se creen con derecho a preguntarte algo así de personal) o si estás tomando antibióticos o si estás a régimen de adelgazamiento o si es por cuestiones religiosas o de algún tipo de penitencia. Tienes la opción de decir que eres alérgica, claro, pero siempre hay gente que se acuerda de que la última vez que cenamos juntos aún eras “normal”. Puedes decir que estás haciendo una pausa por cuestiones de salud, pero entonces las preguntas se amontonan. Y, de todas formas, siempre viene lo de “pero un sorbito de cava para brindar, sí, ¿verdad?”. O “una cañita para celebrar que es Navidad” (o Pascua, o vacaciones de verano, o que nos hemos visto después de tanto tiempo o lo que sea). Y si has comido con agua, a pesar de que “este blanco está delicioso” o “este tinto es algo que no puedes perderte”, al acabar, todo el mundo te insiste en un gin-tonic, o un whisky (pequeñito, para mojarte los labios) o un coñac o “aunque solo sea un limoncello, que apenas lleva alcohol”.

Da la impresión de que el consumo de alcohol está tan extendido que no podemos imaginarnos una fiesta, cualquier tipo de celebración, un encuentro entre amigos... si no hay copas de por medio.

Mientras tanto hemos convertido esta droga en un rito laico del que no podemos prescindir. A los adolescentes se les ofrece un café o una cerveza o una copa de vino como signo de que ya han alcanzado una edad en la que hasta su padre o su madre o alguien de la familia considera que puede unirse al club de los adultos, y, para eso, hay que tomar algún tipo de droga: cafeína o alcohol, o las dos, claro. Los jóvenes lo reciben con alegría porque es un rito de paso, un ritual iniciático que marca su entrada en el mundo de los mayores (aunque muchas veces ya lo hayan probado por su cuenta entre gente de su edad).

Todos sabemos que beber alcohol no es bueno para nuestro organismo si se hace a diario (e incluso si solo sucede de vez en cuando, bueno no es). Sabemos que daña lentamente el cerebro, que carga el hígado, que va afectando los riñones, que produce inflamación, que deshidrata y estropea la piel, que no deja dormir ni permite que bajen las pulsaciones del corazón en reposo... y muchas cosas más. Sin embargo lo seguimos haciendo porque lo asociamos con fiesta, vacaciones, felicidad, camaradería, relajación y espontaneidad.

El alcohol nos da una sensación de unión con los demás, nos relaja, hace que dejemos de estar tensos y preocupados, nos hace reír...y todo eso es muy bonito; tanto, que nos hace olvidar lo que realmente le estamos haciendo a nuestra salud, cosa que no deja de ser curiosa, porque vivimos en una sociedad en la que nos gastamos un montón de dinero y esfuerzo en nuestra salud, nuestra belleza, nuestra musculatura y nuestro aspecto en general.

Todo son costumbres, y toda costumbre es erradicable. No hay más que pensar que hace veinte años todo el mundo fumaba en todas partes y ahora casi nadie lo hace y, quienes lo siguen haciendo, saben muy bien que ese hábito no es bienvenido en general y solo se permite en ciertos lugares y bajo ciertas condiciones. Yo fui fumadora toda mi vida, hasta hace dieciséis años, y no se me habría ocurrido que el mundo pudiera cambiar tan rápido de costumbres.

Ahora sigo tomando alcohol, aunque no a diario, y creo que podríamos también cambiar un poco nuestros hábitos sin llegar a un absurdo como el de la Ley Seca, que lo único que consiguió fue implantar la Mafia en la sociedad estadounidense. Algo que ayudaría bastante a cambiar sería que todos decidiéramos dejar de hacer preguntas y dar la vara a quien dice que va a tomar un agua mineral, por mucho que se esté celebrando un triunfo. ¿Qué tiene que ver un éxito con beber alcohol? Hemos normalizado la asociación “éxito=champán”, por poner un ejemplo. Supongo que por la simple razón de que, como es una de las bebidas más caras, tomar champán era una muestra de que habías conseguido algo muy importante y valía la pena hacer ese dispendio.

Con respecto al champán, hay una cita famosa de Napoleón que siempre he encontrado muy simpática, aunque está claro que no redunda en nuestra salud, sino más bien en la salud económica de los viticultores: “Después de una victoria, te lo mereces. Después de una derrota, lo necesitas.” Con lo cual, no hay momento en el que se pueda prescindir de él.

Hablando de prescindir, hace apenas un mes, leyendo el menú degustación de un restaurante centroeuropeo, me llamó mucho la atención que el maridaje de vinos costara 85 euros y el maridaje no alcohólico, 80. Resultaba evidente que no se trataba de que el chef pensara que la combinación con vino era necesaria para saborear adecuadamente sus creaciones, sino que si alguien decidía no tomar alcohol para que le saliera más barato, no tenía escapatoria. Le salía por el mismo precio tomar alcohol que no tomarlo. 

Por eso en las discotecas austriacas hubo que implementar una norma por la cual al menos una bebida no alcohólica debía ser más barata que las que llevaban alcohol, ya que, si no se hacía así, los jóvenes elegían cerveza o vino o cócteles si de todas formas les iba a salir igual de caro que un agua o un zumo.

No estoy abogando por eliminar el alcohol de nuestras fiestas y celebraciones. Disfruto mucho de un buen vino, de una copa de cava, de una cerveza fría... pero creo que deberíamos reflexionar sobre la naturalidad con la que usamos una droga que sabemos que es realmente nociva para nuestra salud.

Por acabar con una imagen curiosa, ¿se imaginan ofrecerle a su hijo o hija (o sobrino/sobrina) de quince o dieciséis años una raya de coca para celebrar que ha terminado la ESO?

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