La portada de mañana
Acceder
El jefe de la Casa Real incentiva un nuevo perfil político de Felipe VI
Así queda el paquete fiscal: impuesto a la banca y prórroga a las energéticas
OPINIÓN | 'Siria ha dado a Netanyahu su imagen de victoria', por Aluf Benn

Aprender a mirar

0

¿Me permiten una historia boba? ¿Una fábula pobre, un cuento sin sus hadas? Bueno, gracias. Entonces empezaré contándoles que aquel maestro solía ir a esa caverna, aunque no contaré cómo, para qué. No lo sabemos: seguramente algunos suponían que iba con una mujer y eso, a fines del siglo XIX y en un pueblo de la Francia profunda, era mejor callarlo. Algunos imaginaban que iba a hacer otras cosas, aún más acalladas. Pero, en verdad, seguramente iba porque en el pueblo todos iban: porque ir a esa caverna, Font-de-Gaume, era un paseo habitual.

Font-de-Gaume estaba a menos de un kilómetro del centro de Eyzies-de-Tayac –si un pueblito de mil habitantes perdido en la Dordogne, en el medio del medio de esa Francia, pudiera tener centro. Eyzies estaba construido entre peñascos y despeñaderos y, desde siempre, algunas de sus gentes vivían en casas-cueva, un agujero en las rocas con algún cuarto construido por delante. Y alrededor había más grutas más silvestres, así que ir a jugar o pasear o refugiarse en ellas era tan habitual.

El maestro se llamaba Denis Peyrony y había nacido en la región en 1869, hijo de un campesino como tantos. Denis estaba destinado a la labranza pero era demasiado débil y levemente pretencioso, así que se fue a estudiar para enseñar. En 1891, ya recibido, lo destinaron a Eyzies; allí se instaló, dictó sus clases, se rizó los bigotes, vivió como podía. En sus días libres, queda dicho, paseaba por los campos y las cuevas.

Font-de-Gaume era de las mejores: todos los hombres y mujeres de Eyzies habían ido alguna vez, todos los chicos habían jugado entre sus estalactitas y sus estalagmitas, sus huesos, sus pedruscos; tantos habían escrito en sus paredes sus nombres y una fecha, una flecha, un corazón partío. Algunos tapaban con sus signos garabatos viejos, manchas, formas; otros preferían encontrar su lugar propio, no mezclar sus trazos con los viejos. Al maestro le gustaba ese espacio de recovecos y de ecos, de colores ocres, de luces fugitivas, pero nunca había prestado demasiada atención a esas manchas marrones: parecían animales, no estaban mal pero a quién le importaban. Eran, como los suyos, como todos los otros, dibujitos menores.

Nada particular. En Eyzies, cuevas y huesos era lo que sobraba: unos años antes, a menos de un kilómetro del centro –si es que un pueblito así tuviera un centro–, obreros que abrían un camino habían tropezado con los restos de varios esqueletos: los juntaron, se los dieron a un jefe, desde París llegaron dos señores y se los llevaron. El paraje se llamaba Cro-Magnon y, desde entonces, hubo personas que empezaron a interesarse por esos restos tan antiguos.

No eran muchos, y a veces lo sufrían. Suponer que muchos milenios antes ya había unos hombres –muy parecidos, tan distintos– era desafiar la autoridad de la Santa Madre Iglesia, que decía que la Tierra no tenía más de seis mil años y que entonces un dios había creado al hombre tal cual era y a la mujer de su costilla. Darwin y los suyos ya se estaban plantando; estudiar esos restos primitivos era otro modo de aportar a la embestida de la ciencia contra los mitos y las supersticiones, otro triunfo del “progreso”.

Pero esos blasfemos todavía eran pocos, y el maestro no era uno de ellos. Hasta que, en el ’95, un médico prestigioso de París, Louis-Joseph Capitan, y un cura iluminado de Mortain, Henri Breuil, aparecieron por el pueblo y le explicaron su pasión: habían descubierto que esos hombres de Cro-Magnon también eran artistas que habían dejado, en ciertas cuevas, sus obras milenarias. Capitan y Breuil las buscaban; le preguntaron si él sabía de alguna. Entonces el maestro recordó aquellas manchas, las repensó con esa vara nueva, llevó allí a sus nuevos amigos, y juntos “descubrieron” uno de los mejores conjuntos de arte rupestre que existen en el mundo. Uno que siempre había estado allí, a la vista de todos, pero nadie había visto todavía: que nadie había sabido ver.

La historia, aunque sea cierta, es casi una fábula, así que tiene moraleja: recuerda que no hay peor ciego que el que no sabe ver, el que no sabe qué tiene que mirar. Si nadie nos hubiera hablado de las estrellas cuando chicos, todos esos puntitos blancos en el cielo nocturno podrían pasar por agujeritos, dioses perdidos, fuegos de salvajes. O podríamos, más que nada, no verlos: suponer que la noche es negra y blanca. Así el maestro, cuando miraba las manchas sin verlas porque no sabía que pudieran ser las obras de los primeros hombres. Así cada uno de nosotros cada día, cuando mira el mundo y no lo ve porque no sabe qué mirar.

Así vemos lo que siempre vimos, lo que sabemos que veremos y dejamos, tantas veces, de ver lo que podríamos. Casi todos los que hablan –los que escriben, los que nos escriben y nos hablan– se dedican a mostrarnos lo que ya sabemos, a repetirnos lo que ya escuchamos, a convencernos de que miremos una y mil veces lo que siempre miramos.

Los decisivos son los otros: esos pocos que ven que ahí, no muy lejos, no muy escondido, justo delante de los ojos, hay algo que no sabíamos ver porque no creíamos que debiéramos mirarlo. Manchas que se revelan arte, huesos que niegan la mitología. Hay que poder hacer sentido con lo que uno ve pero, sobre todo, entender que ahí hay algo que nos hará entender algo que no sabemos, algo que no sabemos que ignoramos.

Y la historia del maestro y sus amigos también recuerda que al hacerlo hay riesgos. Ellos creían que esos dibujos tenían diez o veinte mil años pero podían equivocarse: de hecho muchos no lo creyeron, les parecía ridículo, arreciaron las burlas. Ellos lo estudiaron, se convencieron, insistieron, se arriesgaron –y cambiaron algo. Digo, aunque parezca Pedro Grullo: en eso consiste la tarea, en preguntarse sin cesar qué es lo que no sabemos ver, qué tenemos delante de los ojos y no vemos porque no sabemos; en convertir la mancha en arte antiguo, el borrón en historia. Los que lo hacen amplían el campo de la visión, el conjunto de lo que miramos: son los que abren caminos, los que importan.

Por eso, supongo, la pregunta no debería ser qué vemos, sino, siempre: ¿qué no estamos viendo, que no sabemos ver? ¿Qué mancha es un dibujo? ¿Qué hay ahí, donde no vemos nada? Por eso, supongo, mirar el mundo es la tarea más difícil: mirarlo en serio, con esa desconfianza, con la lupa poderosa de la duda. Mirarlo, digo, como si nunca lo hubiéramos visto, como si al fin consiguiéramos verlo. Mancharse, digo: descubrir los dibujos, entender algo nuevo.