Los apaciguadores de la ultraderecha

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No tengo Tiktok (me resisto fervientemente a perder el tiempo en otra red social), pero hace una semana vi los pantallazos de un vídeo que me dejaron aterrada. El vídeo era de una pareja de dos chicos jóvenes besándose y bailando. Lo aterrador eran los comentarios más likeados de ese vídeo. Comentarios homófobos y, sobre todo, comentarios nostálgicos de la dictatura de Franco. “Ojalá volviese a ser 1 de octubre de 1936”, decían varios de esos usuarios con cientos de corazoncitos marcados. 

¿Cómo van a sentir nostalgia de una dictadura personas que ni siquiera eran un feto desarrollado cuando esta se produjo? Pues este es el escenario que se está cocinando en Tiktok y en otras redes sociales desde hace tiempo: la ausencia de memoria agudiza la nostalgia de lo no vivido. Y junto a los verdaderos nostálgicos, hay cientos de jóvenes atraídos de manera más o menos reflexiva por “fragmentos” del régimen: homofobia, culto al hombre, desprecio por la cultura, xenofobia, lo que sea. 

Los de Alvise Pérez, los de Se acabó la fiesta, han pasado la noche electoral en la sala Cats, una discoteca cercana a la zona universitaria de Madrid a la que íbamos mis amigos y yo con 18 años después de hacer botellón, que es un poco el nicho de edad al que se han dirigido sus soflamas (la franja de edad en la que ha conseguido más votos es la de menores de 41 años). En Alemania, los jóvenes que podían votar ya desde los 16 años en estos comicios (unos 780.000 jóvenes) ha votado mayoritariamente a los ultras de AfD. En Francia, el 32% de los jóvenes entre 18 y 24 años han votado por la lista de Agrupación Nacional (una cifra que desciende al 26% para los electores mayores de 65 años). 

Las redes sociales han ayudado a todos los partidos (no a todos los políticos), pero está siendo particularmente útil para los representantes de extrema derecha. Según su discurso habitual, la elite política y mediática ignora a los ciudadanos comunes y corrientes, así que ahí están ellos, con su lenguaje corriente y común para escuchar y proporcionar soluciones simples a problemas complejos. La ultraderecha siempre ha funcionado como un parásito de las preocupaciones y de los miedos, expandiéndose a través de ellos y colonizándolos con bulos. Ahora más. 

Bueno, pues esta es la situación. Y mientras la izquierda opta por pasar de puntillas por algunos de los problemas o preocupaciones que atraen a esos votantes hacia el extremismo, como el problemón de la vivienda –sorprendentemente poner pegatinas rosas en portales de pisos turísticos con el mensaje “los barrios son de las vecinas” o citar a Bad Gyal y a Karol G no es suficiente para atraer el voto joven–. Convendría que se parasen a analizar profundamente por qué en la franja de menores de 41 años ha obtenido más votos Se Acabó la Fiesta que Sumar o Podemos; la derecha se ha convertido en la gran apaciguadora de sus vecinos contiguos, jugando al escondite con ellos. Los logros electorales de la extrema derecha se han producido a expensas de partidos que han ido incorporando algunas ideas de los primeros en sus propias políticas para recuperar esos votos (o, al menos, intentarlo), particularmente en temas como medio ambiente, identidad de género, feminismo, aborto y, especialmente, en cuestiones relacionadas con inmigración y refugiados. Lo hemos visto los últimos años con Theresa May, Sebastian Kurz o Mark Rutte. Y el fenómeno también está ocurriendo en España de la mano del siempre moderado Feijóo.

En algún punto, defender valores democráticos se va a volver tan reaccionario como quemarlo todo. En Europa todavía no se ven las llamas, pero ya estamos en ese punto en el que empieza a oler bastante a quemado. Dicen que  Mark Twain dejó una de esas frases que pide a gritos ser cierre de una columna de opinión: “La historia nunca se repite, pero muchas veces rima”.