Muchos ejercimos hace unas semanas nuestro derecho al voto. Durante una campaña poco animada y a veces tediosa, los partidos que finalmente obtuvieron más votos decidieron barrer debajo de la alfombra algunas de las cuestiones que más nos afectan como ciudadanos europeos. Enrocados en discusiones mediáticas y personalistas, sólo algunos trataron de poner sobre la mesa una de las decisiones institucionales que más afectará a medio plazo a los habitantes de la Unión Europea: el Tratado de Libre Comercio (o TTIP, las siglas en inglés de Transatlantic Trade and Investment Partnership) que desde julio de 2013 negocian EEUU y la UE y del que esperan tener un borrador en 2015.
El convenio regulará el comercio de bienes y servicios entre Estados Unidos y los países miembros de la Unión Europea. Ambas potencias pretenden instaurar la zona de libre comercio más importante del mundo, puesto que entre las dos partes del trato abarcan casi la mitad del PIB global y sus relaciones comerciales suponen un tercio de las transacciones mundiales. La Comisión Europea ha asumido la gestión de estas negociaciones, aunque está respaldada por el visto bueno del Consejo Europeo.
Las voces más críticas apuntan a que las verdaderas beneficiarias de la apertura del comercio serán las grandes multinacionales. De hecho, según asegura Corporate Europe Observatory, un colectivo que denuncia el poder de los grupos de presión empresariales en la Unión Europea, en el pasado mes de septiembre se habían producido ya más de 130 reuniones, con “partes interesadas” y 119 de ellas contaron con la presencia de grandes corporaciones y sus grupos de presión. Por otro lado, la información que las instituciones han hecho pública es parca y el proceso se caracteriza por su absoluta falta de transparencia. Muchos de los acuerdos que se han alcanzado son secretos y algunas de sus disposiciones no se conocerán hasta que sean ratificadas. Organizaciones y plataformas civiles sólo han accedido a los aspectos más relevantes a fuerza de filtraciones.
En su última visita a la Casa Blanca, Rajoy mostraba su conformidad con el tratado e incluso vendió al presidente Obama que España será un socio fiable, asegurando que el país se ha estabilizado. Según el Ejecutivo patrio, de firmarse el tratado el crecimiento anual del PIB de la Unión Europea sería sensiblemente superior a las estimaciones que baraja la Comisión Europea si no se firmase el tratado. A pesar de los supuestos beneficios que dicen podría reportarnos, el Congreso rechazó a principios de mayo la moción de Izquierda Plural que proponía someter a referéndum la postura del país frente al Tratado de Libre Comercio. Los votos en contra de PP, PSOE, CiU, UPyD y PNV terminaron con la posibilidad de que la sociedad se pronunciase respecto a la ratificación o no del acuerdo.
La relación comercial entre Estados Unidos y los países miembros de la Unión Europea, hasta ahora, viene marcada por dos condicionantes: los aranceles, o impuestos aplicados sobre la exportación/importación, y la desigual normativa que regula el comercio de ambos territorios. Así, los productos estadounidenses que entran en el mercado europeo deben adaptarse a las regulaciones impuestas por las autoridades europeas y viceversa.
Los aranceles son ya bastante bajos y probablemente serán eliminados completamente, pero la reducción o eliminación de barreras regulatorias es el núcleo duro de las negociaciones y donde se ponen en juego los derechos de la ciudadanía. La regulación actual incluye trámites burocráticos y establece normas ambientales, laborales y de seguridad que generan costes y retrasos a las multinacionales. Según la Comisión Europea, éstas “constituyen el mayor obstáculo” para el incremento del comercio entre los dos bloques.
