El alejamiento de la naturaleza está detrás de buena parte de los males que nos aquejan, como individuos y como sociedad. Por eso hay que volver al campo. Porque el campo sana. Cada vez existen más evidencias científicas que demuestran el poder curativo de los entornos naturales.
Pero no voy a recurrir a la ciencia para explicarlo, sino a la emoción. Prefiero apelar a los sentimientos antes que recurrir a los datos para defender la necesidad de retornar a la naturaleza. Porque creo que sinceramente nos va la vida en ello.
Los llamados “baños de bosque”, término procedente del japonés Shinrin-Yoku, procuran la mejora de la salud mediante el contacto con los árboles. Y la terapia no puede ser más simple. Basta con salir al bosque y ser. Ser en el sentido literal de la palabra, según el diccionario de la RAE: “Formar parte de una corporación o comunidad”. Ser bosque para sanar el cuerpo y el alma. Esa es la cosa.
No se trata del poder curativo de los árboles, de los que proceden no pocos fármacos, sino de la sanación en el bosque. Del bienestar que sentimos cuando nos sumergimos en una arboleda y nos acomodamos en la comunidad forestal, integrándonos en la rica biodiversidad que acoge. Esa a la que el gran Dersu Uzala, el protagonista de la novela homónima de Arséniev magistralmente llevada al cine por Kurosawa, llamaba gente. El bueno de Dersu, que se consideraba una criatura más de la taiga, enferma cuando lo trasladan a la ciudad y lo separan de su gente.
Porque además de mejorar el estado de ánimo general, atenuar todo tipo de dolencias y fortalecer el sistema inmunitario, la profundidad del bosque es el último refugio en un mundo que ha renunciado al planeta para recluirse en ciudades cada vez más hostiles, dominadas por el estrépito, la inmediatez y el amontonamiento.
Este año se cumple el bicentenario del nacimiento de Henry David Thoreau (Massachusetts, 18172–1862) acaso el autor que más y mejor ha apelado a la urgencia de nuestro reencuentro con el bosque para alcanzar la plenitud vital. “Es un disparate intentar educar a los hijos dentro de una gran ciudad. El primer paso ha de ser sacarlos de ella”, escribió en 1853, un año antes de publicar Walden, la vida en los bosques.
“Los hombres se han convertido en las herramientas de sus herramientas”. Por eso huyó a la espesura del bosque, al austero confort de una pequeña cabaña de madera junto a un lago, para “vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida”. Allí descubrió y nos contó que “todo lo bueno es libre y salvaje”.
La unión entre el ser humano y los árboles ha sido fuente de inspiración para muchos otros autores, dando lugar a algunas de las obras más bellas. Hay una cita de Saramago a la que siempre acudo como muestra: por su esplendorosa sencillez y su alta carga de emotividad.
“Soy nieto de un hombre –contaba el añorado maestro– que al presentir que la muerte estaba a su espera en el hospital a donde lo llevaban, bajó al huerto y fue a despedirse de los árboles que había plantado y cuidado durante toda su vida, llorando y abrazándose a todos y cada uno de ellos, como si de un ser querido se tratara.”
Este verano hagan la prueba: disfruten de un baño de bosque con los cinco sentidos. Intenten renunciar a lo que son por un instante para ser solo naturaleza. Tiñan de verde su mirada, escuchen el sonoro silencio del bosque, acaricien la corteza de los árboles, aspiren el aroma balsámico de las plantas y las flores y degusten el sabor mineral del agua de la fuente. Esa sensación de vida plena es la que buscó Thoreau, la que añoró Dersu Uzala y la que quiso sentir por última vez el abuelo de Saramago. Y esa sensación, créanme, solo está en la naturaleza.
¡Ah!, y para los que necesiten datos científicos sobre el valor terapéutico de los baños de bosque, aquí encontrarán algunos.