Como cada curso, este año empezaré las clases explicándole a mi alumnado que en Derecho dos y dos nunca, o casi nunca, suman cuatro. Que por muy tasado que esté un comportamiento en una norma, los hechos, y por supuesto también la misma norma, son siempre objeto de interpretación. Y que el gran dilema al que nos enfrenta el sistema es que al final siempre necesitamos una “verdad judicial” que resuelva el conflicto, pero que no necesariamente coincide con la verdad vivida, sentida o intuida por los sujetos que han sido parte o por quienes desde fuera han observado los hechos.
Este juego de permanente malabarismo en el que nos movemos los juristas, y mucho más quienes tienen la función de administrar justicia, nos enfrenta a permanentes dilemas, por otro lado, inevitables porque el Derecho no se ocupa sino de nuestros vicios y miserias, de nuestras pasiones y de todo aquello que genera o puede generar inevitables tensiones en la convivencia democrática. En este sentido, nada más complejo de regular, e interpretar jurídicamente, que todo lo relacionado con la sexualidad, con los deseos, con esos espacios de intimidad en los que habitualmente no hay testigos y en los que todos y todas, con frecuencia, jugamos con el animal que llevamos dentro. Por ello, entiendo que nunca será satisfactoria del todo una ley dirigida a garantizar la libertad sexual de las mujeres, como la que recientemente ha entrado en vigor en nuestro país, por más que esté llena de buenas intenciones con respecto a la necesaria protección de quienes habitualmente, en el contexto de relaciones de poder que siguen marcando los universos masculino y femenino, son víctimas de usos y abusos.
Y no lo será, porque por más que como hace la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual, se trate de precisar al máximo que habrá una violación cuando no haya consentimiento, e incluso se aporte una definición extremadamente descriptiva de lo que debemos entender por tal, en la práctica habrá de ser cada tribunal quien valore testimonios, hechos y pruebas, sin renunciar a las garantías propias de un Estado de Derecho. En este sentido, mucho me temo que el nuevo art. 174 de nuestro Código Penal, en el que de forma tajante se afirma que “sólo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona”, traslada a los tribunales unas responsabilidades interpretativas que nunca serán fáciles y que, por supuesto, requerirían una formación y sensibilización en perspectiva de género de la que siguen careciendo, en general, los operadores jurídicos.
De estos dilemas se ocupa la recientemente estrenada El acusado, una extraordinaria película francesa que justamente nos coloca frente al enjuiciamiento de una “presunta violación” – un hecho que nunca veremos en pantalla – y que hace que nos convirtamos en una especie de jurado que ha de valorar las dos versiones, las dos verdades, la de la chica que, aterrorizada, cuenta cómo hizo algo que no quería hacer y la del chico que insiste en que en todo caso él percibió que hubo consentimiento por parte de ella. Lo más inteligente de la película es que no toma partido, sino que nos plantea en cuanto espectadores los interrogantes que siempre surgen en eso que podríamos llamar los ángulos ciegos del Derecho. Y frente a los cuales el tribunal en cuestión tiene que tomar una decisión en forma de sentencia, mediante la que se procura no solo reparar el daño producido a la víctima - ¿es eso posible? -, sino que también se lanza un mensaje a la sociedad entera y se abre el camino para que el condenado pueda ser reinsertado en la sociedad - ¿cómo se articula la reinserción de un sujeto que ha abusado sexualmente de una mujer?
La película dirigida por Yvan Attal, que cuenta con un elenco de actores y actrices absolutamente brillantes, y entre los que se encuentran su mujer - Charlotte Gainsbourg – y su propio hijo, Ben Attal, tiene además la gran virtud de situar la historia en el contexto “post MeToo” y de convertir en protagonistas a unos hombres y mujeres en los que vemos retratadas buena parte de las posiciones que hoy están enmarcando los debates relacionados con los derechos y libertades de las mujeres. Unos debates que, con frecuencia, muy especialmente en las redes sociales, se atrincheran en el maniqueísmo. Desde la madre del joven acusado, que es una ensayista feminista y que se ve en la tesitura de quitarse el peso de la teoría y enfrentarse a la realidad del hijo que educó en igualdad, a la madre de la víctima, que es una judía ortodoxa para la que es esencial que las mujeres sean virtuosas desde el punto de vista sexual, pasando por el padre del presunto violador que representa todos los arquetipos del macho poderoso y dominante – el que siempre entendió el sexo como una forma más de poder sobre las mujeres sometidas –, o el padre desconcertado de la víctima que es la pareja de la madre del chico. El gran acierto de “El acusado” es que con estos elementos huye de lo panfletario y de esa posición comodona que nos obliga a optar entre el blanco o el negro. Nos trata como espectadores inteligentes y por tanto dilemáticos, y por supuesto con frecuencia contradictorios. Y nos pone de manifiesto, insisto, la inevitable fragilidad de un sistema penal garantista como mecanismo de castigo, pero sobre todo de prevención de la violencia sexual.
Porque, más allá de las dudas sobre lo que pasó esa noche cuando el chico y la chica salieron de una fiesta y se metieron solos en una cabaña, lo que sí vemos rotundamente claro es que él y ella viven en mundos distintos. Y no solo porque su estatus social sea diverso o porque, como le sucede a ella, esté marcada por una cultura religiosa, sino porque, y eso sí que lo deja bien claro la película, él pertenece a un mundo en el que el sexo sigue contemplándose como un ejercicio de poder, en el que los hombres se refugian en fratrías que usan a las mujeres para reafirmar su virilidad y en el que por supuesto nunca fueron educados para tener presentes los deseos de ellas, socializadas todavía hoy en una cultura del agrado, la culpa y el miedo. Es justamente esta cultura en donde reside la piedra angular de lo que a veces muy alegremente analizamos como “consentimiento”. Un término que deberíamos superar porque parece indicar que en una relación siempre hay quien propone y quien consiente, cuando deberíamos estar hablando de reciprocidad y de reconocimiento, de empatía y de sexualidad compartida. Un horizonte que, como nos demuestra la película, difícilmente se alcanza con procesos penales que, de entrada, habrán destruido las vidas de todas las partes, muy especialmente claro de las víctimas, sino a través de procesos de socialización y educativos que vayan haciendo que, al fin, los hombres dejemos de entender la sexualidad como ese territorio en el que, como en otros muchos espacios, nos excita el ejercicio del poder. Algo que, por cierto, también está previsto en la recientemente aprobada ley española, previsiones que requerirán recursos, personales y materiales, suficientes sin los cuales será imposible avanzar hacia la superación de una cultura en el que sigue siendo habitual que un chico exhiba, como parte del “jolgorio” que diría algún juez, las bragas de una chica como conquista.