El “mínimo denominador común” que preside esta armonización normativa podría afectar seriamente a los derechos laborales de los europeos, teniendo en cuenta por ejemplo que EEUU no se ha acogido a los convenios de la Organización Internacional de Trabajo (OIT), los que permiten la libertad de asociación y el sindicalismo. Además, de adoptarse una legislación más laxa en Europa, peligraría el Principio de Precaución o podría permitirse la venta de alimentos transgénicos. En materia medioambiental, existe el riesgo de que se permitan prácticas tan nocivas como el fracking, que en la UE está más regulada. Además, el aumento de la competitividad en el comercio de gas y petróleo podría favorecer nuevas perforaciones y desalentar el desarrollo de la energía verde sostenible. Aunque éstos son sólo algunos de los casos que habría que abordar con detenimiento.
A pesar del perjuicio que para los habitantes de la eurozona entraña el corte liberal del acuerdo, el argumento fundamental de sus defensores va encaminado hacia el crecimiento económico. Al supuesto (y escaso, según los datos de la Comisión) incremento del PIB anual suman además otra promesa: la generación de empleo.
Sin embargo, parece que los supuestos y muy discutibles beneficios que vaticinan las partes negociadoras tampoco nos van a salir gratis. La propia Comisión Europea ya ha reconocido que, de competir con la industria norteamericana, muchas empresas europeas se verán obligadas a realizar una reestructuración para no quedar en desventaja. Esta reestructuración, por supuesto, generará una serie de costes que podrían llevar a la pérdida de puestos de trabajo.
Es posible que, como prevén, la demanda de trabajadores aumente en ciertos sectores. No obstante, lo más probable es que la producción se traslade hasta las zonas donde la mano de obra sea más barata, panorama que beneficiará (una vez más) a las corporaciones en detrimento de los derechos laborales de trabajadores europeos y norteamericanos.
¿Qué hay de España?, ¿podría beneficiarse de la firma del Tratado de Libre Comercio? Según datos del Ministerio de Industria, en 2013 había en España 3.142.928 empresas, de las cuales un 53,5% no cuenta con asalariados y un 42,2% tiene entre uno y nueve empleados. Sólo 3.822 empresas (0,1%) tienen más de 250 trabajadores. Pocos beneficios aportaría la entrada en juego de Estados Unidos en el panorama comercial español, que es esencialmente local. De ampliar el mercado, las compañías más competitivas, capaces de producir y vender a menor coste, terminarán por asestar un golpe al tejido empresarial de los países con menor capacidad productiva de la Unión Europea. El riesgo es similar para todos los Estados mediterráneos, que serán los que carguen con los costes de la firma del acuerdo. Esto no haría más que aumentar la brecha entre “países pobres” y “países ricos”, fomentando la desigualdad y dificultando que nuestra industria se desarrolle al entrar en competencia directa con EEUU.
Otro de los asuntos más discutidos es la creación de un mecanismo para solucionar las controversias que puedan surgir entre inversores y Estados. Casi 3.000 tratados comerciales incluyen ya un método de arbitraje denominado Investor-State Dispute Settlement (ISDS), que permite a las corporaciones demandar a aquellos gobiernos que emprendan políticas que puedan afectar a los intereses de las empresas, atentando directamente contra la soberanía popular. Así, como relata Tom Kucharz de Ecologistas en Acción, la “protección de inversiones permitiría a bancos y fondos de inversión demandar al Gobierno griego si éste resolviese no pagar la deuda ilegítima”.
Aún nos falta mucha información, pero parece claro que es fácil prometer puestos de trabajo en un país con una tasa de desempleo cercana al 26%. Aún más si las negociaciones se realizan de espaldas a la ciudadanía –aunque en este caso casi parece más apropiado llamarla “clientela”-. Es preciso abrir el debate para conocer qué se esconde detrás del corte neoliberal de las negociaciones, porque podría ser el detonante de nuestra economía y, en el mejor de los casos, nos obligaría a realizar una profunda remodelación, en un momento en que la demanda tiende a la baja. Ciertas organizaciones ya alertan de los perjuicios que también se producirán en materia medioambiental, de propiedad intelectual, protección de datos, sanidad o liberalización de servicios públicos. En nuestro país ATTAC, Ecologistas en Acción o la Campaña ‘No al TTIP’ dan buena muestra de ello.
Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autora.