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La asignatura pendiente del Estado español es su separación de la Iglesia católica

Como turista de Semana Semana en una localidad andaluza, asistí a una procesión. Hacía años que no veía una en directo y aparte de la curiosidad -digamos, estética y antropológica- que, dado el contexto, me producía ese espectáculo, quería también revisar mis presuntos prejuicios al respecto. Se reafirmaron todos como juicios formados en base a una realidad que se me hizo evidente y era tangible. De hecho, tuve tan cerca el paso del Nazareno que podría haberlo tocado, como lo tocó un bebé a quien su padre acercó a aquel brillante repujado. No quise hacerlo.

La curiosidad con la que había acudido dio paso enseguida a un dejá vu que me llevó a un pánico de infancia. Yo entonces no sabía nada del Ku Klux Klan pero aquellos encapuchados que avanzaban con velas encendidas y blandían grandes cruces me producían terror. Ahora, en plenas vacaciones adultas, los penitentes me lo produjeron también, porque ya sé lo que es el Ku Klux Klan. Si entonces era miedo a lo que eran los del capirote ahora fue miedo a lo que representan. “Pura idolatría y fanatismo”, me había comentado alguien a quien manifesté mi interés por ir la procesión. Cualquiera diría que estaba hablando de otras gentes, otros lugares, otras culturas. Pero no: se estaba refiriendo a la Semana Santa española. Y tenía razón.

Tras los penitentes aterradores iban, entre otros personajes siniestros o inquietantes, unas cuantas mujeres de luto integral y mantilla negra (mujeres conocidas como Manolas, cuyo único papel es acompañar a los hombres y acaso contener el llanto o llorar), un puñado de niños repeinados vestidos de monaguillo y, como era de esperar por mucho que te pusieras las gafas relativistas, varios representantes de las aún fuerzas vivas de la España rancia y reaccionaria, desde curas con sotana y alzacuellos hasta políticos locales con traje de domingo. Iban escoltados por varios agentes de policía. Salvo algunos detalles que no pasaban por alto si te fijabas bien (unas zapatillas Nike asomando bajo el hábito de un penitente, las plataformas excesivas sosteniendo a duras penas a una Manola), solo apartar la vista del cortejo y dirigirla hacia el público te hacía volver de los años cuarenta.

Fervor religioso vi poco. La gente se metía en la calzada a hacer fotos del paso con móviles y tabletas, las familias se saludaban en voz alta, una chavala bailaba al ritmo de la banda que cerraba la comitiva con sus trompetas tristes, solo desde un balcón se cantó una saeta. Sería, en todo caso, un fervor que habría de ser privado. Allí estaban, sin embargo, el cura del alzacuellos, las cruces, la cera de los cirios, el manto de la virgen. Y el alcalde con traje de domingo. La asociación Europa Laica había reclamado a la Junta Electoral Central que se pronunciara sobre la procedencia de la participación de cargos públicos en los actos de una Semana Santa que ha coincidido con la campaña electoral. En un Estado aconfesional no solo es improcedente sino también ilegal, según las normas que vigila la propia Junta, que los cargos electos hagan proselitismo de la religión católica a través de su presencia en eventos de esta confesión.

La cuestión que planteó esta consulta va más allá del posible beneficio en las urnas que esa visibilidad pueda reportar a ciertos candidatos. Europa Laica ponía una vez más sobre la mesa el despreciado debate sobre la separación de poderes Iglesia y Estado. Ningún partido, denunciaron, había asumido la demanda de laicidad que subyace en su reclamación. No se trata, como algunas personas han comentado, de controlar o reprimir las creencias personales de los cargos públicos y candidatos políticos, sino de que la expresión de las mismas no se realice desde el plano institucional. El alcalde con traje de domingo debería haber estado donde estaba yo: de público, en la acera, viendo la muerte pasar.

El 60% de la población española reconoce que no asiste jamás a otro evento religioso que no sea una boda, un bautizo, una comunión o funeral, y el 47% de las personas de entre 18 y 24 años se declaran agnósticas o ateas. Sin embargo, muchas de las procesiones de Semana Santa son subvencionadas con fondos públicos, lo cual, unido a la exhibición de sus símbolos, que son ideológicos, conculca la obligada neutralidad del Estado. No lo dice solo el laicismo organizado, lo dice la Ley Orgánica Electoral, que deriva directamente de la Constitución. Ya que estamos tan constitucionalistas últimamente.

“La laicidad del Estado sigue siendo una asignatura pendiente, un déficit democrático”, explica Europa Laica. Incluso si la religión católica es algo social, como pude comprobar en la localidad andaluza que visité esta Semana Santa (donde había más gente en los bares que en las procesiones), el Estado debe vigilar que la tradición no salpique a la institución. Tampoco las tradiciones ni las citas sociales deben ser cómplices del olvido: la Iglesia católica fue cómplice del franquismo y esa memoria ha de ser conservada. Bastaba con ver avanzar a esos penitentes aterradores (una pastelería de Cádiz puso un cartel en el escaparate para avisar a los turistas extranjeros de que, tal y como decíamos, los del capirote no son miembros del Ku Klux Klan) o a esas mujeres de negro para evocar los tiempos recientes de nuestra historia en que uno de los principales canales de acción de la dictadura era la Iglesia católica. Cuando los del capirote y las de la mantilla pasaron a mi lado pensé en los cursos que la Iglesia aún imparte para “curar la homosexualidad”.

La asignatura pendiente del Estado español es su separación de la Iglesia católica. Laicidad y derechos humanos son conceptos intrínsecamente vinculados, y solo avanzaremos en esos derechos desde una educación que asuma esa laicidad. Los cargos públicos no deben fomentar los privilegios eclesiásticos con su presencia institucional en actos públicos donde haya simbología religiosa. Solo así avanzaremos hacia el objetivo indispensable para ser una sociedad verdaderamente democrática y que aspire a la mayor libertad: la derogación de los Acuerdos de 1979 con el Vaticano. Mientras esos acuerdos sigan vigentes, la independencia del Estado solo será una quimera. Y los enemigos de la libertad sacarán sus símbolos a la calle. Parecerá que son solo unos días, parecerá que es solo un evento social, lo veremos como turistas que apartan ya los peores temores de la infancia antes de irse a tomar un fino. Pero serán los mismos símbolos que ocupan colegios y administraciones públicas y que conculcan nuestra aconfesionalidad. Pura idolatría y fanatismo.