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Árboles

Uno de los árboles marcados para la tala en Santa Ana.

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Cada vez hace más calor, los veranos son infernales, echamos de menos la sombra, la vegetación, el frescor de los jardines que tanta falta hacen para mitigar las horrendas temperaturas que se registran sobre todo en las ciudades. Sin embargo, lo que se hace en muchas de ellas es talar árboles en lugar de plantarlos.

Leí hace un par de días, con absoluta perplejidad, que el alcalde de Madrid ha decidido –supongo que de acuerdo con su equipo de gobierno–que se talen veintiocho árboles en la Plaza de Santa Ana, uno de los lugares más emblemáticos –y abarrotados– de Madrid. Me pregunto si las altas temperaturas no habrán afectado el cerebro de estos señores, y señoras, para que tomen esas absurdas decisiones.

Ya los romanos, cuando se lanzaron a construir carreteras que conectaran todo su imperio y por las que circulaban carros, carretas, caballerías, jinetes, soldados y gentes civiles a pie, tuvieron la gran idea de plantar árboles a izquierda y derecha del trazado para que las personas pudieran disfrutar de su sombra mientras las recorrían.

Recuerdo con total claridad que en los años sesenta y setenta los árboles fueron desapareciendo de las carreteras porque, según decían, “aumentaba el peligro de colisión” cuando un conductor, por la razón que fuera, se salía de su carril y se daba contra un tronco. En lugar de imponer limitaciones de velocidad o hacer campañas de concienciación, pensaron que era más expeditivo y moderno –lo de ser moderno en aquella época era un valor– arrancarlos todos. Al fin y al cabo, los coches tenían techo para protegernos del sol, y cristales para guardarnos de la intemperie. ¿Qué falta hacían los árboles?

También en esa época se puso de moda llenar los jardines –tanto particulares como públicos– de losetas, dejando alcorques para plantar un árbol aquí y otro allá. También era más moderno. Recuerdo un anuncio de una casa en venta donde se especificaba “jardín totalmente embaldosado”, como un extra por el que valía la pena pagar más. Igual ahora empiezan a decir “jardín con plantas de plástico” que también ahorra mucho trabajo.

Otra de las razones que se aducen para talar árboles en las ciudades es que sus flores y frutos, al caer al suelo, ensucian la calzada y las aceras, pero sobre todo los coches. Además, el polen, si son árboles macho –casi todos los árboles que se plantan en las ciudades son macho, para evitar que ensucien–provoca multitud de alergias en los humanos que cada vez somos más sensibles a lo natural.

Los árboles, que nos proporcionan oxígeno, sombra, serenidad, que son refugio de pájaros e insectos, en nuestras modernas ciudades molestan. Es fundamental –nos dicen– hacer aparcamientos subterráneos, crear plazas de parking en las aceras y las plazas, proteger los coches de la suciedad. Los vehículos, que son simples objetos, que envenenan el aire que respiramos, que destruyen el equilibrio del planeta, son más importantes. Supongo que porque los hemos pagado y hay que fabricarlos, mientras que los árboles son naturales, gratuitos y se reproducen solos.

He leído también que se está considerando la posibilidad de construir marquesinas con aire acondicionado para esperar el autobús en las grandes ciudades durante los meses de verano. No salgo de mi asombro. Por un lado talamos los árboles que nos dan ese frescor que necesitamos, por otro construimos defensas contra el clima que hemos destruido al talarlos, teniendo que pagar la energía que consumen esas defensas y aceptando que el sistema de refrigeración caliente aún más el medio ambiente y haga más irrespirable el único aire del que disponemos y que necesitamos para sobrevivir. Es una paradoja dolorosa y, sobre todo, estúpida.

Estúpida desde el punto de vista de la sensatez y del bien común, claro está. Si se trata de conseguir votos o de lograr que ciertas personas aumenten su capital, tiene todo el sentido.

¿Quién se aprovecha de la existencia de los árboles urbanos? Todos, claro, pero no se traduce inmediatamente en dinero y, por tanto, no cuenta. Que estemos más sanos, más tranquilos, más felices... eso es menos importante comparado con la posibilidad de que algunos ganen más. Si, por poner un ejemplo, unas cuantas personas se reúnen en una plaza arbolada, en un jardín frondoso, sentados en bancos públicos para charlar y pasar un buen rato, no se aprovecha nadie. Pero si se reúnen en una cafetería, bajo una sombrilla o un parasol gigante, con sistema de agua pulverizada, gana el que instala sombrillas y toldos, el del agua y, por supuesto, el dueño de la cafetería y el ayuntamiento, que cobra impuestos. Hay que hacer hueco para más bares y cafeterías de modo que haya bastantes plazas para todos los turistas que quieren disfrutar de la noche de verano tomando una sangría. Árboles ya tienen en sus países, ¿para qué plantar más? ¿Para qué molestarse en limpiar las hojas que caen o los frutos? Los arrancamos y en paz.

Acabaremos teniendo que pedir cita para poder pasear por un parque, sentarnos a la sombra de un árbol, hacer un picnic sobre la escasa hierba. Hay cada vez menos jardines y más gente que quiere disfrutarlos, así que, teniendo que pedir cita y pagando por entrar –con límite de permanencia en el parque–, matamos dos pájaros de un tiro. Parece que eso aún no se les ha ocurrido a las personas que gestionan el ayuntamiento de Madrid. Si hubiera que pagar por entrar al Retiro, se sacarían un dinerillo extra.

Sé que, casi sin darme cuenta, me voy a la ciencia ficción, a imaginar cómo podrían ser las cosas si llevamos al límite lo que ya se insinúa, pero es que el mundo me lo está poniendo fácil. ¿Cómo habríamos podido imaginar que tendríamos que pagar por el espacio que ocupa nuestra cabalgadura (en este momento son coches), que pagaríamos por entrar a una iglesia, incluso formando parte -a través del bautizo- de la Iglesia Católica y Apostólica, que compraríamos un billete para poder entrar en una ciudad entera –no en un museo o un monumento–, sino en una ciudad, como es ya el caso de Venecia?

La Naturaleza con ticket de entrada está cada vez más cerca. El que quiera saber lo que es un bosque y tener la experiencia de caminar bajo un dosel de árboles, oyendo el murmullo del agua y los trinos de los pájaros, que lo pague, que para eso estamos en una sociedad brutalmente capitalista que ahora se llama liberal porque capitalista suena muy feo.

Pronto pagaremos por esas “experiencias” como la del bosque, la de ir a una playa, la de bañarnos en un lago o en el mar. Pagamos nuestros impuestos para tener acceso a servicios que son de primera necesidad y para todos, pero el derecho a tener árboles que embellezcan y refresquen nuestras ciudades parece que no está contemplado en ninguna parte.

Lo único positivo es que nosotros, los seres humanos, somos efímeros, una simple plaga de la Naturaleza. Antes o después la Humanidad será destruida por la desertificación, o una glaciación o cualquier otra catástrofe planetaria. Los árboles sobrevivirán y, una vez libres de humanos, se extenderán por toda la Tierra, que volverá a ser un jardín, sin parásitos.

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