Estos últimos días he estado comparando la situación política de nuestro país con la sabiduría popular: cuando nos duelen los huesos es que va a llover. La explicación más o menos científica tiene que ver con las articulaciones y el cambio en la presión atmosférica: lo importante del símil es que un cambio en la atmósfera nos avisa de otra cosa, y lo que yo he repetido es que, en comparación con cómo estábamos hace dos años, todos los vientos parecen soplar a la derecha. No se trata sólo de que la derecha política conquistara una cantidad abrumadora de poder territorial en las últimas elecciones municipales y autonómicas: es que todo cuanto nos rodea se siente derechizado y seguir tocando la partitura de la izquierda nos conduce necesariamente a sentirnos arrítmicos.
Como arenga para sus afines, hace unos cuantos meses, Podemos lanzaba un spot publicitario para justificarse como la fuerza que transforma, frente a “fuerzas reaccionarias” como el Partido Popular o Vox, que querrían dar marcha atrás, o “fuerzas conservadoras” como el PSOE. El anuncio contenía las claves de una concepción muy particular de lo que hoy todos identificamos como las batallas o, por ponernos más agresivos, guerras culturales: lo necesario, afirmaba la voz en off, no era aceptar ese movimiento, sino tirar con más fuerza de la cuerda. La política quedaba reducida a una metonimia del juego de la soga, como si todo fuera siempre una cuestión de fuerza, de no ceder posiciones, no renunciar ni a un milímetro de terreno conquistado.
En este artículo voy a hablar primordialmente de cómo esa mentalidad ha influido en la comunicación política del Ministerio de Igualdad y cuáles considero yo que han sido sus errores. Que nadie lo interprete como un posicionamiento en relación con la interna de los partidos, con la elaboración de listas o con vetos algunos. Pienso, de los errores, que siempre son más colectivos que personales, aunque algunas personas escojan o se vean obligadas a cargar con ellos y sacrificarse; tengo pareceres sobre los nombres, pero de tanto hablar de ellos parecemos estar renunciando a pensar sobre las ideas o nuestra forma de comunicarlas. Si no le dedicamos a eso un poco más de tiempo, perderemos toda batalla cultural, poco importa cuántas metáforas del juego de la soga nos inventemos para justificarnos.
El primer caso que me interesa es el de la Ley Trans. Desde importantes medios de comunicación yo he dedicado más tiempo del que me gustaría a defender la propuesta e incluso a defender que tendría que haber ido más allá, lamentándome por aspectos de la proposición de 2017 —como los derechos de las personas trans migrantes— que quedaban atrás. He defendido la autodeterminación como mecanismo jurídico, despejando los fantasmas de registros falsos que igualaban el reconocimiento de la identidad con una supuesta capacidad para escoger el género propio como quien elige una u otra camisa. Pero hay un problema fundamental cuando el anuncio navideño de una empresa de destilados —el whisky J&B— sirve mejor como campaña pro-trans que cualquier comunicación institucional. Para quien no lo recuerde, ese corto en breves minutos sobre una nieta trans y su abuelo, con los esfuerzos que este hacía por comprenderla y ayudarla a manifestar su identidad, acumuló millones de visitas y reacciones positivas. Hay un contraste extraordinario entre comunicar como si se tirara de la soga —entendiendo las trincheras como compartimentos estancos— y buscar la extensión de la empatía. El anuncio conseguía lo segundo, mientras que proclamas como “los derechos trans son derechos humanos” sólo apuntalaban lo primero. En mi experiencia, es plenamente posible responder a las dudas de la gente desmintiéndolas y tomándonos el tiempo de entender sus miedos, en lugar de simplemente reafirmar la posición y el conocimiento propios. Pero el debate trans, tan viciado por todos los lados, pareció enquistarse en lo segundo: se apelaba erróneamente mucho más a razones justas que a sentimientos, y tengo la sensación de que lo emocional, sin dejar de estar cargado de esas razones, habría servido mil veces más para desenredarlo.
Algo parecido sucedió con la ley del 'sólo sí es sí'. En lugar de plantearse como una oportunidad para abrir un debate sobre nociones como el consentimiento y el deseo, o para ir más allá de un feminismo reducido a las tipificaciones del código penal, las posturas de cada uno se volvieron ambivalentes, defendiendo penas más o menos grandes según fuera conveniente, y se volvió fácil tachar a quien no suscribiera por completo el argumentario de uno de los lados o bien de irresponsable o bien de traidor. También defendí la mayor parte de la ley en los medios, y volvería a hacerlo, pero la comunicación que de ella se hizo fue por completo desastrosa: así como lo fue, por no querer renunciar a seguir tirando más y más de la soga, por no ceder ni un centímetro, la conversión de todo matiz en retroceso reaccionario. El campo político de esa defensa de derechos fue haciéndose cada vez más estrecho y pequeño: de tanto pensar en lo bélico de las guerras culturales se olvidó que estas suceden, sobre todo, en la conversación. Y se perdió la conversación.
Estas estrategias comunicativas no ensombrecen estos y otros logros de Igualdad, pero sí son paradigmáticas de una concepción política adversativa, que empequeñece, que se hace pasar por la más reivindicativa y avanzada en términos culturales cuando, en ocasiones, sólo resulta la más estridente. No es una cultura exclusiva a nombres propios, sino una actitud en la cual todos en la izquierda caemos. Me ha resultado mucho más nutritivo afrontar al otro en su propio campo, darle respuesta, comprender por qué piensa como piensa y querer convencerle. Creo hoy, en esta atmósfera reaccionaria, que el futuro de la izquierda pasa por romper la soga y volver, no sin severidad, no sin firmeza, a las posibilidades de la conversación. Lo contrario es, de algún modo, aceptar también su juego. En su juego, asumámoslo, ganaran ellos.