Nuestro sistema productivo se llama hoy Bangladesh. No hay producción sin consumo y no hay consumo si la producción es cara, así que si queremos ir a la moda tenemos que encontrar la manera de que sean los demás quienes lo paguen. Hemos de lanzar al patio trasero los costes laborales, sociales y ambientales de nuestro estilismo, porque si esos costes se asimilaran, nuestro armario no podría renovarse cada tres meses. Explotar hasta el esclavismo, pagar salarios miserables, imponer tremebundas reglas del juego, utilizar la debilidad, la corrupción y la desvergüenza de ciertos gobiernos, y, abusar de la pobreza y las desventajas que sufren “otros”, sin que se nos mueva una ceja, como si las fronteras políticas y económicas, pudieran ser también fronteras morales.
Nos perturba, eso sí, la frustración que sentimos cuando no podemos comprar, la “necesidad” de ajustarse el pantalón de turno manteniendo la talla 38, y la permanente e inexplicable insatisfacción que nos arrastra al psicólogo. Aquello de la obsolescencia programada no es un problema para nosotros porque nuestra ropa no suele llegar a los límites de caducidad previstos ni por el más perverso de los productores. ¿Costurera? ¿Para qué recurrir a una costurera si comprar un jersey en Mango, Benetton o el Corte Inglés resulta mucho más barato? Adiós a la costurera, al zapatero, al carpintero o al técnico de televisores. Comprar es más barato que reparar, gracias a esas etiquetas que marcan nuestra ropa con nombres de lugares exóticos.
En fin, Bangladesh nos recuerda, con molesta insistencia, lo que sabemos hace tiempo: que es ingente la basura que excretamos cada vez que renovamos el armario. Frente a esos cadáveres sepultados, conviene pararse a pensar, y soportar el bocado hiriente de nuestra conciencia burguesa, aunque sólo sea por unas horas. ¿Cuántos pobres hacen falta para mantener la ropa de temporada?
Pero Bangladesh no es sólo la crónica de una muerte anunciada, es también un indicador del imparable deterioro que está sufriendo nuestro modelo productivo. Un modelo que no se propone, en ningún caso, satisfacer necesidades básicas articulando seriamente derechos y políticas sociales (una muestra de lo cual es el recortable lugar que ocupan en los textos constitucionales), sino únicamente obrar ese milagro que podríamos llamar: “comprar, vender, crecer”.
Es fácil. Como consumidores, sólo hemos de asumir que todo lo que sentimos como una necesidad es una “verdadera” necesidad; ceder a la confusión orquestada entre necesidades, intereses, deseos y pulsiones egoístas, para identificar consumo y felicidad; y, finalmente, olvidar que detrás de los precios de saldo, las rebajas o las liquidaciones al 50%, en algún lugar, convenientemente ocultos, están esos pobres que asumen los costes de nuestro delirio.
En definitiva, nuestro PIB engrosado depende tanto de nuestro frenesí consumista como del mantenimiento de ciertas cotas de desigualdad. La pobreza relativa, en márgenes adecuados y resituada más allá de nuestras fronteras, siempre ha formado parte del sueño del crecimiento, y muchas empresas europeas y norteamericanas se aseguran cada día de hacer realidad este sueño. Dicen respetar códigos éticos y hasta presumen de su sensibilidad social, pero en ciertos lugares no hay legislación que las meta en cintura. Asumir responsabilidades supondría internalizar los costes, pagar por los riesgos previstos o por el daño ocasionado, y esto se traduciría inmediatamente en una reducción de beneficios. Sin una legislación coercitiva a este respecto, no hay quien se fíe de las buenas intenciones, ni de la Responsabilidad Social Corporativa. Ya sabemos, además, que una cosa es “invertir” en países “desarrollados” y otra muy distinta hacerlo en lugares depauperados o en Estados fallidos, porque, en nuestra lógica, tienen que existir esos “paraísos” de derechos laborales para que podamos permitirnos nuestra cultura de low cost. El sueño de unos pocos, depende de la pesadilla, el insomnio o la vigilia de una buena parte del mundo. ¿Estamos dispuestos a seguir obviándolo?
Como consumidores podemos elegir. Bangladesh es la enésima muestra de la frivolidad de nuestras pasarelas. Una evidencia más de que nuestras coloridas primaveras, repleta de novedades, son, en realidad, los duros y eternos inviernos de millones de personas.